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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (26 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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Intenté sonreír cortésmente, ya que no tenía nada que ganar dejando que aquel hombre me viera enfadado, y me consolaba en cierta medida el desprecio que sus opiniones despertaban en sus compañeros.

—Siento que tengo poco que decir —comencé—, porque no puedo pretender ser un experto ni en judíos ni en asuntos monetarios. Pero puedo asegurarle que los dos términos no son sinónimos.

—Nadie debería decir que lo son —intervino Sir Robert—. Creo que sólo queremos que nos aclaren algunos puntos oscuros acerca de lo que los judíos quieren de este país. Después de todo, éste es un país protestante. Si eso no fuera importante para nosotros no habríamos importado un rey alemán; nos hubiéramos conformado con un tirano papista. Y nuestros ciudadanos de la fe romana entienden que su situación es precaria, pero a menudo me da la sensación de que ustedes los judíos no entienden eso, siempre queriendo obtener dispensas especiales de prestar juramento al asumir un cargo y demás. Es como si quisieran convertirse en ingleses. Y pese a lo que nuestros amigos del norte de Gran Bretaña piensen, ser inglés no es simplemente un asunto circunscrito a cómo uno vista o hable.

—Me temo que tengo que estar de acuerdo en esto con Sir Robert —me dijo Lord Thornbridge—, porque aunque no les echo en cara a los extranjeros sus costumbres o sus hábitos, sí que me dan que pensar sus hermanos judíos, que vienen a asentarse en esta nación, que desean permanecer separados de nosotros, y sin embargo exigen un tratamiento especial. Conozco un número considerable de hombres cuyos antepasados eran franceses u holandeses pero que, después de una o dos generaciones, se han convertido en uno más de la familia inglesa. No estoy seguro de que las cosas sean así con su gente, Weaver.

—Es cierto —apuntó Sir Robert—. Suponga que el corredor de bolsa Isaac, después de ganar una fortuna en la calle de la Bolsa gracias a la mala fortuna de un caballero cristiano honesto, decide llevarse sus cien mil libras al campo y convertirse en el hacendado Isaac. Se compra un terreno, con las rentas construye y ¡hala!, se encuentra en posición de proporcionarle sustento a un clérigo. ¿Va un judío a nombrar a un cura de la Iglesia anglicana, o debemos esperar que los buenos ciudadanos del condado de Somerset sigan las enseñanzas de un rabino? Cuando el hacendado Isaac, que debe marcar la ley en su propiedad, se haga cargo de dirimir las disputas entre sus arrendatarios, ¿se guiará por la ley de Inglaterra o por la ley de Moisés?

—Ésas son preguntas para las que no tengo respuesta —le dije, manteniendo la voz calmada—. No puedo hablar en nombre de su hacendado Isaac, porque no existe tal criatura. Y según mi experiencia, más que intentar conseguir todo lo que podamos de nuestra nación anfitriona, buscamos vivir en paz y en gratitud.

—Ahí tienen —dijo Sir Owen alegremente—. Posee usted los honorables sentimientos de un hombre honorable. Y yo puedo poner la mano en el fuego por el honor del señor Weaver.

—En efecto —dijo Sir Robert—, puede que el señor Weaver no sea el exponente perfecto de su gente. ¿Recordará, supongo, la historia de Edmund West? —el otro hombre asintió, así que Sir Robert se dirigió a mí y me explicó—: West era un comerciante de éxito que decidió especular en bolsa. Se empecinó en la idea de retirarse cubierto de oro, ya sabe, como tantos otros hombres. Su fortuna ascendió tanto que podría fácilmente haberse retirado del negocio de la bolsa, pero no quiso dejarlo hasta no tener cien mil libras en el bolsillo. Así que, con unas ochenta mil libras quizá, hizo algunas inversiones con judíos y observó con horror cómo su fortuna disminuía en un tercio. Estos judíos olieron su pánico y se aprovecharon de él. Pronto esta cantidad se vio reducida a la mitad y luego de nuevo a la mitad hasta que terminó por tener menos que nada. Y si duda usted de la veracidad de esta historia. —Sir Robert me miró fijamente—, puede ir a visitar al señor West usted mismo entre los lunáticos de Bedlam: sus pérdidas le trastornaron del todo la cabeza.

Aunque gran parte de mi trabajo requería que soportase los insultos de caballeros, encontré que mi paciencia estaba prácticamente agotada con este grupo en particular. También me enfadaba que Sir Owen permitiese que se me atacase con estas calumnias sin intentar mayor defensa que una fútil risotada. Por un momento pensé en ofrecerles mis disculpas y marcharme, para enseñarle a este bufón que un judío es tan capaz de indignarse y de responder a una ofensa como el que más. Y sin embargo, algo me retuvo, porque rara vez había tenido la oportunidad de conversar largamente y con franqueza con un hombre de la relevancia de Sir Robert, y me preguntaba qué podía aprender de aquella conversación. De modo que decidí tragarme mi orgullo por el momento y decidir cómo darle la vuelta a la conversación para que me favoreciese.

—Todos los inversores se arriesgan a perder sus fortunas en la bolsa —contesté al fin—. No puedo creer que haya que culpar a la deshonestidad de los judíos. Que un hombre venda a otro con la esperanza de sacar beneficio no convierte al vendedor en un villano —dije, repitiendo con confianza las palabras de mi tío.

—Creo que estoy de acuerdo —dijo Home—. Culpar a los judíos de la corrupción de la calle de la Bolsa es más o menos como culpar al soldado de la violencia de una batalla. Los hombres compran y venden en el mercado de valores. Algunos hacen dinero y otros lo pierden, y algunos de estos hombres son judíos, pero creo que usted sabe tan bien como yo, Sir Robert, que la mayoría no lo son.

—Muchos, sin embargo —añadió Lord Thornbridge—, son extranjeros, y ahí Sir Robert tiene razones para estar preocupado. Creo —dijo, volviéndose a su amigo— que es usted demasiado víctima de los prejuicios populares al culpar a los hijos de Abraham exclusivamente, pero ellos sin duda están ahí, igual que hombres de otras muchas naciones, y un colectivo de ingleses que no le guardan lealtad a ninguna nación, que venderían al país en acciones si pudieran.

Sir Robert asintió solemnemente.

—Habla usted ahora como un hombre con sentido común —dijo, sacudiendo las manos animadamente—, pero la verdadera villanía de todo esto es lo que le está pasando a nuestro país. Cuando los hombres empiezan a intercambiar cosas de verdadero valor por todo ese papel, se convierten en mujeres caprichosas y excitadas. Los valores masculinos y rudos de los antiguos se dejan de lado y se adopta la frivolidad. Estos bonos, loterías y dividendos están llevando a nuestro país a una deuda imposible de pagar, porque nos importa un rábano el futuro. Se lo digo yo, esta especulación judía destruirá el Reino.

—Desde mi punto de vista —intervino Lord Thornbridge—, es mucho más pernicioso el efecto que el papel moneda produce sobre los elementos inferiores. ¿Por qué tendrá un hombre que ganarse el pan de cada día trabajando si un billete de lotería le transporta a la riqueza inmediata? Al final me temo que los corredores de bolsa —se dirigió a Sir Robert—, y me refiero a los corredores de bolsa que responden a los nombres de John y de Richard tanto como a los Abraham y a los Isaac, amenazan con sustituir a la cuna y a la alcurnia por el dinero como medida de calidad.

Aquí vi mi oportunidad.

—Me pregunto, señor, si los judíos o quien sea tienen necesidad de planear la desaparición de aquellos que con tanta eficacia se destruyen a sí mismos. No deseo hablar mal de los muertos, pero sólo necesito recordarles al señor Michael Balfour, a quien le arruinó, no el trabajo de los intrigantes, sino su propia avaricia.

Sir Robert me miró fijamente. Sir Owen, Home y Lord Thornbridge intercambiaron miradas. ¿Me había pasado de la raya? ¿Había sido Balfour quizá miembro de este club? Sentí un temblor de remordimiento, como si fuera culpable de algún faux pas, pero pronto recordé las indignidades que estos hombres me habían echado encima, esperando que sonriese como un simio mientras recibía sus insultos.

Por fin, como era de esperar, fue Sir Robert quien habló.

—Está claro que a Balfour lo mataron los judíos, Weaver. Ciertamente, me asombra que usted siquiera mencione su nombre.

Abrí la boca para hablar, pero Sir Owen, que no sufría de la sorpresa y la excitación que sentía yo, habló primero.

—¿En qué sentido, señor? Todo Londres sabe que Balfour acabó con su propia vida.

—Cierto —asintió Sir Robert—. ¿Pero podemos dudar de que hubiera una influencia rabínica detrás de todo esto? Balfour tenía un vínculo con un judío, ese corredor de bolsa que murió al día siguiente.

—Creo que está usted equivocado —dijo Home—. Yo oí que el hijo de Balfour se encargó de que al judío lo atropellasen para vengar la muerte de su padre.

—Tonterías. —Sir Robert sacudió la cabeza—. El hijo de Balfour sería capaz de ayudar a los judíos a arrancarle la silla de debajo de los pies para que su padre se ahorcase mejor, pero no cabe duda de que el judío estuvo involucrado.

Miré a mi alrededor con cuidado por ver si alguien me estaba observando. Estaba razonablemente seguro de que nadie conocía la identidad de mi padre, pero también pensé que de alguna manera podían estar sometiéndome a examen. Imaginaba que era mejor no decir nada, pero luego se me ocurrió que no tenía nada que perder si suspendía el examen.

—¿Por qué no existe duda de que había judíos involucrados? —pregunté.

Aparte de Sir Robert, que me observaba con mudo asombro, los otros simplemente se mostraron avergonzados y se inspeccionaron los zapatos. Me sentía abochornado e incómodo, y su propio apuro no hacía nada por aliviarme, pero no me quedaba otra opción que insistir con mis averiguaciones. Sir Robert no esquivó mi mirada.

—Realmente, Weaver, si desea usted no sentirse insultado no debería hacer este tipo de preguntas. El asunto no le concierne.

—Pero tengo curiosidad —dije—. ¿Cómo está relacionada la muerte de Balfour con los judíos?

—Bueno —dijo Sir Robert despacio—, era amigo de ese agente judío, como le dije. Y se dice que planeaban algo.

—Yo también he oído eso —intervino Home—. Reuniones secretas y demás. Este judío y Balfour estaban sin lugar a dudas involucrados en algo para lo que resultó que no estaban preparados.

—Balfour se enredó con estos… —Sir Robert agitó una mano en el aire— estos diablos, estos corredores de bolsa, y pagó el precio. Yo sólo espero que los demás aprendan de él. Y ahora, si me disculpan.

Sir Robert se levantó abruptamente y Thornbridge, Home, Sir Owen y yo le seguimos instintivamente. El barón caminó hacia el centro de la habitación con sus amigos, dejándome de pie, solo, con todas las miradas puestas en mí, durante uno o dos minutos agudamente embarazosos. Después, con una amplia sonrisa de lado a lado de la cara, Sir Owen se me acercó paseándose.

—Debo pedirle disculpas en nombre de Bobby. Pensé que le recibiría mejor. En realidad no quiere decir nada. Es posible que estuviera un poquito achispado.

Admito que no fui tan prolijo al expresarle que no tenía importancia como hubiera sido preciso, de obedecer más a los dictados de la cortesía que a los del sentimiento. Me limité a agradecerle a Sir Owen que me hubiese invitado, y me despedí.

Me sentí lleno de alivio al salir por fin del edificio. Con el deseo de evitar el disgusto que supondría cualquier posible ataque a mi persona, le pedí al lacayo que me consiguiese un carruaje, y me fui a casa de un humor espantoso.

Trece

Al día siguiente, tras un desayuno apresurado de pan basto y queso de Cheshire, regado con una jarra de cerveza suave, me dirigí a toda prisa a casa de Elias. Aunque era ya media mañana encontré a mi amigo aún dormido. Esto era bastante habitual. Como muchos hombres que se consideran más bendecidos por los dioses del ingenio que por los del dinero, Elias a menudo se pasaba durmiendo varios días en las épocas en las que se veía obligado a evitar la consciencia de su propia hambre y de su pobreza.

Esperé mientras la casera, la señora Henry, le despertaba, y me consideré honrado de que se apresurara a vestirse con toda celeridad.

—Weaver —me dijo, bajando deprisa la escalera y metiendo todavía un brazo por la manga de la chaqueta con encajes azul oscuro, que hacía juego a la perfección con el chaleco azul y amarillo que llevaba debajo. Aunque anduviera escaso de fondos, Elias era dueño de unos trajes muy elegantes. Se esforzó en terminar de vestirse, pasándose de una mano a otra un grueso paquete de papeles atados con un lazo verde—. Qué maravilla verte. Has estado ocupado, ¿verdad?

—Este asunto de Balfour consume toda mi atención. ¿Tienes tiempo de discutirlo?

Me miró con preocupación.

—Pareces cansado —me dijo—. Me temo que no has estado durmiendo lo suficiente. ¿Quiere que le sangre un poco para refrescarle, caballero?

—Un día voy a dejar que me sangres sólo por el placer de sorprenderte —me reí—. Es decir, dejaré que me sangres sólo si creo que de paso no me matarás.

Elias puso cara de fastidio.

—Es un misterio que los judíos hayáis sobrevivido. En vuestras creencias médicas sois como los indios salvajes. ¿Cuando alguno de vuestra tribu enferma, llamáis al médico, o al chamán, vestido con una piel de oso?

La ocurrencia de Elias me hizo reír.

—Me encantaría saber en qué manera los escoceses, que andáis pintados de azul y medio desnudos por las Tierras Altas, sois más civilizados que los autores de las escrituras, pero esperaba que tuvieras tiempo de hablar conmigo del asunto Balfour. Y me gustaría mucho que conversásemos acerca de todo este corretaje de bolsa y demás, del que creo que algo sabes.

—Por supuesto. Y tengo mucho que contarte. Pero si lo que quieres es hablar de la Bolsa, no se me ocurre un sitio mejor que el Jonathan's Coffeehouse, el corazón mismo y el alma de la calle de la Bolsa. Sólo hace falta que te agencies un carruaje para que nos lleve hasta allí, y luego dejaré que me invites a comer algo. O mejor aún, ¿por qué no incluimos la expedición en la cuenta de Balfour?

No iba a cobrarle ningún gasto a Balfour. Por lo que me había contado Adelman, iba a tener suerte si recibía algo de él, pero no quería apagar el entusiasmo de Elias. Sentí en el bolsillo el tintineo de la plata, fruto de la amabilidad de Sir Owen, y me pareció muy bien invitar a mi amigo a comer en pago a sus buenos consejos.

En el carruaje de camino a la calle de la Bolsa, Elias parloteó constantemente, pero dijo relativamente poco de importancia. Me contó de viejos amigos a los que había visto, de un motín en el que casi se había visto envuelto, de una aventura escabrosa que había tenido con dos prostitutas en la trastienda de una oficina de farmacia. Pero mi pensamiento vagaba durante la alegre charla de Elias. El día estaba fresco y nublado, pero el aire estaba limpio, y yo iba mirando por la ventanilla mientras avanzábamos en dirección este por Cheapside hasta Poultry. A lo lejos vi Grocers Hall, sede del Banco de Inglaterra, y delante de nosotros la enormidad del edificio de la Bolsa de Londres. Debo decir que esta estructura gigantesca siempre me había intimidado, porque aunque mi padre no había trabajado allí dentro desde mi más temprana infancia, aún lo asociaba con un poder paterno malhumorado y misterioso. La Bolsa, según había sido construida después de que el Gran Incendio destruyera la antigua sede, es esencialmente un gran rectángulo, con el exterior rodeando un gran patio abierto. Aunque sólo tiene dos plantas, los muros alcanzan tres o cuatro veces más altura que cualquier otro edificio de dos plantas que a uno se le ocurra, y la entrada se ve disminuida por una gran torre que asciende a los cielos.

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