Justo en ese momento mi antagonista volvió su rostro en dirección mía y la luz vacilante de la linterna que portaba el guardia cayó sobre él. ¡Por vida mía! ¡Me había equivocado de hombre!
¿Dormir? Imposible. Ya había resultado imposible de por sí en aquella ruidosa covacha que hacía de cárcel y con aquella sarnosa caterva de pícaros borrachos, pendencieros y bulliciosos. Pero lo que verdaderamente hacía que la posibilidad de dormir resultase impensable era la impaciencia que me consumía por salir de aquel lugar y averiguar las proporciones de lo que había ocurrido en las barracas de los esclavos a consecuencia de mi imperdonable equivocación.
La noche fue larga, pero finalmente llegó la mañana. Ofrecí al tribunal una explicación franca y completa. Dije que era un esclavo, propiedad del gran conde Grip, que había llegado poco después del atardecer a la Posada del Tabardo, al otro lado del río, y se había visto obligado a pernoctar allí al encontrarse enfermo de muerte con una extraña y repentina afección. Me habían dado la orden de atravesar la ciudad a toda prisa para traer al mejor médico. Yo ponía en ello el mayor empeño y naturalmente corría con todas mis fuerzas; la noche era oscura; había tropezado con el vulgar individuo allí presente, quien me había asido del cuello y había comenzado a zarandearme, a pesar de que yo le había revelado la misión que me ocupaba y le había suplicado que en consideración al peligro mortal en que se encontraba mi amo el gran conde…
El individuo vulgar me interrumpió y afirmó que era mentira; se disponía a explicar cómo me había arrojado sobre él y sin mediar palabra le había atacado…
—¡Silencio, miserable! —exclamó el juez—. Sacadle de aquí y dadle un par de azotes que le enseñen a tratar de manera diferente al sirviente de un noble la próxima vez. ¡Vamos!
En seguida el tribunal me pidió excusas, expresando su esperanza de que no olvidaría decir a su señoría el conde que en modo alguno era culpa del tribunal que hubiese ocurrido una cosa tan execrable. Prometí que así lo haría y me despedí de ellos. Y en buena hora, además, porque un momento antes a un miembro del tribunal se le había ocurrido preguntarme por qué no había revelado todos los detalles en el momento de ser arrestado. Respondí que lo habría hecho de haber pensado en ello —lo cual era verdad—, pero que estaba tan atolondrado por la paliza que me dio aquel hombre que había perdido el sentido común, y que si esto y lo otro y lo de más allá, y comencé a alejarme, sin dejar de farfullar.
No esperé al desayuno. No; desde luego que no iba a quedarme a ver cómo crecía la hierba bajo mis pies y muy pronto estuve de vuelta en la barraca de los esclavos. Vacía… No quedaba ni un alma. Bueno, quedaba un cuerpo: el cuerpo del traficante de esclavos, tirado en el suelo, hecho papilla a fuerza de golpes. Por todas partes se veían señales de una lucha furiosa. Un tosco féretro de tablas estaba colocado sobre una carreta, y unos cuantos trabajadores, ayudados por guardias, trataban de abrirse camino entre la multitud de curiosos para poder acercarlo.
Elegí a un hombre de condición lo suficientemente humilde como para que accediera a hablar con alguien tan andrajoso como yo, y le pedí que me relatara lo que había ocurrido.
—Había aquí dieciséis esclavos. Durante la noche se sublevaron contra su amo, y ya veis cómo terminó.
—Sí, ¿pero cómo empezó?
—No hay ningún testigo, salvo los esclavos. Dicen que el esclavo de mayor precio se liberó misteriosamente de sus cadenas y escapó, por arte de magia según se cree, dado que él no se había apoderado de la llave y los candados no estaban rotos ni habían sido dañados de manera alguna. Cuando el amo descubrió tal pérdida, enloqueció de desesperación, y se abalanzó sobre los demás esclavos con su pesado garrote, pero ellos ofrecieron resistencia y le partieron la espalda, y de muchas y muy terribles maneras le causaron heridas que muy pronto le produjeron la muerte.
—¡Qué horror! Sin duda habrán de pagarlo caro cuando se celebre el juicio.
—Hombre, el juicio ya ha terminado.
—¡Terminado!
—¿Creéis acaso que tardarían una semana en una cosa tan simple? No les llevó siquiera la mitad de un cuarto de hora.
—¡Anda! No entiendo cómo habrán podido determinar en tan poco tiempo quiénes fueron los culpables.
—¿Que quiénes fueron los culpables? No perdieron el tiempo en detalles como ése. Los condenaron en masa. ¿No conocéis la ley? Una ley que, según dicen, nos legaron los romanos, y según la cual si un esclavo daba muerte a su amo, todos los esclavos que el hombre poseyera deberían morir.
—Ah, es verdad. Me había olvidado. ¿Y cuándo morirán?
—Probablemente dentro de las próximas venticuatro horas; aunque algunos dicen que esperarán un par de días más, y tal vez encuentren mientras tanto al esclavo que falta.
¡El esclavo que falta! Me sentí bastante incómodo.
—¿Es probable que lo encuentren?
—Sí, creo que lo encontrarán antes de que termine el día. Lo buscan por todas partes. En las puertas de la ciudad hay guardias acompañados por esclavos que lo señalarán si se acerca. Además, nadie puede entrar o salir sin ser examinado.
—¿Se puede ver el sitio donde están encerrados el resto de los esclavos?
—El exterior sí. El interior… Pero es algo que no os gustaría ver.
Tomé la dirección de la prisión, en caso de que la necesitara en el futuro, y luego me aparté disimuladamente. En la primera tienda de ropa usada que encontré, en una callejuela escondida, me hice con un burdo y enorme traje de marinero, apropiado para un viaje al Ártico y me envolví la cara con una venda como si tuviera dolor de muelas. Así quedaban ocultas mis peores magulladuras. Fue una verdadera transformación. Ahora parecía una persona diferente. Luego me dediqué a buscar el cable que había visto cuando entrábamos en la ciudad, lo encontré, y lo seguí hasta su punto de origen. Resultó ser un cuarto minúsculo en el altillo de una carnicería, lo cual indicaba que los negocios no andaban muy boyantes en el campo de la telegrafía. El jovenzuelo encargado dormitaba sobre la mesa. Aseguré la puerta y me metí la llave entre la ropa.
Esto alarmó al joven y ya se disponía a dar voces cuando le dije:
—No desperdicies saliva; si abres la boca, eres hombre muerto, no te quepa duda. Ponte al aparato. ¡Y de prisa! Llama a Camelot.
—Mucho me sorprende esto. ¿Cómo es posible que alguién como vos esté enterado de asuntos…
—¡Llama a Camelot! Soy un hombre desesperado. Llama a Camelot, o apártate y lo haré yo mismo.
—¿Qué? … ¿Vos?
—Sí. Por supuesto. Basta de cháchara. Llama a palacio. Llamó.
—Ahora di que te pongan con Clarence.
—¿Qué Clarence?
—El Clarence que sea. Di que quieres hablar con Clarence, y recibirás una respuesta.
Así lo hizo. Esperamos cinco largos minutos con los nervios de punta… Diez minutos… ¡Qué eternos se me hicieron!… Y luego se oyó aquel clic que para mí era tan familiar como una voz humana, pues Clarence había sido mi discípulo.
—Y ahora, jovencito, ahueca. Antes quizá hubiesen podido identificar mi estilo, así que tu llamada era más segura, pero ahora me las puedo arreglar solo.
Se apartó del telégrafo y afinó el oído, pero de nada le sirvió porque utilicé una clave. No perdí tiempo en preliminares con Clarence, y fui directamente al grano. Informé:
—El rey está aquí y está en peligro. Fuimos capturados y traídos como esclavos. No podíamos probar nuestra identidad, y el hecho es que no me encuentro en una situación propicia para intentarlo. Envía un telegrama al palacio de aquí y procura que sea convincente.
Su respuesta llegó en seguida:
—Ésos no saben nada del telégrafo. Todavía no han tenido ninguna experiencia, la línea de Londres es muy nueva. Mejor no arriesgarse con ello. Podrían colgaros. Pensad en algo distinto.
¡Que podrían colgarnos! No se imaginaba lo cerca que estaba de la verdad. En un primer momento no se me ocurrió nada, pero de repente me vino una idea:
—Envía quinientos caballeros escogidos con sir Lanzarote a la cabeza, y que vengan a toda pastilla. Diles que entren por la puerta del suroeste, y que busquen a un hombre con un trapo blanco alrededor del brazo derecho.
La respuesta fue rápida:
—Partirán dentro de media hora.
—Excelente, Clarence, ahora dile a este muchacho que soy amigo tuyo y tengo crédito. Recomiéndale también que sea discreto y no hable con nadie de esta visita.
El aparato comenzó a hablarle al joven, y yo me alejé de prisa. Hice algunos cálculos. En media hora serían las nueve. Un cortejo de caballeros y caballos armados no suele viajar muy velozmente, pero este grupo cubriría el trayecto lo más rápido posible y, como el terreno ya estaba en buenas condiciones y no había nieve ni barro, probablemente alcanzarían unos once kilómetros por hora. Tendrían que cambiar caballos un par de veces, así que llegarían hacia las seis de la tarde, o un poco después, cuando todavía hay suficiente luz, y podrían ver sin dificultad el trapo blanco que me ataría en el brazo derecho. En ese momento yo tomaría el mando, rodearíamos la prisión y sacaríamos al rey en un periquete. En suma, la acción sería bastante espectacular y pintoresca, aunque yo hubiese preferido que sucediera al mediodía, cuando podría adquirir unos tintes aún más teatrales.
Para contar con refuerzos en caso de emergencia, pensé que sería buena idea buscar a las personas que había reconocido mientras recorríamos la ciudad y presentarme ante ellos. Así sería posible salir del apuro, incluso sin los caballeros. Pero debía actuar cautelosamente, pues era un asunto arriesgado. Para ello debía ir vestido suntuosamente, pero no sería prudente trocar de golpe mis andrajos por espléndidos trajes. No; tenía que proceder gradualmente, adquiriendo los sucesivos trajes en tiendas que se hallasen bastante apartadas, y accediendo con cada cambio a un traje ligeramente más fino que el anterior, hasta llegar finalmente a la seda y el terciopelo, momento en que estaría preparado para acometer mi proyecto. De modo que comencé.
¡Pero mi plan se vino al suelo como un castillo de naipes! Al doblar la primera esquina me encontré de buenas a primeras con uno de los esclavos de nuestro grupo, que husmeaba la zona en compañía de un guardia. En aquel momento tuve un acceso de tos y él me lanzó una mirada que me penetró hasta la médula. Temí que la tos le resultase familiar. Entré inmediatamente en una tienda y recorrí el mostrador fingiendo que miraba los precios, pero sin dejar de vigilar por el rabillo del ojo. Los dos se habían detenido, hablaban entre sí y miraban hacia la puerta… Decidí que escaparía por la puerta trasera, si es que la había, y le pregunté a la dependienta si podía salir por allí para buscar al esclavo escapado, pues se sospechaba que podría estar escondido en los alrededores, y le dije que yo era un guardia disfrazado, y que mi colega se encontraba afuera con uno de los asesinos, y que si podría ser tan amable de salir un momento y decirle que no era necesario que me esperase y que sería mejor que fuese de inmediato al otro extremo de la callejuela y estuviese listo para detener al fugitivo en cuanto yo lo hiciese salir de su escondite.
La mujer ardía de curiosidad por ver a uno de aquellos asesinos que ya se habían hecho célebres, y salió en seguida para cumplir el encargo. Me escabullí por la puerta trasera, cerré con llave, me la eché al bolsillo y me fui, riendo para mis adentros, contento y aliviado.
Pues bien, de nuevo lo había echado a perder todo. Había cometido otro error; de hecho un doble error. Debían de existir multitud de maneras de deshacerse de aquel guardia, utilizando algún recurso sencillo y plausible, pero no, yo tenía que elegir el más pintoresco. Es el más notable de mis defectos. Y además, había elaborado mi plan contando con lo que naturalmente haría el guardia, siendo como era un ser humano, sin tener en cuenta que, cuando menos te lo esperas, un hombre actúa precisamente como no sería natural que lo hiciese. En aquel caso, lo natural habría sido que el guardia se lanzara en pos de mí; encontraría entonces que entre él y yo se interponía una sólida puerta de roble, bien trancada, y antes de que él consiguiese derribarla yo ya estaría lejos, dedicado a ensayar una sucesión de disfraces engañosos y desconcertantes, que pronto me permitirían enfundarme un traje de tal calidad que me pondría al abrigo de los entrometidos perros policía ingleses con más eficacia que el mayor derroche de inocencia y pureza de carácter. Pero en lugar de hacer lo que sería natural, el guardia tomó mi palabra al pie de la letra y siguió mis instrucciones. Así pues, cuando salí trotando por aquel callejón sin salida, muy satisfecho con mi propia astucia, apareció en una esquina y de golpe me encontré adornado con sus esposas. Si hubiese sabido que era un callejón sin salida… De cualquier modo, una torpeza así no tiene perdón; anotémoslo en el balance de ganancias y pérdidas y continuemos.
Por supuesto que me mostré indignado; juré y perjuré que era un marinero que acababa de desembarcar de un largo viaje y otros cuentos por el estilo, tratando de ver si conseguía engañar al esclavo. Pero no lo conseguí. Me había reconocido. Entonces le eché en cara que me hubiese traicionado. Se quedó más sorprendido que ofendido, y poniendo unos ojos como platos dijo:
—¡Cómo! ¿Pensáis acaso que permitiría que escaparais vos precisamente, librándoos de que murieseis en la horca con nosotros, cuando sois el culpable de nuestra perdición? ¡Vete a tomar…!
«Vete a tomar» era su manera de decir «Me da risa» o «Qué gracioso». Desde luego era curiosa la forma de hablar de aquella gente. La verdad es que había una especie de justicia bastarda en su manera de ver las cosas, así que desistí. Cuando ya ha ocurrido el desastre y no sirve de nada discutir, ¿para qué perder el tiempo discutiendo? No es mi estilo. Me limité a decir:
—No vas a ser ahorcado. Y tampoco ninguno de nosotros. Los dos se echaron a reír y el esclavo dijo:
—No os teníamos por loco… hasta ahora. Sería preferible que conservaseis vuestra reputación, teniendo en cuenta que no tendréis que esforzaros durante mucho tiempo.
—Pues yo creo que sí. Antes de mañana estaremos fuera de la prisión, y además libres para ir donde nos plazca.
El guardia, sintiéndose muy ingenioso, se rascó la oreja izquierda, carraspeó y dijo:
—Fuera de la prisión… sí…, decís la verdad. Y libres para ir donde os plazca, mientras no salgáis de los confines del sofocante reino de su majestad el diablo.