—Weaver —me dijo—, ya veo que has sido muy sabio al no hablar de la beldad de tu prima, porque tesoros así han de mantenerse en secreto, no vaya a ser que los roben —le hizo a Miriam una reverencia profunda.
—Pero a usted no lo ha mantenido en secreto, señor —respondió Miriam—, porque a mí me ha hablado de su gran amigo Elias, un ser digno de toda su confianza, de quien depende más que de ningún otro hombre vivo.
Elias se inclinó de nuevo, resplandeciendo de orgullo.
Miriam sonrió con placer.
—También me ha contado que su gran amigo es un libertino que contará cualquier mentira con tal de acabar con la inocencia.
—¡Dios santo, Weaver!
Ella se rió.
—A lo mejor no ha dicho tanto, pero yo saco mis propias conclusiones.
—Señora, me malinterpreta usted —comenzó Elias a la desesperada.
—Elias —le espeté—, tenemos asuntos urgentes de los que ocuparnos, y el tiempo no es nuestro aliado.
Una sonrisa burlona se extendió por el rostro de Elias.
—¿Qué ha sucedido, mi poco jovial judío?
En aquellas circunstancias me pareció mejor que Miriam abandonase la habitación; ella no sabía nada de aquellos asuntos, y yo no tenía ningún deseo de involucrarla en mis intrigas.
Una vez que Miriam se hubo marchado, le mostré a Elias la nota y la invitación.
—¿Qué sabes tú de estos bailes?
—No puedes estar hablando en serio —respondió—. Los bailes de máscaras de Heidegger son el no va más de la elegancia. Me avergonzaría de mí mismo si no asistiera a ellos con regularidad. Sólo los que estamos más a la moda conseguimos invitaciones.
Con eso extrajo de su cartera un par de entradas.
—Esta noche iré, acompañando a la señorita Lucy Daston, una ambiciosa dama con un papel pequeño aunque crucial en una comedia que muy pronto va a dar el golpe en Drury Lane.
—Por supuesto que irás —le dije con una sonrisa—, pero en lugar de con una bella actriz, creo que te lo vas a pasar mucho mejor si llevas a un acompañante de más hombría —mi sonrisa se hizo más amplia—. Y tengo precisamente el disfraz que te conviene.
Le enseñé el traje que acompañaba a la invitación.
Elias lo miró con horror.
—Dios, Weaver, te burlas de mí, seguro. ¿En serio me pides que renuncie a mi cita con Lucy para pasearme por la fiesta de Heidegger vestido de mendigo barbudo? Nunca volveré a estar tan cerca de semejante belleza; parece que cada vez que me acerco a una actriz, desaparece, y acaba convertida en una de las putas de Jonathan Wild. Y tú no pareces entender lo perjudicial que será para mi salud no acostarme con esa nena.
Le rodeé los hombros con el brazo.
—Debo decirte lo contento que estoy contigo. Vienes aquí con una entrada y confío en que también con un disfraz que prestarme. Creo que nos lo pasaremos en grande.
Elias cogió el disfraz y se quedó mirando la careta.
—Es cierto que a Lucy le falta tu ingenio —dijo apesadumbrado—, pero he de decir que eres un compañero endiabladamente severo. El resto de mis amigos no me piden que haga estas cosas.
—Razón por la cual pasas tu tiempo conmigo —sonreí.
—¿Tu tío me recompensará por mis esfuerzos si capturamos al malvado asesino?
—Estoy seguro. Si no eres ya rico por los beneficios de tu obra, tu colaboración en este asunto te convertirá en un hombre rico.
—¡Espléndido! —exclamó Elias—. Y ahora, hablemos de esta prima viuda que tienes.
Los bailes de máscaras, como el lector sabrá perfectamente, estaban en el punto álgido de su esplendor en la época en la que transcurre esta historia, pero hasta que uno no ha asistido en persona a una reunión así, no puede imaginarse su naturaleza precisa. Piénsese en un espacio grande, fastuosamente decorado, con música deliciosa, manjares exquisitos ofrecidos en abundancia, y cientos de hombres y mujeres de la más absurda indumentaria relacionándose con libertad. El anonimato hacía que las mujeres fuesen más atrevidas, y los hombres más aún, y la ocultación del rostro le dejaba a uno libre para desvelar partes del cuerpo y de la mente que habitualmente permanecían ocultas en público.
Para complementar el disfraz, nadie hablaba con su verdadera voz, sino que la disimulaban con chirriantes falsetes. Por consiguiente, para imaginarse tal reunión, piénsese sólo en Haymarket repleto de faunos y lecheras, diablos y pastoras y, por supuesto, incontables dominós con capuchón negro —el disfraz ideal para los hombres que disfrutaban de la cacería del baile, pero a quienes les faltaba la imaginación, las ganas, o el sentido del humor necesarios para vestirse de pastor de cabras, arlequín, fraile o cualquiera de los personajes de moda—, chillándose los unos a los otros. Mientras la orquesta de cuerda tocaba encantadoras melodías italianas, estas idénticas figuras negras —cubiertas por ropajes informes, con las caras cubiertas por máscaras que ocultaban la faz por encima de la nariz— se movían por la habitación como lobos en torno a una gacela herida.
Yo también me paseaba con un disfraz así. En un principio se me ocurrió tomar prestado el disfraz de Elias: con un apropiado sentido de su propia identidad, mi amigo tenía previsto asistir con un disfraz de Júpiter, y nos fuimos hasta su casa, donde descubrí que las ropas del Olimpo me venían un poco estrechas, de modo que nos procuramos un dominó.
Elias me llevó a un sastre con quien tenía amistad —es decir, que en aquel momento no le debía dinero— y cuya tienda era bien conocida de los asistentes a bailes de máscaras. Ya al entrar vimos a un par de caballeros comprando dominós. Y mientras procedimos a adquirir el mío, hice un esfuerzo por contarle a Elias todo lo que había descubierto recientemente, y lo que era más preocupante, que el viejo Balfour hubiese poseído acciones de la Mares del Sur por valor de veinte mil libras.
—No me extraña que se arruinase —me dijo, mientras yo me metía un dominó negro por la cabeza y me ajustaba el capuchón—. Perder tanto. Es inconcebible.
Me puse la máscara sobre la cara y me miré al espejo. Parecía un gran fantasma negro.
—Pero según mi hombre en la Casa de los Mares del Sur, Balfour vendió las acciones mucho antes de su muerte.
Elias se afanaba con mis mangas con característica meticulosidad.
—¿Tu amigo no pudo decirte a quién se las vendió?
—No se las vendió a nadie —le dije, quitándome el dominó—. Las revendió a la Compañía.
Salí del probador para comprar el disfraz. Elias se había puesto colorado, como si no pudiese respirar. Yo sabía que quería decirme algo en privado, pero tenía que esperar a que yo abonase el disfraz y el sastre me lo envolviera. Después de que hubieron pasado esos atroces minutos, salimos a la calle, y Elias resopló largamente, agradecido por la privacidad que nos proporcionaban el ruido y las distracciones.
—¿No tienes ni idea de cómo suena eso, Weaver? No se puede sencillamente revender a la Compañía. Las acciones no son baratijas que puedas devolver a la tienda por las buenas.
—Si Cowper pretendía venderme información falsa, ¿no me hubiera vendido información falsa creíble?
—Pero tú te la creíste —observó, abriéndose paso entre un grupo de ancianas damas que avanzaban muy despacio—. Pero te entiendo. A lo mejor lo que quería era hacerte sospechar.
—Voy a volverme loco —anuncié— si tengo que sospechar siempre que la gente me miente para que me dé cuenta de que me están mintiendo. ¿Qué ha pasado con la práctica de contar mentiras que uno espera que los demás se crean?
—El problema que tú tienes —anunció Elias— es que estás demasiado imbuido de los valores del pasado.
Después de cenar y de tomarnos una botella de vino, llegamos al baile y me pasé gran parte de la velada paseando de acá para allá, hablando de vez en cuando con Elias, pero en general manteniendo las distancias, para que no resultara obvio que el mendigo judío venía conmigo, o incluso que había venido con ayuda por si acaso la necesitara. A pesar de todo me sobresalté cuando, estando lo bastante cerca de Elias como para escuchar la conversación, pero cogiendo para disimular una copa de la bandeja de un mozo, vi como una mujer de asombroso talle, vestida de diosa romana, se acercaba a Elias y, desde detrás de una máscara que le cubría el rostro por completo, le decía en falsete: «¿Me conoces?».
Cuando Elias respondió lo mismo con idéntico tono, la diosa dijo: «Por supuesto que sí, primo. Tengo que decirle que su disfraz es la comidilla del baile».
Incapaz de reprimirme, me acerqué y la agarré por el brazo.
—Por el amor de Dios, Miriam —le susurré con mi propia voz—, ¿qué está haciendo aquí?
Le tomó apenas un momento reponerse de la confusión.
—Me sorprende usted —dijo, buscando con la mirada una grieta en mi capuchón para poder verme la cara—. ¿Por qué renunció a un disfraz tan original?
Pasé por alto la pregunta.
—¿Sabe mi tío que asiste usted a estos acontecimientos? —le pregunté con voz tranquila.
Ella se rió como para quitarle importancia, aunque pude ver que la había insultado.
—Bueno, esta noche trabajaba en el almacén hasta tarde, ya sabe. Y la señora Lienzo siempre está dormida mucho antes de que yo abandone la casa.
—¿Ha probado la comida? —le pregunté.
Sus ojos brillaron por debajo de la máscara.
—Es usted de lo más ridículo, Benjamin. ¿Qué más le da si guardo las leyes de alimentación? Para usted no significan nada.
—Tiene que irse a casa —le dije—. Este baile no es lugar para una dama.
—¿Que no es lugar para una dama? Todas y cada una de las damas de sociedad están hoy aquí presentes.
Elias se inclinó hacia delante, colocando su enorme barba falsa anaranjada entre nosotros.
—Ahí te ha pillado, Weaver.
La banda de cuerda comenzó a tocar una melodía animada, y, sorprendiéndome a mí mismo tanto como a Miriam, le puse una mano en el codo a mi prima y, sin siquiera pedirle permiso, la llevé hacia la pista de baile. Digo que me sorprendí porque yo no era buen bailarín: de hecho, incluso al acercarme a las docenas de parejas que ya giraban por la pista con perfecta gracia, mi garganta se iba agarrotando de aprensión. Esto de bailar era cosa propia de gente fina, no de un hombre de acción como yo. Esperaba demostrarle a Miriam que no carecía de todas las virtudes corteses, pero temía demostrarle justamente lo contrario.
Me consolé pensando que sí tenía cierta experiencia sobre mis espaldas. Cuando peleaba bajo la protección del señor Yardley, él insistía en que sus boxeadores tomaran lecciones de baile, porque creía que bailando uno aprendía un tipo de agilidad que invariablemente resultaba útil incluso para el más fuerte del ring. «El mozo de pueblo más fuerte que se pueda encontrar —solía decir—, incluso si es capaz de partir a alguien en dos, nunca será capaz de tocarte si te limitas a girar a su alrededor».
No podía estar seguro de la respuesta de Miriam a mi decisión bastante abrupta de hacer de pareja de baile conmigo, porque la máscara le cubría casi todo el rostro, pero sus labios se abrieron con asombro, y sin hablar comenzamos a movernos por la pista. Yo me sentía un poco pesado y torpe, y me daba cuenta de que Miriam procuraba no tropezarse con mis desgraciados giros, pero aún así, me iba siguiendo y, en la medida en que soy capaz de juzgar, creo que se divirtió bastante.
—¿Sabe? —dijo al fin, con una amplia sonrisa bajo la máscara—, ya tengo todos los bailes de esta noche comprometidos con alguien. Ha cometido una gran afrenta social.
—Ya veremos si me desafía —gruñí, intentando mantener el equilibrio—. ¿Y quién es ese compañero de baile suyo? —le pregunté después de un momento, aunque lo sabía perfectamente.
—¿Es eso de su incumbencia, primo?
—Creo que sí.
—Yo pensaba que quería bailar conmigo para que lo pasásemos bien. ¿Está pensando en arruinarme la velada jugando a ser mi padre?
—No querría nunca arruinar una velada divertida —le dije, a punto de chocar con una rechoncha mujer de Arabia—, ¿pero no es mi responsabilidad como hombre y como pariente cuidar de su bienestar?
—Nunca me he encontrado mejor —me aseguró—. Es muy rara la ocasión en que puedo utilizar mis habilidades como bailarina. ¿Y qué puede resultar más encantador que la variedad de un baile de máscaras?
Yo seguí insistiendo, a sabiendas de que iba a estropear este baile al hacerlo.
—¿No está arriesgando su honor, además del de su familia, viniendo aquí sin conocimiento de mi tío, y relacionándose con hombres a quienes él no conoce?
La mandíbula de Miriam se tensó. Ella había querido tontear, jugar a ser una mujer libre y despreocupada por la opinión que el mundo tuviese de ella, y yo estaba decidido a quebrar esta ilusión. La había enfadado, pero realmente temía por su reputación. Por lo que me había contado Elias del sinvergüenza de Deloney, con quien ella tenía relación, ni siquiera podía asegurar que su honor permaneciese incólume. Sospechaba que Deloney estaba en algún lugar del baile, y deseaba con todas mis fuerzas que se enfrentase conmigo por bailar con su pareja. De este modo podría demostrarle a Miriam que un hombre como yo podía protegerla con honor, y que la palabrería de los jovenzuelos no era más que una burbuja.
Por fin habló.
—¿Va a echarme usted sermones sobre la obediencia? Usted abandonó a su familia, casi para siempre, cuando era más joven que yo. Usted se creía capaz de elegir su propio camino en la vida. ¿Va a negarme a mí esa misma elección?
Me dejó tan perplejo que lo único que pude hacer fue seguir bailando.
—No sea absurda. Usted es una dama, y no puede pretender que los caminos que se abren ante un hombre se abran ante usted. Un hombre puede hacer muchas cosas, correr muchos riesgos, que una dama no puede ni plantearse. Es de lo más extraño que se le ocurra siquiera tomarse las mismas libertades que me tomé yo.
—¿Así que como a mí se me niegan más libertades, debo pretender tomarme aún menos por mí misma? —Miriam se apartó de mí con un leve empujón y abandonó la pista de baile en mitad del minué.
Su furia despertó interés en el resto de la concurrencia, y mientras yo me apresuraba tras ella, hice todo lo posible por ocultar nuestra partida a los demás. Ignorando el nudo de tensión que se me había creado en el estómago, la alcancé mientras se alejaba a toda prisa, con sus ropas de diosa romana susurrando al caminar, y la dirigí a través de un laberinto de hombres vestidos todos con idénticos dominós. Emergimos cerca de una de las grandes fuentes de ponche, y para ese momento algún otro invitado se había comportado sin duda tan mal o tan cómicamente que había creado una nueva distracción, liberándonos de la ignominia del espectáculo público.