Una conspiración de papel (27 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

BOOK: Una conspiración de papel
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Hace muchos años, los corredores como mi padre hacían sus negocios en el edificio de la Bolsa de Londres, y los judíos tenían incluso su propio «paseo» o lugar de trabajo en el patio, al igual que los comerciantes de telas o de comestibles y todo tipo de hombres dedicados al comercio exterior. Pero entonces el Parlamento aprobó una ley que prohibía la compraventa de acciones dentro de la Bolsa, así que los corredores tuvieron que trasladarse a la cercana calle de la Bolsa, instalándose en cafés como el Jonathan's o el Garraway's. Para indignación de aquellos que habían luchado contra la correduría de bolsa, la mayor parte del comercio de Londres se trasladó con ellos, y si bien el edificio en sí se mantenía como un monumento al poderío financiero británico, no era más que un monumento hueco.

Lo cierto era que las verdaderas operaciones de bolsa tenían lugar en unas pocas callejuelas estrechas y de apariencia insignificante que podían recorrerse en apenas unos minutos. Por el lado sur de Cornhill, enfrente justamente del edificio de la Bolsa de Londres, se entraba en la calle de la Bolsa, que avanzaba en dirección sur pasando por el Jonathan's y luego por el Garraway's, mientras la calle giraba hacia el este para desembocar en Birchin Lane, donde el caminante se encontraba con el Banco Sword Blade y unos cuantos cafés más donde hacer negocios con loterías o con aseguradoras o en proyectos en el comercio extranjero. Birchin Lane le conducía a uno hacia el norte, de vuelta a Cornhill, completando así el sencillo recorrido de uno de los conjuntos de calles más confusos, imponentes y misteriosos del mundo.

Nuestro carruaje se encontró con tráfico pesado cerca del edificio de la Bolsa, así que le pedí al cochero que se detuviese cerca de Pope's Head Alley, y desde allí caminamos un breve trecho, abriéndonos paso entre la multitud de hombres. Si el Jonathan's era el centro del comercio, era también donde se localizaba su esencia más pura, y a medida que uno se alejaba iba encontrando más tiendas híbridas y extrañas, que derivaban su negocio tanto de la excitación monetaria de la calle de la Bolsa como del comercio, más mundano, de la vida diaria. Se veían carnicerías-loterías, donde al comprar un pollo o un conejo se participaba en el sorteo de un premio. Un mercader de té prometía que un tesoro de acciones de la Compañía de las Indias Orientales estaba escondido en una de cada cien cajas de sus productos. Un farmacéutico apostado a la puerta de su establecimiento ofrecía a gritos asesoramiento financiero barato.

Sería injusto por mi parte sugerir que la zona en torno a la Bolsa era el único lugar de la metrópoli al que las nuevas finanzas le habían hincado el diente. La locura por la ganancia monetaria se había apoderado de la ciudad con el restablecimiento legal de la lotería en 1719, el año de este relato, y las loterías ilegales llevaban años siendo populares en todas partes. Confieso que yo mismo hacía negocios con un barbero lotero que me apuntaba para un premio cada vez que me afeitaba, aunque mis visitas prácticamente diarias desde hacía ya más de dos años aún no me habían reportado beneficio alguno.

Había visitado la zona con anterioridad, pero ahora me producía una nueva fascinación. Mantenía la mirada alerta, como si cada hombre con quien me cruzara pudiera esconder la clave del asesinato de mi padre; en realidad era mucho más probable que a cada hombre con el que me cruzaba le importase un rábano la muerte de mi padre, a no ser que yo fuera capaz de demostrarle de qué modo le iba a costar dinero o a hacérselo ganar.

Elias y yo nos abrimos paso hasta la calle y llegamos rápidamente al Jonathan's, que estaba bastante lleno, y bullía con los negocios del día.

El Jonathan's, café de corredores y corazón mismo de la calle de la Bolsa, me parecía el más animado de los cafés que yo conocía. Los hombres se agrupaban, discutiendo con vehemencia, riéndose, o con aspecto grave. Otros estaban sentados a las mesas, hojeando a toda prisa pilas de papeles, bebiendo café. Y el ruido no era sólo el de la conversación. Mientras algunos daban a sus amigos palmadas en la espalda con cálida benevolencia, otros anunciaban su mercancía a gritos: «¡Vendo para el próximo sorteo de lotería, ocho chelines el cuarto de boleto!», «¿Alguien vende bonos de 1704?», «¡Tengo aquí una fábrica de hacer dinero para cualquiera que me brinde cinco minutos de su tiempo!», «¿Quién quiere invertir en el drenaje de pantanos? ¡Proyecto garantizado!».

Mirando a mi alrededor, podía entender por qué mis vecinos cristianos asociaban tan rápidamente a los judíos con la calle de la Bolsa, porque había una gran cantidad de israelitas en la sala, quizá más de cuantos yo hubiese visto juntos nunca en Dukes Place. Pero los judíos apenas eran la mayoría en el Jonathan's, y en absoluto eran los únicos extranjeros. Aquí había alemanes, franceses, holandeses —muchos holandeses, se lo aseguro—, italianos y españoles, portugueses y, por supuesto, una cantidad considerable de británicos del norte. Había incluso algunos africanos dando vueltas por ahí, pero me parece que eran criados, no agentes de bolsa. La habitación era una cacofonía de idiomas distintos, todos pronunciados a gritos al mismo tiempo. Era un confuso muestrario de papeles que cambiaban de manos, firmas, sobres llenos, café servido y café bebido. Me pareció el centro mismo del universo, y no era escasa mi admiración por quienes eran capaces de trabajar en un lugar tan lleno de distracciones.

La fortuna nos sonrió, porque nada más entrar un trío de hombres dejaron libre una mesa delante de nosotros, y nos movimos con rapidez para ganarla antes que un grupo de hombres que llevaban más tiempo esperando, mientras negociaban de pie. Gritando por encima del barullo, le pedí a un chico que pasaba a nuestro lado con una bandeja llena de platillos sucios que nos trajera café y hojaldres.

Miré en torno a mí con asombro. No visitaba el Jonathan's desde la infancia, cuando mi padre nos traía a mi hermano y a mí a rastras para que observáramos cómo trabajaba. Solíamos quedarnos sentados, mudos e incómodos, paralizados a medias por el terror romo que siente un niño ante la presencia inexplicable de la locura adulta, y a medias por el puro aburrimiento. Ahora, de nuevo en el café y ya adulto, en mi propia visita de trabajo, aún me sentía pequeño, sobrecogido y un poco intimidado. Al menos aún no estaba aburrido.

El chico nos trajo café y comida, y Elias no perdió tiempo en meterse un hojaldre entero en la boca.

—¿Conoces al señor Theodore James, el librero del Strand? —me preguntó, con la voz apagada por la pasta y la mermelada.

—He pasado por su tienda.

Elias vibraba de excitación al hablar.

—Deberías entrar alguna vez. Es un hombre espléndido. Imprimió mi volumen de poemas, ¿sabes? El señor James posee cierta influencia, que ha utilizado para conseguirme audiencia con el señor Cibber en el Teatro Real de Drury Lane, para que considere la posibilidad de montar mi obra dramática. Es algo increíblemente emocionante, la verdad. Me mareo sólo de pensar que mi obra se represente en un escenario. Es verdaderamente maravilloso, ¿no crees?

No podía evitar sonreír. Elias, después de todo, era un hombre de muchos talentos.

—No tenía ni idea de que tuvieras una obra lista para representar —le estreché la mano con alegría.

Soltó una risita bobalicona.

—Y no la tenía. Le diré que he trabajado con ahínco. Pero no con demasiado ahínco, porque no quiero que crea que soy uno de esos dramaturgos tontos que se creen un Jonson o un Fletcher. La escribí ayer —añadió en un susurro.

—¿Una obra entera en un día?

—Bueno, he visto suficientes comedias como para saber cómo ordenar estas cosas. Y sin embargo, a pesar de las prisas, no carece de algún giro original. La he llamado El amante confiado. ¿Quién puede resistirse a una obra con un título tan alegre? Venga, Weaver, te considero un hombre de gusto. Déjame que te la lea.

—Me encantaría escuchar tu trabajo, Elias, pero tengo que admitir que estoy un poco preocupado. Te prometo que la oiré en otra ocasión, pero ahora necesito que me aconsejes en el asunto este de Balfour.

—Por supuesto —dijo, escondiendo el fajo de papeles que se había sacado del bolsillo—. La obra sin duda puede esperar. Ha llegado al mundo tan recientemente que descansar seguro que le viene bien.

No podía evitar que Elias me pareciese un amigo extraordinariamente simpático.

—Gracias —le dije, esperando no haberle ofendido despreciando sus esfuerzos literarios—, porque me hace mucha falta tu ayuda en este asunto. Ando un poco perdido. Aquí tenemos, después de todo, dos hombres que se conocían, aunque no fueran amigos, que murieron ambos con veinticuatro horas de diferencia. Uno en misteriosas circunstancias y el otro en circunstancias escandalosas. Te aseguro que se dice por la ciudad que hay algo raro en todo esto, pero no tengo ni idea de cómo empezar a decidir qué es exactamente lo que chirría. Voy a intentar localizar al hombre que atropello a mi padre, pero no creo que me lo vaya a poner demasiado fácil.

Nuestra conversación fue interrumpida momentáneamente por uno de los mozos, que pasó a nuestro lado haciendo sonar una campana.

—Señor Vredeman, Un mensaje para el señor Vredeman.

Estas interrupciones eran parte del trabajo en Jonathan's.

A Elias no le costó trabajo pasar por alto la distracción.

—Tienes entre manos un asunto complicado —convino Elias mientras sorbía el café. Yo me daba cuenta de que quería hablar más de su obra, aunque había algo en este tema que le parecía irresistible.

—Parece —expliqué— que hay alguien que no quiere que descubra la verdad que se esconde detrás de estas dos muertes. Alguien intentó acabar con mi vida hace dos noches.

Ahora había logrado captar toda la atención de Elias, sin ninguna duda. Le conté la historia de mi encuentro con el carruaje, insistiendo especialmente en las palabras de despedida del cochero.

—No puede tratarse de un asalto fortuito —observó—, ya que dices que el culpable sabía que eres judío. Los que asesinaron a Balfour y a tu padre no quieren que reveles sus crímenes.

Yo había observado aquel brillo en su mirada en otras ocasiones en las que me había ayudado. La verdad es que estaba acostumbrado a ver ese brillo cuando colaboraba conmigo en asuntos de mujeres jóvenes y atractivas. Sin embargo, esta investigación despertaba obviamente la curiosidad voraz de Elias.

—Estos malhechores se han tomado mucho trabajo en ocultar sus acciones, y ahora parece que se tomarán aún más para mantener escondidos sus secretos. Te va a ser difícil descubrirlos.

—No sólo difícil —suspiré—. Me temo que imposible. Estoy acostumbrado a seguir las pistas que la gente deja descuidadamente. Ahora me enfrento a unos hombres que han tenido cuidado en no dejar ni rastro de su presencia, hombres que, de hecho, han tomado medidas extremas para crear confusión en torno a sus actos. No sé si hay un camino por el que pueda avanzar.

—Supongo… —Elias levantó la cabeza pensativamente—. Tiene que haber un rastro, sólo que no del tipo que estás acostumbrado a buscar. Un rastro de ideas y motivos, ya que no uno de testigos. Tendrás que hacer algunas conjeturas, como comprenderás, pero eso no es problema.

—Hacer conjeturas no va a llevarme a ninguna parte —ahora me preguntaba si Elias no estaría persiguiendo alguna quimera precisamente cuando yo necesitaba su claridad—. Cuando alguien viene a verme porque requiere mi ayuda para encontrar a un acreedor, ¿acaso me pongo yo a hacer conjeturas acerca de su paradero? Por supuesto que no. Averiguo lo que puedo de su vida y costumbres y luego lo busco allí donde sé que voy a encontrarlo.

—Lo buscas donde crees que vas a encontrarlo, puesto que no sabes si estará donde te lleva tu razonamiento. Haces conjeturas todos los días, Weaver. Sólo te estoy sugiriendo que hagas conjeturas más amplias. Locke, sabes, escribió que quien no admite nada más que lo que puede ser demostrado claramente, no estará seguro de nada más que de perecer pronto. En tu caso, parece que esto será aún más cierto de lo que Locke pretendía.

—Eso no es más que un juego de palabras, Elias. Estos juegos no me ayudan.

—No es verdad. Creo que estás más acostumbrado a actuar guiándote por la especulación de lo que te parece. En este caso vas a tener que adoptar algunas premisas razonables y proceder como si fueran ciertas. Tu labor consiste en analizar lo general y sacar conclusiones particulares, porque lo general y lo particular siempre están relacionados. Piensa en lo que dice el señor Pascal acerca del cristianismo: escribe que puesto que el cristianismo recompensa la adherencia a sus principios y castiga la no adherencia, mientras que lo que no es cristianismo no ofrece ni recompensas ni castigos, cualquier hombre razonable optaría por convertirse al cristianismo, ya que al hacerlo obtiene la máxima probabilidad de beneficio y la mínima probabilidad de castigo. Pues bien, lo del cristianismo a ti no te afecta, y me parece que Pascal estaba más o menos dando por sentado que el cristianismo es la única religión a disposición de un hombre razonable. Su pensamiento es precisamente lo que te permitirá resolver este asunto, porque habrás de trabajar con probabilidades en lugar de con hechos. Si solo puedes guiarte por lo probable, más tarde o más temprano llegarás a la verdad.

—¿Estás sugiriendo que me conduzca en este asunto eligiendo al azar caminos de investigación?

—Al azar no —me corrigió—. Si no sabes nada con certeza pero puedes hacer conjeturas razonables, actuar basándote en esas conjeturas te ofrecerá la mayor probabilidad de saber quién hizo esto, con la menor probabilidad de fracaso. No hacer nada no te ofrece ninguna probabilidad de descubrirlo. Las grandes mentes matemáticas del siglo pasado. —Boyle, Wilkins, Glanvill, Gassendi— han elaborado las reglas en función de las cuales tendrás que razonar para encontrar al asesino que buscas. No vas a actuar según lo que te muestren los ojos y los oídos, sino según lo que tu mente considere probable. —Elias puso el café sobre la mesa y jugueteó con las manos.

Cuando Elias se creía brillante siempre se ponía a juguetear con las manos. Me preguntaba cómo se atrevía a sangrar a sus pacientes, ya que era tal su fe en los poderes curativos de la flebotomía que me imaginaba que sería incapaz de controlar sus propias manos sólo de pensar en las virtudes de la sangría.

Confieso que ni sospechaba la importancia de lo que Elias me estaba contando. No comprendía que me estaba ayudando a cambiar la naturaleza misma de mi razonamiento.

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