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Authors: Brad Ferguson

Tags: #Ciencia ficción

Una bandera tachonada de estrellas (8 page)

BOOK: Una bandera tachonada de estrellas
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—¡Eh! —El grito de Carlos Siegel sonó amortiguado a causa de las manos con las que aún se cubría la zona iastimada—. ¡No estropees eso! ¡Pertenece a la biblioteca, no es mía!

Ricia Greene se puso de pie, pero Joey la contuvo y se encaró con Ira.

—Mira, Stoller —le dijo en tono razonable—, devuélveles la grabación. —Tendió una mano ante sí.

Stoller lo miró como si acabara de traicionarlo.

—Vaya, ¿cuándo te has pasado al campo de los amantes de las tortugas, Brickner?

—No lo he hecho —replicó vehementemente, Joey, recordando la furia que sentía contra G’dath—, pero meterse con ellos —inclinó la cabeza hacia Greene y Siegel— no va a servir para nada. Eso no conseguirá hacerle ningún daño a G’dath, sino sólo meterte en líos a ti. Vamos, Stoller. —Le hizo un gesto con la mano al otro.

La expresión del rostro de Stoller se hizo más dura; bajó el tacón de la bota sobre la cinta.

—Stoller… —le rogó Joey. No podía creer realmente que Stoller estuviese tan loco.

—El cabeza de tortuga me ha puesto en período de prueba, ¿lo sabías? —La voz de Stoller se elevó—. Se lo dijo a mis padres ayer. Tengo dos semanas para subir mis notas o me expulsarán de la clase.

—Stoller —dijo pacientemente Joey—, a mí me ha dicho que si no mejoro, también a mí me pondrá en período de prueba, pero…

Stoller continuó despotricando sin oírlo siquiera.

—Y esos dos están acumulando créditos extra porque sí. —De debajo del tacón de la bota salió un suave crujido.

Joey tendió una mano hacia el pie de Stoller, convencido de que Ira no le haría daño.

Stoller aferró a Joey por la camisa, lo obligó a enderezarse y le dio un puñetazo en la boca. Todo sucedió con una celeridad enloquecida, pero Joey tuvo tiempo para pensar: «Él no tiene intención de hacer esto. No sabe lo que está haciendo, y después lo lamentará».

Y luego todo pensamiento cesó momentáneamente mientras Joey se concentraba en el dolor de su mandíbula inferior, y especialmente del interior del labio, donde los dientes habían rasgado el delicado tejido. Cuando recobró la plena conciencia, se dio cuenta de que estaba sentado, tenía una mano sobre la boca, y la misma expresión aturdida que Carlos Siegel mostraba minutos antes.

—Oh, demonios, Joey —se lamentó Stoller—. ¿Ves lo que me has hecho hacer?

Joey se quitó la mano de delante de la boca.

—Deja la cinta —le dijo, pero la frase salió con un sonido borboteante a causa de la sangre.

Ricia Greene avanzó hacia el aturdido Stoller y le arrebató la cinta de debajo de la bota, tras lo cual acudió junto a Joey. Para cuando la chica abrió la boca para hablar, Stoller había desaparecido.

—¿Te ha hecho mucho daño? ¿Tienes algún diente flojo?

Joey realizó una rápida inspección con la lengua y negó con la cabeza.

—Tengo un corte bastante profundo en la parte interior del labio. —Sintió un sabor metálico y escupió saliva sanguinolenta sobre la hierba.

—Tenéis que ir los dos a la enfermería del colegio.

—¡No! —declaró Joey vehementemente, mientras se ponía en pie sin perder un segundo—. Eso sólo conseguiría trastornar a mi madre. —Se balanceó, aturdido.

Greene lo cogió por un brazo.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Me he puesto de pie demasiado rápidamente. Eso es todo.

Carlos Siegel había vuelto a levantarse y estaba junto a ellos. Ahora se cubría la nariz con una sola mano; aún le goteaba sangre de las fosas nasales.

—Tiene razón, Ricia. Esto molestaría verdaderamente a mi padre… y, además, si fuéramos a la enfermería tendríamos que explicar cómo nos hemos puesto así.

Ricia se volvió a mirarlo.

—Bueno, alguien tendría que hacerlo. ¿Queréis que Ira Stoller vaya por ahí golpeando a los demás?

—No. Pero si contamos lo sucedido ahora, que está en período de prueba, lo expulsarán definitivamente de la clase —respondió Carlos en voz baja—. Al parecer, lamentó haberle pegado a Joey, y no creo que yo tenga la nariz rota. —Se la palpó delicadamente con los dedos—. Tal vez pueda reducir la hinchazón antes de que mi padre vuelva a casa, así que ni siquiera tendrá que enterarse de todo esto.

Ricia sacó las grabaciones y les secó la humedad en su camisa.

—Una parece estar dañada… al menos, la cubierta esta arañada.

—No tiene importancia —repuso Carlos, y Ricia le dirigió una mirada penetrante por ello—. Joey, el labio inferior está comenzando a hinchársete.

Joey se lo tocó e hizo una mueca de dolor.

—Mi madre va a matarme.

—A lo mejor, no. En mi casa tenemos un estimulador sónico. Podré curártelo con él y tu madre no tendrá que enterarse de nada.

Ricia asintió con la cabeza.

—El padre de Carlos es médico.

—Sí, y, afortunadamente, no volverá a casa en varias horas. Pero me ha enseñado a utilizar el estimulador. ¿Por qué no vienes con nosotros y te aseas? Tienes sangre en la parte delantera de la camisa —comentó Carlos, sin darse aparentemente cuenta de la sangre que tenía en la suya.

Joey dudó. Ahora que había recobrado el juicio, volvía a estar al borde de una total y autocompasiva desesperación ante el pensamiento de regresar ensangrentado a casa. La oferta de Carlos parecía ser la única solución razonable. Respiró temblorosamente.

—De acuerdo. Vamos.

Sin embargo, mientras salían del patio del colegio, la furiosa frase le resonó en los oídos: «Amante de las tortugas». Y tuvo la extraña sensación de estar traicionándose a sí mismo, y de traicionar a Ira Stoller.

G’dath caminó dos manzanas hasta el centro de la ciudad y subió a un camino peatonal deslizante transversal muy concurrido, que iba hacia el este, en dirección a la Reserva Stuyvesant. Siempre entraba en el camino peatonal deslizante en la esquina de la calle Catorce y la Avenida de la Federación, que los neoyorquinos llamaban Sexta Avenida.

Le prestaba poca atención a las cosas que le rodeaban; sus pensamientos estaban aún concentrados en Joey Brickner y en el odio que había visto brillar en los ojos del chico. Si al menos hubiera alguna forma de atravesar aquel muro de conceptos erróneos que encontraba en sus estudiantes de vez en cuando…

Era verdad que no a todos sus alumnos les desagradaban los klingon; ahí estaban Siegel, Greene y Sherman entre otros, y había días en los que se alegraba de que su situación lo hubiese obligado a ocupar un puesto de enseñanza, días en los que tenía la sensación de que era un trabajo muchísimo más trascendente que sus investigaciones de física.

Éste no era uno de esos días. Hoy esperaba ilusionado la próxima entrevista de trivisión. No había sido del todo franco con sus alumnos; el programa de trivisión no iba a concentrarse en la clase, sino en el profesor. La intención era poner de manifiesto la discriminación con que se encontraba G’dath en su calidad de klingon que vivía entre seres humanos.

Y, para G’dath, una oportunidad de dar a conocer ampliamente sus méritos como investigador de física, y la esperanza de que una parte de la reacción pública incluyese ofertas de trabajo. Así esperaba que, a través de sus investigaciones, contribuiría lo bastante para ganarse el derecho a permanecer en la Federación después de que expirase su visado temporal de intercambio. G’dath sabía que aquel visado era completamente único, y estaba agradecido por el cambio que significaba vivir entre seres humanos, aunque fuese por poco tiempo; algo que ningún otro klingon había hecho jamás, puesto que incluso el personal de la embajada klingon evitaba escrupulosamente el contacto innecesario con los humanos.

Más que nada, advirtió G’dath, lo que él quería era quedarse permanentemente en la Tierra y realizar sus investigaciones en una sociedad libre, sin el temor de que su trabajo fuera utilizado negativamente. Al mismo tiempo, tenía una sensación de culpabilidad… sus estudiantes lo necesitaban. Algunos de ellos incluso lo apreciaban.

¿Lo apreciaban?

El camino peatonal deslizante pasó por encima de la cinta de la Quinta Avenida, el ancho camino deslizante norte-sur que corría desde Central Park a Washington Square. Mientras él y sus compañeros de viaje pasaban por encima, G’dath advirtió que algunos tenían los ojos fijamente posados en él, y otros evitaban cuidadosamente mirarlo. A pesar de que había mucha gente en la cinta móvil en la que se encontraba, tenía mucho espacio a su alrededor. Nadie quería estar cerca de él.

Todo aquello no era nada nuevo. Estaba bastante habituado a atraer la atención, fuera a donde fuese. «Quizás esperan que me dé un ataque de cólera y me ponga a descuartizarlos miembro a miembro», pensó. No vio a nadie de su especie en los alrededores. Nunca los veía y, como siempre, eso lo hacía sentirse muy solo. Apartó la mirada y se puso a contemplar los edificios de la Fourteenth Street que iban pasando ante él.

El camino peatonal deslizante continuó avanzando; dejó atrás el área comercial y entró en un barrio residencial. G’dath bajó de la cinta móvil entre la calle Catorce y la Primera Avenida, el límite suroeste de la Reserva Stuyvesant. Algunos de sus compañeros de viaje parecieron aliviados al verlo marcharse, y por millonésima vez deseó no ser tan sensible a ese tipo de cosas.

«Si Tarzán y Jane fueran cabezas de tortuga…»

G’dath avanzó por la acera que conducía al interior de la Reserva, una impresionante colección de altos edificios de apartamentos bien diseñados, construidos en medio de un agradable terreno ondulado de jardines que se encontraba junto a las concurridas orillas del floreciente East River. El agua de las fuentes canturreaba en el aire mientras las ardillas y los gorriones daban saltitos y volaban. Los niños residentes jugaban en seguras áreas de esparcimiento mientras sus mayores se relajaban en los cómodos bancos que había a los lados de los sinuosos senderos que más parecían veredas naturales que caminos peatonales.

Excepto por lo que hacía a los enormes árboles añosos, la reserva aún parecía nueva. A mediados del siglo XX, los barrios bajos que habían existido allí quedaron arrasados, y se construyeron viviendas nuevas, esta vez tomando en consideración las necesidades humanas. A su vez, esos edificios del siglo XX habían sido reemplazados a mediados del XXI. Los terrenos estaban bien cuidados y el exterior de las construcciones estaba protegido de los elementos por unos escudos energéticos de baja potencia. Con el mantenimiento adecuado, la reserva podría durar otros mil años antes de que se hiciera necesaria una reconstrucción o una renovación importante.

Al igual que su mísero precedente del siglo XIX, la Reserva Stuyvesant aún servía de hogar para los emigrantes. Sin embargo, aquellos antiguos residentes originales no habrían podido ni imaginar los lejanos lugares de los que procedían los inmigrantes de esa época más moderna… porque algunos de ellos, como G’dath, eran refugiados de las estrellas.

G’dath caminó lentamente por los terrenos de la reserva. El aire era puro, estaba cargado del aroma de la vegetación que crecía, y el alegre sonido de los niños que jugaban entusiasmados resultó grato a los oídos de G’dath. Aquél, al menos, era un lugar en el que no se sentía como un extraño. La reserva servía de hogar para andorianos y klingon, australianos y ghaneses, rigelianos, filipinos e ingleses, argellianos y tellerite’s. Nadie parecía extraño, porque todos lo eran.

G’dath vivía en un edificio que estaba cerca del centro de la reserva. A menos de diez metros de la puerta de entrada del edificio, oyó un leve crujir hacia su derecha. Se volvió rápidamente y vio un ligero movimiento en un espeso conjunto de arbustos que estaba a unos diez metros de él. El área quedaba muy oculta a la vista por un grupo de árboles. G’dath salió del sendero y echó a andar por la hierba hacia los arbustos. Se inclinó para espiar el interior, adaptando conscientemente los ojos a la oscuridad.

Dos brillantes puntos verdes le devolvieron la mirada.

«¿Qué es eso? —se preguntó G’dath, mientras ajustaba más su visión—. Es un animal… pero no una ardilla, de eso estoy seguro.» Percibió que le sucedía algo malo. «Hambre, eso es —advirtió—. Eso y miedo. Soledad.» Lo último lo comprendió.

Al dilatarse más las pupilas de sus ojos y hacerse más sensibles sus retinas a la falta de luz, G’dath distinguió una pequeña nariz y unos bigotes debajo de los ojos. «Es un gato —advirtió de pronto—. No… un gatito, creo que es así como los llaman. Un cachorro de gato. Tal vez se ha perdido, o lo han abandonado intencionadamente. Sí, lo han abandonado. A mí, ese gatito no me parece salvaje.»

El pequeño gato y el klingon continuaron estudiándose el uno al otro. «Me pregunto cuánto tiempo llevará por aquí —pensó G’dath—. Parece estar delgado pero, por lo que puedo ver sin examinarlo más de cerca, está aparentemente sano.»

G’dath no tenía ni idea de qué edad podía tener el gatito, ya que carecía de experiencia con aquella especie. La especie análoga que había en su planeta, mucho más grande, no podía ser domesticada. Sin embargo, cuando era niño, en las tierras de labranza de su familia, había tenido un targ como mascota, y el profundo afecto que le había inspirado la fiel bestia persistía aún en ese momento. Sintió un impulso similar hacia la pequeña criatura que tenía delante, aunque era tan diferente de un targ…

La atracción era aparentemente mutua. El gatito salió cautelosamente del arbusto y, tras un momento, se acercó lentamente a G’dath. El klingon parpadeó rápidamente para ayudar a sus ojos a readaptarse a la plena luz del día. Con los ojos aún entrecerrados, miró al gatito. Era casi todo gris, con las patas y la pechera blancas.

El gatito miró suspicazmente a G’dath, con sus ojos verdes abiertos de par en par, inclinando la cabeza hacia uno y otro lados mientras lo olfateaba. La cola del gatito se movía de aquí para allá, enviando señales como de semáforo en un lenguaje corporal conocido sólo por sus congéneres felinos.

Instintivamente, como se acercaría a un targ cachorro que le era desconocido, G’dath se acuclilló lentamente a la vez que tendía una mano con los nudillos hacia afuera y la palma hacia el interior. El gatito se tensó, como preparado para escapar.

—Ven aquí, pequeño —dijo el klingon con delicadeza—. No te haré ningún daño.

G’dath aguardó pacientemente y no hizo movimiento alguno. Pasado un rato el animal se le acercó. Olfateó indeciso la mano extendida y luego frotó la cabeza contra los nudillos del klingon. G’dath pasó la mano levemente por la cabeza del gatito y se la rascó entre las orejas. El animal pareció sonreír al estirársele la boca hacia atrás y cerrar él los ojos de satisfacción.

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