Ella se enderezó y volvió la cabeza para mirarlo.
—¿De qué asunto me ha hablado?
—Del puesto de relaciones públicas que me ha dado.
Jim se sentía un poco torpe; ridículo, allí de pie, hablando de cosas intrascendentes. Ella no podía marcharse. De forma tan repentina, tan indiferente, no.
La comisura de la boca de ella se torció bruscamente —de irritación, pensó Kirk— al oír la respuesta de él.
—Sí, Nogura me lo ha contado. Parece que últimamente no tenemos mucha comunicación directa. —Ella se volvió hacia las maletas y no lo miró—. Estaré fuera durante dos meses, quizá tres.
«Algunos meses.» Entonces, no se marchaba realmente.
—No sé si volveré aquí.
El rostro de él se endureció. Había sido paciente con ella… y ella lo había interpretado como un distanciamiento insensible. Tal vez Lori tenía razón; quizá se había perdido a sí mismo, había estado obsesionado con las modificaciones de la
Enterprise
, y luego con su lanzamiento. Pero amaba a Lori, y no iba a dejarla marchar fácilmente.
—Si te he fallado —dijo con serenidad—, si he hecho algo que te haga sentir desdichada, quiero saberlo. Te amo, Lori. No quiero perderte.
Ella se volvió para encararse con él; Kirk vio un relámpago de dolor atravesarle el semblante.
—No somos felices juntos, Jim. Ninguno de los dos lo somos. Tal vez yo no sea más que la primera en darse cuenta.
—Yo soy feliz. —Pero las palabras sonaron falsas.
Ella negó con la cabeza. Él atravesó la habitación e hizo gesto de abrazarla, pero ella continuó negando con la cabeza y le cogió las manos en las suyas propias.
—No, no lo eres. Y yo no lo soy. Jim, hemos tenido una relación maravillosa, pero nunca debimos casarnos.
—No lo comprendo —intentó decir él, pero ella le puso un dedo sobre los labios.
—Ninguno de nosotros dos está donde debería. Yo quiero ese puesto diplomático, y, demonios, voy a buscar la manera de conseguirlo. Que se vaya al infierno Nogura. Y tú… —La voz comenzó a temblarle y ella respiró profundamente para conseguir que recobrara la firmeza.
—Nogura me ha prometido que ese trabajo de relaciones públicas será temporal —le dijo Jim—. Y que luego podré volver a lo que quiero hacer… modernizar naves.
Ella le dedicó una sonrisilla irónica.
—Has pasado demasiado tiempo mintiéndote a ti mismo. No es eso lo que quieres hacer, amor. Tú quieres una nave estelar…
—Ya tuve una. Y ahora es de Will Decker. —… para comandarla.
Él profirió un sonido de incredulidad que no llegaba a ser una carcajada.
—Lori, los dos sabemos que eso es imposible.
—El hombre del que yo me enamoré no pensaba eso. —Ella se apartó de Kirk—. Nunca debí apartarte de la
Enterprise
, Jim, nunca debí pasar por alto la recomendación de McCoy y crear ese puesto de diplomático oficioso.
—Tú no tuviste nada que ver con eso —replicó bruscamente Kirk—. El puesto de diplomático oficioso, al menos me proporcionó un trabajo emocionante y que valía la pena realizar. Nogura no me dejó elección, ¿recuerdas, Jim? Acepte el ascenso al Almirantazgo o dimita. Eso lo dejó muy claro.
Ella volvió bruscamente la cabeza y estudió el rostro de Kirk.
—¿Has pensado alguna vez, sólo una, en lo que habría sucedido si hubieras obligado a Nogura a continuar adelante con ese farol?
—Que ahora sería un piloto comercial —replicó Jim—. Entonces sí que estaría en el lugar equivocado.
—¿Pero llegaste a hacerlo alguna vez, Jim? ¿Obligaste alguna vez a Nogura a continuar adelante con ese farol?
Jim no respondió. En un sentido, aquella pregunta lo enojaba. Kirk no creía en aquello de lamentar las decisiones pasadas, de llorar por las ocasiones perdidas, ni de preocuparse por lo que habría podido ser. Sin embargo, había habido una o dos noches en las que se despertó junto a Lori y se preguntó…
La voz de Lori se transformó en un susurro.
—Yo lo he hecho. Hoy, por primera vez. ¿Y sabes qué sucedió? El viejo se echó atrás. —Luego habló en voz más alta—. Ha estado utilizándonos desde el principio, Jim. Utilizándote a ti. ¿Es que no te das cuenta?
Durante un rato, ambos permanecieron en silencio. Lori metió la última prenda en una de las maletas, cerró ambas y activó los dispositivos antigravedad.
—No puedo cambiar el pasado —dijo finalmente Jim—. No estoy seguro de que quisiera hacerlo en caso de que pudiera. Me preocupa más el presente… y el futuro. Nuestro futuro. Lori, ¿hay algo que yo pueda hacer o decir para convencerte de que te quedes?
Lori negó con la cabeza y Jim pudo ver, por la expresión del rostro de ella, que ya la había perdido.
—No, amor. Tengo que pensar en todo esto durante algún tiempo. Si me quedara, simplemente nos haría desdichados a los dos. —Ella volvió a erguir los hombros, en aquel gesto que a Jim se le había hecho tan familiar—. Me marcho a la plataforma del transportador del Almirantazgo. La
Kongo
abandona la órbita dentro de dos horas, así que será mejor que me transporte a bordo y me instale. Le he dado al ordenador mi itinerario y las instrucciones referentes a mi correspondencia y llamadas.
Tal vez regrese. Pronto hablaremos.
Ella le acarició una mejilla a Jim, y él la atrajo hacia sí.
Se abrazaron, más con el triste y cálido abrazo de los viejos amigos que de los amantes, y Lori le habló en voz baja al oído. —Sólo prométeme una cosa. Él intentó sonreír entre los cabellos de ella.
—¿Qué?
Ella se apartó y levantó los ojos hacia él. Cuando se habían conocido, la mirada de ella poseía una pasión eléctrica que se había amortecido durante los pasados ocho meses; en aquel momento, Kirk vio una chispa de esa pasión.
—Vuelve a conseguir una nave. Es lo que más quieres, Jim. Más que nada en el mundo. Más que a mí.
Él no se permitió reaccionar. Ella estaba dolorida, se dijo, y había proyectado ese dolor en él. Ella no podía superar el perder la oportunidad de conseguir un puesto de embajadora, así que había decidido que él no podía superar el perder una nave. No tenía ningún sentido ponerse a discutir con ella en aquel momento.
Jim la soltó. Ella recogió las maletas y salió apresuradamente, así que él no pudo verle la cara. No la siguió, sino que permaneció de pie en la puerta del dormitorio y escuchó el ruido de la puerta del apartamento al cerrarse tras ella.
Un poco después de las nueve de la noche, G’dath regresó a su apartamento, cargado de paquetes.
Saltarín
salió de debajo del sillón de la sala. Bailoteando en torno a G’dath, dejó claro el profundo interés que sentía por las bolsas y cajas que el klingon acababa de traer a casa.
—Te daré tus cosas dentro de un momento,
Saltarín
—le dijo G’dath. Dejó los paquetes—. Pero antes tengo que ver cómo va la prueba de mi unidad de circuitos integrados.
El gatito hizo caso omiso de G’dath y continuó olfateando y echándole la zarpa a los paquetes.
—Más tarde, pequeño —insistió pacientemente el klingon.
El gatito comenzó a preocuparse por la faja que rodeaba el paquete más grande de todos.
G’dath suspiró.
—Espero que aprecies esto,
Saltarín
—le dijo, y el gatito le maulló a modo de respuesta.
—Muy bien, pues —prosiguió el klingon—, consideraremos esta interrupción como una prueba para mi autocontrol. —Recogió el paquete grande, en el que
Saltarín
había estado más interesado.
Saltarín
no le puso ni la más mínima atención. Comenzó a tocar otro de los paquetes con sus diminutas patas.
—Un momento, gatito —le dijo G’dath—. Le echaremos una mirada al contenido de todos los paquetes.
G’dath se puso a desempaquetar los juguetes del gato. Esperaba que éstos hicieran que el animal se sintiera más en casa. Le había comprado roedores de látex, pelotas con cascabeles, y otras cosas por el estilo, todas de acuerdo con las tentadoras sugerencias del vendedor de la tienda de animales.
Según se vio más tarde, lo que G’dath había comprado no tenía ninguna importancia. Cuando el klingon regresó de guardar las latas de comida de gato en el armario de la cocina, se encontró a
Saltarín
que hacía caso omiso de todos aquellos objetos y jugaba alegremente con los envoltorios.
Con el gato alimentado y entretenido, G’dath se sintió en libertad de continuar con sus propios planes. Entró en el dormitorio y se encontró con que, como había esperado, la prueba de la unidad de circuitos integrados estaba todavía en proceso. Suspiró con alivio al ver que, hasta el momento, no aparecía ningún error en la pantalla del ordenador.
G’dath se sentó ante el ordenador y observó cómo las cifras pasaban a toda velocidad por la pantalla, con demasiada rapidez para que él pudiese seguirlas. Si había algún error en el circuito integrado, y si el fallo estaba en su propio diseño y no en la fabricación… bueno, podrían pasar varios meses más antes de que el klingon tuviera posibilidad de acometer un segundo intento… de hecho, puede que no dispusiera de otra oportunidad antes de tener que regresar al imperio.
Pasó una hora y diez minutos. Lentamente.
—Prueba completa —anunció por fin el ordenador—. Resultados dentro de los límites del diseño. ¿Siguiente?
—Finalice.
—Gracias —le dijo la computadora.
—Gracias a usted —Le contestó el klingon, y su cortesía para con la máquina era sincera.
G’dath se puso en pie y se acercó a la ventana. —Apagado —ordenó, y las luces del dormitorio se amortecieron hasta apagarse.
Ya había pasado una hora de la puesta del sol. Desde allí arriba, a casi doscientos cincuenta metros de alto, G’dath podía ver muchos, muchos miles de luces encendidas en toda la ciudad. Sabía que cada una de aquellas luces representaba a varias vidas, y todas ellas eran vidas a las que G’dath afectaría con total seguridad si daba resultado el experimento de aquella noche.
Miró hacia lo alto, adaptando sus ojos. También allí había muchas, muchas luces que compartían el cielo de la ciudad con la Luna de la Tierra. Esas luces eran estrellas, y muchas de ellas representaban millares de millones de vidas. G’dath sabía que también afectaría a aquellas otras vidas… si daba resultado el experimento de aquella noche.
Las afectaría a todas ellas de manera irrevocable, ¿pero sería para bien? El klingon esperaba fervientemente que así fuera. La galaxia conocida ya tenía bastantes problemas tal y como estaba, y él no deseaba aumentar esos problemas.
G’dath se encaminó hacia la cocina y regresó a la sala con varias piezas de fruta y un puñado de semillas de girasol. Con la cabeza inclinada, se acercó al
vav gho
y depositó la comida en el receptáculo poco profundo destinado para ella en el altar.
—Por el éxito, si así lo queréis —les dijo a sus ancestros. Retrocedió reverentemente mientras murmuraba una plegaria. Se trataba de una que había rezado diariamente cuando era niño, y que en ese momento lo reconfortaba.
Había llegado el momento de montar la unidad de circuitos integrados en el prototipo. Aquella tarea, casi trivial, era la última pieza del rompecabezas, el último toque. Serían los últimos momentos de más de cinco años de trabajo.
G’dath sacó el prototipo de la caja acolchada en la que lo había guardado. El prototipo era un globo de aluminio transparente de medio metro de diámetro, y lleno de componentes electrónicos. El aluminio transparente había sido una elección afortunada. El globo era muy fuerte, y sin embargo el aluminio era lo bastante maleable como para darle forma y trabajarlo utilizando sólo herramientas caseras. Ese sistema de «hágalo usted mismo» le había ahorrado a G’dath el coste considerable de encargar la fabricación a terceros.
La transparencia del globo le permitía a G’dath ver las entrañas electrónicas. Puede que no fuese completamente necesario para el klingon ver la parte de dentro del globo, pero le gustaba observar el juego de las luces, y él creía de todo corazón que la estética contaba para algo. Provenía de un lugar en el que no contaba en lo más mínimo, y ya había tenido más que suficiente de esa actitud.
Dentro del globo, apretujados, había tres módulos independientes. Uno le proporcionaba un ligero escudo protector, otro servía como sistema de guía, y el tercero alojaba el motor. La unidad de circuitos integrados que estaba a punto de instalar, gobernaría el motor y coordinaría las funciones de los tres módulos entre sí.
G’dath encajó la unidad en su lugar sin ninguna dificultad. El globo ya estaba completo: el experimento podía comenzar. Con la punta de un estilete, accionó un pequeño interruptor que estaba justo en el interior del panel de acceso, y unas cuantas luces del interior del globo comenzaron a brillar suavemente.
En los labios del klingon apareció una sonrisa de triunfo. Lo que sucediera a partir de ese momento no tenía mucha importancia para G’dath, porque su principal teoría ya había quedado demostrada. Las luces del globo estaban brillando a causa de la energía, pero el globo no contenía ni una fuente energética y, por tanto, ni un receptor.
La energía parecía proceder de la nada.
Y de eso precisamente se trataba.
G’dath permaneció allí de pie, con el globo en la mano, admirándolo, mientras
Saltarín
, al percibir el regocijo del klingon, se le acercó y comenzó a frotársele en las piernas. Pasado un rato, G’dath avanzó hacia la ventana y
Saltarín
trotó tras él.
G’dath volvió a mirar al cielo. A la luna llena le faltaba poco más de una hora para alcanzar su cenit. Miró la Luna, estudiándola con indiferencia. Era una luna notable, casi única en el espacio conocido por su enorme tamaño respecto al planeta que orbitaba.
Al igual que les sucedía a la mayoría de los alienígenas que llegaban a la Tierra, le había llevado algún tiempo el aprender a ver al legendario hombre de la Luna. Eso no era muy sorprendente, cuando incluso algunos humanos no veían un hombre en ella sino la esbelta silueta del cuerpo de una mujer, o la forma agachada de un conejo. Pero hacía tiempo que G’dath había llegado a ver un rostro en la Luna, a pesar de que no podía determinar su sexo. Al klingon siempre le daba la impresión de que aquella cara estaba gritando, tal vez de dolor, quizá de consternación, tal vez de asombro. Aquella noche, si todo salía bien, su globo le haría una breve pero significativa visita a aquella cara.