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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (51 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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El chico se fue corriendo, proporcionándome algo de tiempo para pensar en lo que había dicho. Adelman deseaba saber si yo iba por el Jonathan's. No podía suponer que hubiera nada siniestro en ello. Una cosa que había llegado a creer era que Adelman decía la verdad cuando afirmaba que incluso hombres que no tenían nada que ocultar deseaban impedir mi investigación. No sabía si las sospechas de Bloathwait, como las de mi padre, en torno a acciones falsas de la Mares del Sur eran ciertas o no, pero sí sabía que incluso el rumor podía ser horriblemente dañino para la Compañía, tanto que a Virgil Cowper le había dado miedo sólo oír hablar de semejante cosa.

En un cuarto de hora, según lo acordado, el mozo reapareció, dándole con fuerza a la campana.

—El señor Martin Rochester —gritó—. Un mensaje para el señor Martin Rochester.

Me pareció una especie de golpe de genio por mi parte. No albergaba ninguna esperanza de que Rochester estuviera allí, ni de que se diese a conocer tan fácilmente; había llegado a demasiados extremos para mantenerse oculto como para hacerlo, pero pensé que esta demostración podía hacer que algún cabo se soltase. Y tenía razón.

No puedo decir que todas las conversaciones cesasen. De hecho, muchas conversaciones continuaron, ignorando los gritos del chico. Pero algunas cesaron. Observé cómo hombres sumergidos en sus conversaciones se callaban en mitad de una frase y levantaban la vista, con las bocas aún abiertas como ganado perplejo. Vi a hombres que susurraban, a hombres que se rascaban la cabeza, a hombres que miraban alrededor del café por si alguien respondía al aviso. El mozo se paseó por el café y no habría podido recibir más atención de haber sido la mejor actriz de la escena, llegada para pasearse desnuda en un club de caballeros.

El chico dio la vuelta entera, luego se encogió de hombros y volvió a sus quehaceres. Lentamente, los corredores a quienes mi experimento había sobresaltado regresaron a sus ocupaciones, pero a los pocos minutos vi a un hombre ponerse en pie y acercarse al mozo.

Era el amante de Miriam, Philip Deloney.

Le vi intercambiar unas palabras con el mozo y luego marcharse. Me levanté y fui a hablar con el chico, que se afanaba en recoger platos sucios de las mesas.

—¿Te dijo ese hombre lo que quería?

—Quería saber quién había enviado ese mensaje, señor Weaver.

—¿Y qué le dijiste?

—Le dije que había sido usted, señor.

Me reí suavemente. ¿Por qué no decírselo?

—¿Y qué te dijo él?

—Me pidió que se lo enseñase, pero le dije que ya lo había roto en pedazos, como usted me dijo.

No podía ponerle pegas a la honestidad del muchacho. Le di las gracias y salí del Jonathan's.

Me golpeó un fuerte viento al abrir la puerta y echar a andar hacia la calle. ¿Qué interés podía tener Deloney en Martin Rochester? ¿Sería simplemente una coincidencia que tuviera intimidad con Miriam y que también estuviera relacionado con el hombre que yo creía responsable de la muerte de mi padre? No podía responder a esa pregunta con certeza. Pero sabía que no podía ya considerar mi interés por mi prima Miriam como una distracción de mi trabajo. No podía seguir albergando ninguna duda de que su amante, de algún modo, estaba vinculado a la muerte de mi padre.

Paseé hasta acercarme a Grub Street, donde la librera, la señora de Nahum Bryce, me había dicho que podía encontrar la tienda de Christopher Hodge, que había publicado panfletos de mi padre. En Grub Street entré en una taberna a pedir la dirección del establecimiento de Hodge, pero el tabernero se limitó a sacudir la cabeza.

—La tienda ya no existe —me dijo—. Y Hodge se fue con ella. Un terrible incendio lo mató a él y quemó de mala manera a un par de aprendices. Podía haber sido mucho peor, supongo, pero al menos ocurrió cuando les había dado a casi todos la tarde libre.

—Un incendio —repetí—. ¿Cuándo?

El tabernero levantó la mirada, intentando recordar.

—Me parece que hará unos tres meses, o cuatro ahora —especuló.

Le di las gracias y me fui a Moor Lane, donde de nuevo me encontré con la viuda del señor Bryce. Emergió de la trastienda, con un temblor en la comisura de los labios que indicaba que le hacía cierta gracia volver a verme. Solicité una reunión privada, y me llevó a través de la trastienda a una especie de recibidor, donde me senté en un sofá algo viejo y raído. Ella tomó un sillón enfrente de mí y le ordenó a uno de los aprendices que nos sirviera té.

—¿En qué puedo ayudarle, caballero? —me preguntó la señora Bryce.

—Deseo hacerle unas preguntas acerca de una información que usted me dio que me ha resultado de lo más extraña. Verá, me parece muy raro que usted me aconsejara que fuera en busca de un tal señor Christopher Hodge de Grub Street cuando la tienda del señor Hodge, junto con el propio señor Hodge, parece haberse quemado hace unos meses.

La boca de la señora Bryce se abrió y se cerró varias veces, mientras intentaba ordenar sus pensamientos.

—Me asombra usted —comenzó al fin—. Y me duele, señor, que usted crea que yo le he engañado de alguna manera. Si yo fuera un hombre, podría desafiarle por cometer un error semejante; como soy una mujer, debo entender que usted no me conoce, y cualquier insulto que usted profiera contra mí es un insulto dirigido a la persona que usted cree que yo soy, una persona que no existe.

—Estoy dispuesto a ofrecerle mis disculpas si la he juzgado mal de alguna manera.

—Nunca busco disculpas, se lo aseguro. Sólo que no esté usted convencido de una falsedad. Según yo lo recuerdo, señor, cuando usted me preguntó por el editor de los panfletos del señor Lienzo, yo le mencioné a Christopher Hodge, ya que efectivamente fue él quien había enviado a la imprenta algunos escritos del señor Lienzo. Sé muchas cosas acerca de las actividades del señor Hodge, porque era un gran amigo de mi marido y mío. De hecho, tras la muerte del señor Bryce, el señor Hodge me proporcionó una gran ayuda en el manejo de este negocio. No desconocía su muerte, porque me afectó muy profundamente. Pero en cuanto a que yo no le informase del fallecimiento de Kit Hodge, sólo tengo que recordarle que usted interrumpió mi narración para preguntarme por el señor Deloney, y luego se fue usted a toda prisa. Si omití algunos detalles que a usted le hicieran falta, debe considerar que el error recae en usted, señor, por haberse marchado tan apresuradamente.

Me puse en pie y le hice una reverencia.

—Es usted justa en sus críticas, señora Bryce. Me he apresurado.

—No importa. Como le digo, sólo deseaba que le quedasen las cosas claras. Aunque —dijo, y supe por la sonrisa que intentaba esconder, que quizá estuviese a punto de decir algo que le parecía divertido— que crea que yo intentaba engañarle a usted me parece de lo más interesante. Porque resulta que el señor Deloney volvió a mi tienda justamente ayer, y le pregunté si usted se había puesto en contacto con él. Cuando le dije su nombre, me aseguró que nunca había ido con usted a la universidad, y luego le insultó con unas palabras que nunca repetiré. De modo que, como ve, señor, desde mi punto de vista, parece claro que era usted quien intentaba engañarme a mí.

No me quedó más remedio que reírme, y con ganas. Volví a ponerme en pie y me incliné ante la señora Bryce.

—Me ha corregido usted, señora, y le doy las gracias.

Ella se limitó a devolverme su encantadora sonrisa de viuda.

—Debo decir que su respuesta me asombra. Y me encantaría que me contara por qué se sintió usted obligado a engañarme acerca de su relación con el señor Deloney.

—Señora Bryce —comencé—, seré franco con usted, pero espero que me disculpe si también me muestro circunspecto. Me han contratado para descubrir si hubo algo que no fuera accidental en la muerte de Samuel Lienzo, y he llegado a la sospecha de que ciertamente puede haber algo, y de que su muerte puede estar relacionada con una información que había adquirido, una información que deseaba publicar en forma de panfleto. Yo tenía en mi poder, y he perdido, un ejemplar manuscrito del panfleto, y deseaba saber si el señor Lienzo había intentado publicar una copia de él antes de su muerte. Si resulté falso, o si sospechaba que usted lo estuviera siendo, fue sólo porque esta investigación me ha impuesto la necesidad de ser tanto discreto como suspicaz.

La señora Bryce sofocó un grito.

—¿Está usted queriendo decir —comenzó— que cree que el señor Deloney tiene algo que ver con todo esto?

No tenía ninguna gana de hablar de mis sospechas, así que sólo le dije a la librera que mis sospechas con respecto a Deloney habían resultado equivocadas.

—Ese incendio que acabó con la tienda del señor Hodge… —insistí—. Ya que usted le conocía, no puedo evitar preguntarme si le pareció en alguna manera sospechoso el fuego.

La señora Bryce sacudió la cabeza.

—No me lo pareció. Con lo mucho que me dolió su muerte, no podemos estar buscando intención detrás de todos los desastres. No pensé nada más que en lo triste que era. ¿Está usted intentando sugerir, señor, que cree que su tienda fue incendiada y que él fue asesinado para evitar la publicación del panfleto del señor Lienzo? ¡Pero bueno, la sola idea es descabellada!

—Yo hubiera pensado prácticamente lo mismo —le dije— hasta hace muy poco. No digo que crea que las alegaciones sean ciertas, señora, pero me parecen al menos posibles.

—Supongo que el primer paso sería determinar si tenía el panfleto en su poder en el momento del incendio de la tienda. Da la casualidad de que fui yo quien se encargó de sus asuntos después de su muerte. Así lo estipulaba su testamento. La mayoría de sus cosas resultaron destruidas, pero algunos de sus inventarios se salvaron. Si quiere, podemos analizarlos.

Le di las gracias a la señora Bryce y juntos fuimos a su estudio, donde me mostró media docena de libros mayores que olían a quemado y a moho. Hodge los había escrito en una caligrafía densa pero legible, y por segunda vez en un periodo de tiempo muy breve me inquietó estudiar lo escrito por un hombre cuya vida, con toda probabilidad, le había sido arrebatada. Juntos estuvimos examinando los libros durante dos horas, bebiendo té mientras la señora Bryce me explicaba las anotaciones y me hablaba de algunas obras en particular, si estaban bien o mal escritas, si a su marido le habían gustado o no. Por fin, después de vernos obligados a encender varias velas para mitigar la creciente oscuridad, la señora Bryce encontró una línea en uno de los libros: «Lienzo: conspiración/papel».

Me la quedé mirando.

—Parece una prueba convincente —dije con voz queda.

La señora Bryce se tomó su tiempo para responder.

—No prueba que nadie matara al señor Hodge —dijo por fin—, pero de todas formas, le agradecería que no siguiese frecuentando mi establecimiento.

Veintiséis

Cuando regresé a casa de mi tío descubrí que el viejo Isaac, el criado, me esperaba con un gran paquete que acababan de entregar a mi nombre.

—¿De quién es? —le pregunté a Isaac.

Sacudió la cabeza.

—El mozo que lo trajo no quiso decirlo, señor. Me lo dio, alargó la mano para que le diera una moneda, y se fue sin responder a ninguna pregunta.

Vacilé un momento, porque había algo en los mensajes secretos que me resultaba inquietante, y no me gustaba la idea de que los participantes en este juego fueran a buscarme a casa de mi tío.

Mientras inspeccionaba la caja, Miriam entró en la habitación y me saludó despreocupadamente. La expresión de mi rostro, sin embargo, le dio que pensar.

—¿Le preocupa algo?

Me sentía incómodo bajo el calor de su mirada fija en mi ojo amoratado, pero al menos parecía haber olvidado su frialdad anterior, y quizá eso fuera suficiente para mí.

Le enseñé el paquete. Ella se limitó a encogerse de hombros.

—Ábralo —dijo.

Tomé aire y empecé a deshacer el embalaje. Miriam me observó con curiosidad mientras lo hacía y encontraba dentro el más peculiar contenido. Era un disfraz y una entrada a un baile de máscaras que se celebraría esa noche en Haymarket. La nota que acompañaba a la invitación decía:

Caballero
:

Le animo a que asista al baile del señor Heidegger esta noche, donde muchas de las preguntas que usted se hace obtendrán respuesta. En un lugar donde todos están disfrazados, uno puede sentirse con libertad de hablar abiertamente. Aguardo el momento de reunirme con usted en el lugar donde espero demostrarle que soy
,

Un amigo

Miriam intentó leer la nota, pero la doblé rápidamente y la escondí de su vista.

—Qué intrigante —comentó—. Como en una novela de amor.

—Sí, se parece demasiado —observé mientras sacaba el disfraz.

Quizá mi contacto secreto albergara la esperanza de alejar de mí toda sospecha haciéndome aparecer bajo la luz más obvia, porque el disfraz que me proporcionaba era el de un mendigo tudesco. Las ropas consistían en un traje raído y las acompañaba un sombrero flojo y una colección de baratijas variadas pegadas a una bandeja. La máscara cubría sólo la parte superior de mi cara, con agujeros para los ojos por encima de dos ojos diminutos pintados, con aspecto maligno, colocados sobre una nariz falsa enorme y grotesca. Por debajo y por encima de la máscara había grandes cantidades de pelo rojo para cubrir desordenadamente mi propio cabello y disimular la parte baja de mi rostro con una impenetrable maraña de barba falsa.

—Hay alguien —observé— que tiene un grotesco sentido del humor.

—¿Le ayuda eso a determinar quién le ha enviado el disfraz?

—La verdad es que no —reflexioné—, a no ser que haya sido mi amigo Elias.

—¿Va a ir? —me preguntó Miriam. Sonaba excitada, como si la idea de esta intriga le pareciera emocionante, e igual que un romance, sin verdadero riesgo de peligro.

—Oh, supongo que sí —le dije.

Pero no deseaba ir siguiendo las indicaciones de mi anónimo patrón. Así que hice llamar a Elias, que fue tan amable de retirarse de un ensayo de su obra para visitarme en Broad Court.

Miriam y yo estábamos sentados en la sala, aunque ella apenas me hablaba. Yo permanecía en estado contemplativo mientras ella leía un libro de versos. Varias veces creí que había estado a punto de hablarme, pero se reprimió. Deseaba que me contara lo que le preocupaba, pero mis propios pensamientos estaban tan ocupados en el asunto que me traía entre manos que apenas se me ocurría cómo formular mi pregunta. Así que no dije nada hasta que Isaac trajo a Elias a la habitación. Pude ver por la expresión de su rostro que estaba dispuesto a hacer alguna gracia referida a mi gente, pero se lo pensó mejor al ver a Miriam, cuya belleza le cortó el aliento.

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