Partimos antes del amanecer. Sandy, cabalgando, y yo, cojeando detrás. Después de media hora encontramos un grupo de pobres criaturas andrajosas reunidas para reparar esa cosa que ellos llamaban carretera. Ante mí se comportaban con la humildad de un animal, y cuando propuse tomar el desayuno con ellos se mostraron tan halagados, tan abrumados por la extraordinaria condescendencia de mi parte que en un principio eran incapaces de creer que hablase en serio. Mi doncella frunció los labios desdeñosamente y se hizo a un lado; dijo en voz alta que antes preferiría comer con el resto del ganado, comentario que avergonzó a aquellos pobres diablos sencillamente porque se refería a ellos, no porque los insultara o los ofendiera, que no era ese el caso. Y, sin embargo, no eran esclavos, ni siervos. Por un sarcasmo de las leyes y las maneras de hablar, eran hombres libres. Siete décimos de la población libre del país pertenecían exactamente a su clase y su condición: pequeños campesinos «independientes», artesanos, etc., lo cual quiere decir que constituían la nación, la verdadera Nación, prácticamente eran las únicas personas útiles, las únicas que valdría la pena conservar, las únicas dignas de respeto, y eliminarlas hubiese sido como eliminar la Nación, dejándola reducida a un montón de bazofia, unos desechos, llamados rey, nobleza, gentileza, un grupo ocioso, improductivo, familiarizado principalmente con las costumbres de desperdiciar y destruir y sin utilidad alguna en un mundo racionalmente organizado. Y, sin embargo, valiéndose de ingeniosas estratagemas, esa minoría dorada, en lugar de encontrarse en la cola de la procesión, como debería ser, marchaba a la cabeza, ondeando banderas orgullosamente, habiéndose autoproclamado como la Nación. Y todos estos innumerables borregos habían aceptado ese estado de cosas durante tanto tiempo que al final lo consideraban como algo verdadero y, más aún, creían que era algo justo y necesario. Los curas habían repetido a sus padres y a ellos mismos que este irónico estado de cosas respondía al designio de Dios y, por tanto, sin detenerse a pensar lo poco propio de Dios que hubiera sido entretenerse con este tipo de sarcasmos, y especialmente con sarcasmos tan transparentes y tan poco agudos, se habían resignado a ese estado de cosas, guardando un respetuoso silencio.
El lenguaje de esta gente mansa tendría una resonancia bastante curiosa a oídos de un antiguo norteamericano.
Se llamaban hombres libres, pero no podían abandonar las propiedades de su señor feudal o de su obispo sin contar con un permiso expreso; no se les permitía hacer su propio pan porque tenían que trillar el maíz y cocer el pan en los molinos y hornos del respectivo señor, y además, pagarle un precio alto; no podían vender ningún artículo de su propiedad sin pagar al señor un importante porcentaje de los beneficios, ni comprar artículos de propiedad ajena sin reservar para su señor una suma en efectivo como «presente» por el privilegio de poder efectuar la transacción; debían recolectar el grano de su señor sin recibir pago alguno, y estar siempre dispuestos a acudir inmediatamente en el momento en que fuesen requeridos, abandonando sus cosechas a la destrucción por la tormenta que amenazaba, debían consentir que el señor plantara en sus campos árboles frutales y luego callar su indignación cuando los descuidados recolectores de las frutas pisoteaban el grano cercano a los árboles; tenían que tragarse la ira cuando las partidas de caza del señor galopaban a través de sus campos, arruinando los frutos de su paciente tarea; no se les permitía poseer palomas, y cuando las bandadas provenientes del palomar de milord se posaban sobre sus cosechas no debían perder los estribos y matar un pájaro, porque sería terrible el castigo; cuando, finalmente, se había recogido la cosecha comenzaba la procesión de ladrones para exigir sus chantajes: primero, la Iglesia separaba sus provechosos diezmos; a continuación, el comisario del rey se quedaba con un 20 por 100; después, los representantes de milord hacían una poderosa incursión en lo que restaba; después de lo cual el esquilmado hombre libre estaba en libertad de invertir los remanentes en su establo, en caso de que valiera la pena, porque había impuestos, e impuestos, e impuestos, y más impuestos, y de nuevo impuestos, y todavía otros impuestos sobre este paupérrimo hombre libre e independiente, pero ninguno sobre el lord, el barón o el obispo, ninguno sobre la derrochadora nobleza o la Iglesia voraz; si el barón quería dormir a sus anchas, el hombre libre debía pasar la noche en vela, después de un día entero de trabajo, y remover el agua de los pozos para que no croasen las ranas; si la hija del hombre libre se disponía a contraer matrimonio…, pero no, esta última infamia de los gobiernos monárquicos no se puede imprimir, y finalmente si, desesperado por estos suplicios, consideraba que su vida resultaba insoportable y ponía fin a sus días buscando misericordia y refugio en la muerte, la benigna Iglesia lo condenaba al fuego eterno, la benigna ley lo hacía sepultar a medianoche junto a alguna encrucijada, con una estaca clavada en la espalda, y su amo, el barón o el obispo, confiscaba todas sus propiedades y expulsaba de sus tierras a su viuda y a sus hijos.
Y allí estaban reunidos, por la mañana temprano, aquel grupo de hombres libres para trabajar tres días cada uno en la carretera de su señor el obispo, gratis, como debía hacerlo todo hombre cabeza de familia y todo hijo de familia, añadiendo un día o algo más por los sirvientes que tuviese cada cual. Pues bien, era una situación que hacía pensar en Francia y los franceses antes de la siempre memorable y bendita Revolución que sepultó mil años de ruindad semejante con una repentina oleada de sangre, saldando la antiquísima deuda con media gota de sangre a cambio de cada barril repleto arrancado a aquella gente con dolorosas torturas a lo largo de diez largos siglos de injusticia, humillaciones y miserias, que sólo tendrían comparación con el infierno. No hubo uno, sino dos «Reinados del Terror», y eso es algo que deberíamos tener siempre en cuenta; uno trajo asesinatos provocados por pasiones ardientes; el otro, a sangre fría, despiadadamente; uno duró unos pocos meses; el otro había durado mil años; uno llevó a la muerte a diez mil personas; el otro, a cientos de millones; pero siempre nos estremecemos al pensar en los «horrores» del Terror más breve, el Terror momentáneo, por así decirlo, sin detenernos a comparar el horror de la muerte súbita bajo el hacha con el horror de pasar toda una vida muriendo de hambre, de frío, de crueldad, de vergüenza y de desolación. ¿Qué es la muerte instantánea por un rayo comparada con la muerte a fuego lento en la hoguera? Un cementerio local bastaría para acoger los féretros de las víctimas del Terror más breve, que tan diligentemente nos han enseñado a temer y a lamentar, mientras que Francia entera apenas sería suficiente para contener los féretros de los muertos de aquel Terror más antiguo y verdadero, aquel Terror amargo e indescriptible que no se nos ha enseñado a contemplar en su inmensidad ni a deplorar como merece.
Estos pobres hombres, supuestamente libres, que compartían conmigo su desayuno y su conversación, estaban tan imbuidos de humilde reverencia hacia su rey, la Iglesia y la nobleza como hubiera podido esperar el peor de sus enemigos. Había algo lamentablemente absurdo en la situación. Les pregunté si podían imaginarse que en una nación, donde cada hombre tuviese derecho a un voto libre, se elegiría a una sola familia y a sus descendientes para reinar eternamente, fuesen inteligentes o idiotas, excluyendo a todas las demás familias, entre ellas la del votante, y se elegiría también que unos cuantos cientos de familias fuesen elevadas a las más altas categorías y revestidos de glorias y privilegios ofensivamente hereditarios, de nuevo excluyendo de esta posibilidad a todas las demás familias y entre ellas la suya propia.
Mi pregunta no pareció afectar a ninguno de ellos, y respondieron que no lo sabían, que nunca antes lo habían pensado y que nunca se les hubiese ocurrido que una nación se encontrase en una situación tal que todo hombre pudiese escuchar su voz en los asuntos del gobierno. Les dije que yo había conocido una nación así, y que duraría hasta el día en que se estableciera una Iglesia oficial. Tampoco esta vez parecieron afectados al principio, pero pasado un momento un hombre levantó la mirada y me pidió que explicara de nuevo mi propuesta y que la explicara lentamente para tratar de entender su significado. Así lo hice, y al cabo de un instante había captado la idea, y dando un puñetazo al aire dijo que no creía que una nación donde cada hombre tuviese derecho al voto decidiera voluntariamente revolcarse en el fango y la suciedad, y que privar a una nación de su voluntad y sus preferencias debía ser un crimen, y el peor de todos los crímenes.
Me dije a mí mismo: «¡Este sí que es un hombre! Si contase con el apoyo de suficientes hombres como éste, podría emprender acciones que repercutieran en el bienestar del país, e intentaría demostrar que soy el más leal de sus ciudadanos efectuando un saludable cambio en su sistema de gobierno».
Veréis, mi clase de lealtad era una lealtad hacia el propio país, no hacia sus instituciones o hacia sus funcionarios. El país es lo verdadero, lo sustancial, lo eterno; es lo que se debe vigilar y cuidar, aquello a lo que se debe brindar lealtad. Las instituciones son algo externo, son simplemente sus vestiduras, y las vestiduras se pueden desgastar, se pueden convertir en harapos, dejar de ser cómodas, pueden dejar de protegernos del invierno, la enfermedad o la muerte. Ser leal a los harapos, aclamar a los harapos, venerar a los harapos, morir por los harapos, no es más que una lealtad insensata, animal; pertenece a la monarquía, fue inventada por la monarquía. ¡Que la monarquía se quede con ella! Yo provenía de Connecticut, cuya Constitución declaraba que «todo poder político pertenece de manera innata a la gente, y todo gobierno debe estar basado en la autoridad de la gente e instituido para su beneficio, y que la gente tiene en todo momento el derecho innegable e inalienable de alterar su forma de gobierno del modo que le parezca más conveniente».
Avalado por esa doctrina, el ciudadano que crea notar que las vestiduras políticas de la nación están desgastadas y, a pesar de todo, guarda silencio y no reclama un traje nuevo es un traidor. El hecho de que pueda ser el único que advierte esa decadencia no le sirve de excusa; su deber es el de reclamar, y el deber de los demás ciudadanos es el de votar en su contra si no ven las cosas del mismo modo.
Y resulta que ahora me encontraba aquí, en un país donde el derecho a opinar cómo se debería ejercer el gobierno estaba restringido a seis personas de cada mil. Si las otras novecientas noventa y cuatro expresaban su descontento con el sistema reinante y proponían cambiarlo, los seis privilegiados se hubiesen estremecido al unísono, doliéndose de que era una muestra de deslealtad, una deshonra, una negra y asquerosa traición. Por así decirlo, me había convertido en accionista de una corporación en la cual novecientos noventa y cuatro de los socios proporcionaban todo el dinero y realizaban todo el trabajo, y los otras seis se elegían a sí mismos en consejo de administración permanente y se quedaban con todos los dividendos. A mi modo de ver, lo que precisaban los novecientos noventa y cuatro incautos era un nuevo convenio. Lo que mejor se hubiese acomodado al lado espectacular de mi naturaleza hubiese sido renunciar a la jefatura, encabezar una insurrección y convertirla en una revolución, pero sabía muy bien que los Jack Cade y los Wat Tyler
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, que habían intentado algo similar sin educar antes a sus seguidores en los principios de la revolución habían fracasado todas las veces. Yo no estaba acostumbrado a fracasar, aunque sea yo mismo quien lo diga. Por tanto, el «convenio» que había estado tomando forma en mi mente desde hacía cierto tiempo era de un género muy diferente al de Cade-Tyler y similares.
Así que en lugar de hablar de sangre y revolución a aquel hombre que allí masticaba pan negro junto a un rebaño de ovejas humanas humilladas y engañadas lo llevé a un lado y le hablé de otras cosas. Cuando terminé de hablar le pedí que me prestara unas gotas de tinta de sus venas y con ellas y una astilla escribí sobre un pedazo de corteza:
«Ponedlo en la Fábrica de Hombres»
y se lo entregué, diciéndole:
—Llévalo al palacio de Camelot y entrégaselo personalmente a Amyas le Poulet, a quien yo llamo Clarence, y él sabrá lo que significa.
—Entonces se trata de un clérigo —dijo, y gran parte del entusiasmo desapareció de su rostro.
—¡Cómo que un clérigo! ¿No te he dicho que ninguna propiedad de la Iglesia, ningún sumiso esclavo del Papa o de los obispos puede entrar en mi Fábrica de Hombres? ¿No te he dicho que tú mismo no podrías entrar a no ser que tu religión, cualquiera que sea, respondiese a una elección libre y propia?
—A fe que sí, y ello me llenó de contento y, por lo tanto, disgustóme y me infundió sombrías dudas escuchar lo del clérigo.
—Pero no es un clérigo, te lo aseguro.
El hombre no estaba convencido, y preguntó:
—¿No es un clérigo y, sin embargo, puede leer?
—No es un clérigo y, sin embargo, puede leer —contesté—. Y también escribir. Yo mismo le enseñé —el hombre comenzaba a tranquilizarse—. Y es la primera cosa que te van a enseñar a ti en esa fábrica.
—¿A mí? Daría la sangre de mi corazón a cambio de conocer ese arte. Más aún: seré vuestro esclavo, vuestro…
—No, no lo serás. No serás esclavo de nadie. Reúne a tu familia y ponte en camino. Tu señor obispo confiscará tus escasas propiedades, pero no te preocupes; Clarence se ocupará de ti como es debido.
Pagué tres peniques por mi desayuno, desde luego una suma exorbitante si se tiene en cuenta que con ese dinero hubiese podido desayunar una docena de personas, pero en ese momento me encontraba de muy buen humor, y de cualquier modo siempre he sido algo derrochador; además, aquellas gentes habían querido darme de comer gratis, a pesar de lo reducido de su provisión, y entonces era un verdadero placer enfatizar mi aprecio y sincera gratitud con un importante apoyo financiero y dejar esas monedas en un sitio donde resultarían mucho más útiles que en mi yelmo, liberándome al mismo tiempo de un peso no despreciable, teniendo en cuenta que cada penique estaba hecho de hierro, y yo cargaba casi medio dólar. En aquellos días gastaba el dinero con bastante facilidad, es verdad, pero una de las razones de ello es que todavía no acababa de habituarme a la verdadera proporción de cosas y precios, a pesar de una estancia tan larga en Inglaterra. Incluso entonces me era difícil aceptar del todo que un penique en tierras de Arturo y un par de dólares en Connecticut eran más o menos la misma cosa: mellizos, por así decirlo, en cuanto al poder adquisitivo. Si mi partida de Camelot se hubiese retrasado tan sólo unos días, hubiera podido pagarle a esta gente con hermosas monedas nuevas acuñadas en nuestra propia casa de la moneda, lo cual me hubiera agradado mucho, y a ellos también, sin duda. Había adoptado única y exclusivamente el sistema monetario americano. Una o dos semanas más tarde, las monedas de un centavo, las de níquel de cinco centavos, las de diez, las de veinticinco y las de medio dólar, junto con unas pocas de oro, comenzarían a correr en delgados, pero continuos chorros por las venas del reino, que cobraría nueva vida con esta sangre, según confiaba yo.