—La ley tiene como objetivo hacer justicia. A veces comete errores. Es algo inevitable. Si así ocurre, sólo podemos afligirnos, resignarnos, y orar por el alma de quien es injustamente golpeado por el brazo de la ley, y esperar que sean pocos los que corran la misma suerte. La ley ha condenado a muerte a esta desventurada joven, y lo ha hecho con razón. Pero otra ley la había forzado a una situación en la cual debía elegir entre cometer su delito o perecer de hambre junto con su criatura. A los ojos de Dios aquella ley es responsable tanto del delito como de su muerte ignominiosa.
»Hace poco tiempo esta joven, esta niña de dieciocho años, era tan feliz como cualquier otra esposa y madre que habite este país; de sus labios brotaban jubilosas canciones, el lenguaje natural de los corazones gozosos e inocentes. Su joven esposo era tan feliz como ella, pues cumplía cabalmente su deber trabajando en su oficio de sol a sol; ganando su pan honrada y justamente; prosperando; protegiendo y sosteniendo a su familia con el trabajo, y aportando su pequeña contribución a la riqueza de la nación. Pero un día, con el consentimiento de una ley traicionera, cayó sobre aquel sagrado hogar la destrucción instantánea y arrasó con él. Al joven esposo le tendieron una emboscada, fue apresado y enviado a ultramar. La mujer nada supo de ello. Le buscó por todas partes, y con sus lágrimas suplicantes y la desgarrada elocuencia de su desesperación conmovió a los corazones más encallecidos. Las semanas transcurrieron lentas para ella, buscando, esperando, anhelando, mientras su mente naufragaba paulatinamente bajo el peso de su desdicha. Poco a poco tuvo que deshacerse de sus exiguas pertenencias para poder obtener alimentos. Cuando ya no pudo pagar el alquiler, la pusieron en la calle. Mendigó mientras tuvo fuerzas para hacerlo y, cuando ya desfallecía de hambre y su leche se agotaba robó un retazo de tela de lino por valor de un cuarto de centavo, con la intención de venderlo y así salvar la vida de su hijo. Pero la vió el propietario de la tela. La joven fue encarcelada y llevada a juicio. El hombre confirmó los hechos. Se nombró a una persona que abogara por su causa, la cual relató la triste historia. También a ella se le permitió hablar, y reconoció que había robado la tela, pero explicó que desde hacía un tiempo tenía la mente tan trastornada por las dificultades, que, al sentir el acoso del hambre, todos los actos, fuesen o no un delito, parecían deambular por su cabeza carentes de significado y nada podía saber con seguridad, salvo el hecho de que tenía mucha hambre. Por un momento, todos los asistentes al juicio se sintieron conmovidos y dispuestos a actuar misericordiosamente con ella, viendo además que era tan joven y estaba tan desamparada, y que su caso era tan lamentable y que la misma ley que la había desprovisto de su sustento era la única causa de su transgresión; pero el acusador replicó que, aunque todas estas cosas eran verdaderas y ciertamente muy lamentables, el hecho es que en aquellos días ocurrían muchos hurtos pequeños, y que una sentencia misericordiosa en un momento tan inadecuado equivaldría a una amenaza para la propiedad privada. ¡Oh, Dios mío! ¿Será posible que la ley británica no considere propiedad preciosa los hogares arruinados, las criaturas huérfanas y los corazones desgarrados? Pero no, el acusador finalizó diciendo que debía exigir que cayera sobre ella el peso de la ley.
»Cuando el juez se colocó su birrete negro, el propietario de la tela robada se levantó tembloroso, los labios crispados, el color de la tez tan pálido como ceniza y, cuando las terribles palabras fueron pronunciadas, emitió un grito estremecedor: "Ay, pobre criatura, pobre criatura; yo no sabía que sería castigada con la muerte", y se derrumbó como se derrumba un árbol al ser talado. Cuando lo alzaron del suelo había perdido la razón, y antes del atardecer de ese mismo día se había quitado la vida. Un hombre bondadoso, un hombre que en el fondo tenía un corazón justo. Añadid esa muerte a esta otra que ahora se va a producir aquí, y achacadlas a los verdaderos culpables: a los gobernantes de Inglaterra y a sus crueles leyes. Ha llegado el momento, hija; permíteme que rece una oración junto a ti; no por ti, pobre corazón maltratado, ya que eres inocente, sino por ellos, que son culpables de tu ruina y de tu muerte, y necesitan la oración.
Después de la oración colocaron un lazo con nudo corredizo alrededor del cuello de la joven, y tuvieron no pocas dificultades para ajustarlo, pues entretanto ella cubría de besos al pequeño, y lo oprimía contra su cara y su pecho, anegándolo con sus lágrimas, sin dejar de suspirar y gemir al mismo tiempo. La criatura seguía riendo y haciendo gestos de placer y dando gozosos puntapiés, convencida de que todo era un divertido juego. Ni siquiera el verdugo podía soportar la escena, y tuvo que desviar la mirada. Cuando todo estaba dispuesto, el sacerdote se acercó a la madre y comenzó a tirar gentilmente del bebé, forcejeando con la madre, que luchaba por retenerlo, y cuando por fin lo tuvo en sus manos, lo apartó velozmente del alcance de la desdichada joven. Ella apretó las manos y, profiriendo un chillido, saltó violentamente hacia el sacerdote, pero fue retenida por el lazo y por el ayudante del alguacil. Entonces la joven se dejó caer de rodillas, y extendiendo los brazos gritó:
—Sólo un beso más… ¡Ay, Dios mío, uno más, uno más! ¡Os lo implora una moribunda!
Le fue permitido, y en su ímpetu poco faltó para que ahogara a la criatura. Y cuando de nuevo se lo arrebataron, gritó estentóreamente:
—¡Ay, mi niño, mi tesoro! ¡También ha de morir! No tiene hogar, no tiene padre, ni amigo alguno, ni madre…
—Sí que los tiene a todos ellos —dijo aquel sacerdote bueno—. Yo seré todo para él hasta el día de mi muerte. ¡Deberíais haber visto la expresión que apareció entonces en el rostro de la joven! ¿Gratitud? ¡Señor, si no existen palabras que puedan explicarlo! Las palabras no son más que el dibujo de un fuego, su mirada era el fuego mismo. Ella le dedicó una mirada así, y se la llevó consigo, como un tesoro, al cielo, donde debe morar todo lo que es divino.
Londres, para un esclavo, resultaba ser un sitio bastante interesante. Era simplemente un pueblo enorme, hecho por lo general de barro y paja. Las calles estaban llenas de fango, eran torcidas y estaban sin pavimentar. La población era un enjambre incesante y cambiante de harapos y esplendores, de penachos y armaduras relucientes. El rey poseía un palacio allí, cuando vio su fachada suspiró; sí, y lanzó unos cuantos juramentos, en el estilo limitado y juvenil del siglo VI. Vimos pasar caballeros y encumbrados nobles a quienes habíamos frecuentado, pero ellos no nos reconocían, sucios, andrajosos, cubiertos de llagas y ampollas como estábamos. Ni siquiera nos habrían reconocido si los hubiésemos llamado, ni se habrían detenido a responder, ya que la ley prohibía hablar con un esclavo encadenado. Sandy pasó a menos de diez metros de donde yo estaba, sobre una mula. Debía estar buscándome, imaginé. Pero lo que verdaderamente desgarró mi corazón fue algo que ocurrió en la plaza donde estaba nuestra vieja barraca, mientras soportábamos el espectáculo de un hombre condenado a morir en aceite hirviendo por haber falsificado algunas monedas de un penique. Y lo que ocurrió, decía, es que vi a un voceador de diarios… ¡y no me fue posible acercarme a él! No obstante, tuve un consuelo, ésa era la prueba de que Clarence estaba vivito y coleando. Tenía la intención de reunirme con él sin tardar mucho, y aquel pensamiento me llenaba de ánimo.
Otro día alcancé a ver fugazmente algo que también me subió la moral considerablemente. Era un cable que se extendía desde el techo de una casa hasta el de otra. Una línea de telégrafo o de teléfono sin duda. Mucho hubiese deseado poder hacerme con un pedacito de cable. Era justamente lo que necesitaba para llevar a cabo mi proyecto de fuga. Mi idea consistía en liberarnos de las cadenas, luego amordazar y atar a nuestro amo, cambiar sus ropas por nuestros harapos, darle una buena tunda hasta que quedase irreconocible, uncirlo a la cadena de esclavos, adoptar el papel de propietarios de la mercancía, dirigirnos a Camelot y…
Bueno, ya habréis captado la idea. ¡Podéis imaginaros la sorprendente y dramática sorpresa que entrañaría mi regreso a palacio! Y resultaba completamente factible si consiguiese obtener un pedacito delgado de hierro al cual pudiese darle forma de ganzúa. Podría entonces abrir los voluminosos candados que sujetaban nuestras cadenas en el momento que yo eligiese. Hasta ahora no había tenido esa suerte, y no había caído en mis manos un objeto semejante. Pero finalmente llegó mi oportunidad. Un señor que ya había venido dos veces a pujar por mí sin resultado, es más, sin siquiera acercarse a un resultado, vino de nuevo. Yo estaba muy lejos de pensar que algún día llegase a ser propiedad suya, pues el precio que se había pedido por mí desde el principio de mi esclavitud era exorbitante, y siempre provocaba la ira o la burla de mis compradores, a pesar de lo cual mi amo se aferraba testarudamente a ese precio: veintidós dólares. Y no estaba dispuesto a bajar ni un centavo. El rey era ampliamente admirado debido a su aspecto físico imponente, pero su estilo real actuaba en contra suya y dificultaba mucho su venta. Nadie quería un esclavo así. En suma, creía que estaba a salvo de ser separado del rey en vista de mi precio exorbitante. No, no esperaba pertenecer jamás al señor al que me he referido, pero en cambio él tenía algo que yo esperaba que me perteneciera algún día si él nos visitaba con la suficiente frecuencia. Se trataba de un objeto de acero con una larga clavija, del cual se servía para ajustar la parte delantera de su larga vestimenta. Tenía tres de estos objetos. En las dos ocasiones anteriores me había decepcionado, pues no se había acercado lo suficiente como para que mi proyecto resultase completamente seguro, pero esta vez mis esfuerzos se vieron coronados por el éxito. Logré asir el broche inferior y, cuando lo echó de menos, pensó que lo habría perdido en el camino.
Tuve así un buen motivo para sentirme contento… durante un minuto, y en seguida tuve motivos para sentirme triste de nuevo: cuando la transacción iba a fracasar de nuevo, como las otras veces, de repente el amo habló y dijo lo que en inglés moderno equivaldría a esto:
—Te diré lo que voy a hacer. Estoy cansado de alimentar y mantener para nada a este par. Dame los veintidós dólares que pido por éste, y al otro te lo puedes llevar gratis.
Fue tal la furia del rey, que se quedó sin aliento. Tosía, se atragantaba, se sofocaba, mientras los otros dos se alejaban hablando.
—Si la oferta es válida hasta…
—La oferta es válida hasta mañana a esta hora.
—Entonces a esa hora recibirás mi respuesta —dijo el comprador, y desapareció, seguido por el amo.
No fue nada fácil calmar al rey, pero finalmente lo conseguí, diciéndole:
—Vuestra merced saldrá de aquí a cambio de nada, pero de un modo diferente. Y lo mismo sucederá conmigo. Esta noche quedaremos libres ambos.
—¡Ah! ¿Y de qué modo?
—Con este objeto que he robado abriré los candados esta misma noche, y nos liberaremos de las cadenas. Cuando el amo venga hacia las nueve y media para la inspección nocturna, lo agarraremos, lo amordazaremos, le daremos una paliza, y mañana muy de mañana nos marcharemos de la ciudad como propietarios de esta caravana de esclavos.
No dije nada más, pero el rey quedó encantado del plan. Aquella noche esperamos pacientemente a que se quedasen dormidos nuestros compañeros de esclavitud y a que lo demostrasen con los ronquidos habituales, ya que, si puedes evitarlo, es mejor no confiar demasiado en esos desdichados. Es preferible que te guardes tus propios secretos. Sin duda no remolonearon más de lo acostumbrado, pero a mí me parecía que sí. Y me pareció que iban a tardar eternamente en comenzar a roncar. A medida que se hacía más tarde me sentía inquieto, y temeroso de que no tuviéramos el tiempo suficiente para terminar lo que teníamos que hacer. Hice entonces varios intentos prematuros que sólo sirvieron para demorar las cosas, pues en aquella oscuridad parecía incapaz de tocar ninguno de los candados sin causar un crujido que interrumpía el sueño de alguien, que al darse la vuelta despertaba a su vez a unos cuantos vecinos.
Finalmente logré despojarme del último trozo de hierro que me ceñía y de nuevo fui un hombre libre. Respiré profundamente, aliviado, y alargué la mano para comenzar a trabajar en las cadenas del rey. ¡Demasiado tarde! Se acercaba el traficante, llevando una luz en una mano, y su pesado bastón en la otra. Me abrí sitio entre la multitud de roncadores, me estreché contra ellos lo más que pude, para tratar de ocultar que estaba libre de las cadenas, y me quedé con el ojo avizor preparado para saltar sobre mi hombre si se le ocurría acercarse mucho.
Pero no se acercó. Se detuvo, durante un minuto estuvo mirando vagamente en dirección a la sombría masa que formábamos, evidentemente con los pensamientos puestos en alguna otra cosa; luego colocó la luz en el suelo, caminó hacia la puerta absorto en sus pensamientos y, antes de que nadie pudiese imaginar lo que se proponía hacer, había salido del recinto, cerrando la puerta a sus espaldas
—¡Rápido! —dijo el rey—. ¡Traedlo aquí!
Por supuesto que eso era exactamente lo que había que hacer, y en un instante me levanté y me precipité afuera. Pero, malhaya sea, en aquellos días no existían lámparas, y la noche era muy cerrada. Alcancé a distinguir a un par de pasos una figura borrosa, y sin pensarlo dos veces me abalancé sobre ella y entonces sí que se armó una de padre y muy señor mío. Luchamos y manoteamos y forcejeamos, y en un periquete nos vimos rodeados por un buen número de espectadores. Tenían un enorme interés en la pelea, y nos animaban de todo corazón a seguir dándonos golpes; de hecho no hubiesen podido mostrarse más entusiasmados y devotos si se hubiese tratado de su propia pelea. Pasado un momento, se oyó a nuestras espaldas un alboroto tremendo y perdimos por lo menos a la mitad de los espectadores, que se alejaron atropelladamente para dedicar su amable atención al otro acontecimiento. Las linternas comenzaron a danzar por doquier. El cuerpo de guardia acudía desde todas las direcciones. Pasado un momento, una alabarda me cruzó la espalda, a modo de advertencia, y comprendí muy bien cuál era su significado. Quedaba detenido. Y asimismo mi adversario. Fuimos conducidos a prisión, uno a cada lado del guardia. Se trataba de un verdadero desastre, un magnífico plan que se venía al suelo de golpe. Trataba de imaginarme lo que ocurriría cuando el amo descubriera que era yo quien se había enfrentado con él, y también lo que ocurriría si nos encarcelaban juntos en la sección común, para alborotadores y culpables de infracciones menores, como solía hacerse, y lo que…