»—Por mi parte, siempre he estado de parte de Leo. Por nacimiento y por comportamiento, él es el noble. Simona tan sólo es rica.
»—Ella siempre ha sido un poco, digamos, histérica.
»—Desenfrenada.
»—Despótica.
»—Pobres princesitas.
»—Pobre Leo.
»—Y la encantadora Tosca. ¿Qué papel jugará ella en este embrollo?
»Ellos quieren saber. Yo quiero saber.
—Llevamos al paso a nuestros caballos por el largo camino de guijarros que conduce al pabellón y se los entregamos a los caballerizos justo cuando los primos y los compañeros de cacería acuden a recibirnos. Lo único que veo es este lugar que Leo llama "el pabellón" y que es un castillo. Una torre con torrecillas, en realidad dos torres, con balcones de hierro arqueados envuelve las ventanas con parteluces como los aros de un miriñaque. Igual que los del palacio, los grandes portales de mármol están adornados con las divisas de los ilustres Anjou. Debajo, las logias abovedadas están sostenidas por columnas de mármol rojo y el capitel tallado de cada una de ellas representa el rostro de una diosa o una santa. Comienzo a entender. El techo, empinado y en punta de una manera que no había visto nunca, está cubierto de pequeños óvalos de algo que parece porcelana, como si los dioses, saciados después del banquete, hubiesen arrojado sus platos sobre el castillo y, al gustarles el motivo acertado que formaron, hubiesen pegado los trozos con luz dorada.
»¿Y qué buen fantasma habrá sido el que hace tiempo arrojó puñados de semillas desde las torres? Por todas partes hay jardines fortuitos, rosales descoloridos que se atiborran de sol y trepan por donde quieren, adelfas altas como árboles viejos y, aquí y allá, pinos de montaña altos y rojizos. El tronco veteado de un solitario magnolio está partido formando una especie de cama. No hay señales de una mano mortal.
»—
Gianpiero Sultano, ti presento Tosca Brozzi
.
»Leo me presenta a sus anfitriones y yo sonrío y digo
Molto lieto
, pero no veo más que los jardines. Todavía no estoy presente entre los abrazos y los saludos, sino en la torre, arrojando semillas de malvas y durmiendo en el corazón del magnolio.
»Mientras seguimos dando vueltas, un hermoso niño pelirrojo nos pasa unas tacitas de leche de almendras fría. Es el hijo del encargado; lleva pantalones cortos de cuero y una hermosa camisa blanca, los pies marrones descalzos y se llama Valentino. Debe de tener siete años y creo que es el anfitrión oficial del día, porque nos dice, a las otras mujeres jinetes y a mí, que ha dispuesto para nosotras unos aguamaniles con agua de limón y toallas en una mesa bajo una pérgola.
»—
Venite, venite
—nos llama y nos conduce al interior de la sombra con tanta alegría como si el camino condujera al bebé del pesebre.
»Se ha dispuesto una larga mesa de piedra bajo la logia, del lado de la casa que mira a los rediles y a un olivar. Cestas y cubos de flores silvestres y plantas aromáticas y velas ocres gruesas en candeleros negros de hierro adornan la mesa. Todos están sentados. Las criadas y los mozos de cuadra que han venido del palacio, Lullo, el encargado, y Valentino, su hijo. En el palacio, las criadas y los mozos de cuadra no se sientan a la mesa del príncipe. Ahora cada uno coge la mano de la persona que está a su lado y Cosimo bendice la mesa. Estoy sentada entre Leo y Valentino. Es la primera vez que cojo la mano de Leo.
»Jarras de barro cocido con vino y platos y fuentes con las famosas palomas van pasando de uno a otro, en lugar de que un camarero nos sirva. Es una combinación de la manera en que se hacen las cosas en el palacio y la manera en que se hacen en el
borghetto
: se ha reunido aquí lo mejor de cada uno. Me sirvo un plato trinchero de pan cubierto de la pasta negra y lo muerdo directamente de mi mano, como hacen los demás, como hace Leo. Es delicioso y cojo otro. Lullo me suelta una explicación:
»—Se asan las tripas lavadas en grapa en una cacerola de cobre a fuego vivo con romero, salvia, olivas negras, ajo, peladura seca de naranja y vino tinto. A medida que se va consumiendo el vino, se echa más; no hay que dejar que los ingredientes se peguen a la cacerola ni que las tripas tengan demasiado líquido. Cuando la mezcla queda negra como la sangre vieja y los perfumes te enloquecen, se echa todo en un mortero y se machaca hasta que adquiere la textura de la mantequilla. Hay que dejarlo reposar en el mortero bajo un paño blanco limpio durante dos días.
»—
Amen
—decimos los dos a la vez.
»—Botellas de Marsala y Moscato y tacitas de plata. Ciruelas en sus ramas y con hojas en cuencos de agua. Galletas cubiertas de semillas de sésamo. Pasta de almendras con las formas y los colores de los higos de tuna, dispuesta en una bandeja entre las frutas de verdad.
»—A ver si las distinguen —desafía Valentino y nos coloca delante la bandeja.
»Son casi las cinco y sólo Leo, Cosimo y yo seguimos sentados a la mesa; casi todos los demás se han retirado a la oscuridad de sus dormitorios. Bendito descanso.
»Regresaremos al palacio en el automóvil que ha traído antes al pabellón uno de los criados de la casa. Mañana vendrán a buscar nuestros caballos para llevárselos. Nosotros emprenderemos el regreso al anochecer y nos detendremos a mitad de camino, en una
locanda
, que le gusta mucho a Leo: una casa de piedra o lo que queda de ella, en medio de un bosque de pinos. Habrá queso y vino y podremos dar un paseo para estirar las piernas.
»—Yo me quedaré aquí a pasar la noche —dice Cosimo—. Iré a Enna por la mañana y estaré de regreso en el palacio a la hora de cenar. La curia no está contenta conmigo.
»Leo se echa a reír:
»—Entonces Dios debe de estar encantado contigo, amigo mío.
»Los dos hombres se levantan, se estrechan la mano y se abrazan.
»—
A domani
, Cosimo.
»—
A domani, principe. A domani
, Tosca. —El sacerdote me coge la mano y se la lleva a los labios, sin que me toquen la piel—.
Tanti auguri
—dice—,
tanti auguri, cara
Tosca —y se marcha.
»Cabalgar toda la mañana, el sol, el vino; la gran tarea soñada de arrojar las semillas desde las torres; las tripas de una paloma… Quisiera dormir. Más aún: quisiera estar con él. ¿Es mi cumpleaños lo que me vuelve atrevida?
»—Me llevó al palacio hace todos estos años con la intención de hacerme el amor, ¿no es cierto?
»Leo ha estado dando de comer trocitos de pasta de almendras al perro de caza que tiene a sus pies. Me mira sin dejar de pasar la mano por el hocico del perro y asiente, como si hubiese estado esperando mi pregunta.
»—La intención, como tú la llamas, no estaba definida como tal. Tú eras una niña y yo conocía a gran cantidad de mujeres encantadoras con las que podía divertirme. Sin duda, la primera vez que te vi, el potencial de tu belleza me atrajo y me intrigó, pero no me puse a caminar con impaciencia por los pisos superiores esperando que maduraras.
»A mí sí que me pilla desprevenida su quite, su franqueza. Me agrada y sin embargo me asusta. Un rito de iniciación.
»—Ya sabes que fue tu padre quien te ofreció a mí. Para él ya eras incorregible, incluso a los nueve años. Te describió como una arpía ceñuda y decía que tu hermana era tan sumisa como tu madre. Cuando vino a verme para proponerme que te tomara como pupila, no presté atención a todo lo que me dijo. Siempre me ha resultado doloroso escuchar a un padre, y aún peor si es una madre, que ha decidido entregar a su hijo, por el motivo que sea. A menudo son bebés, bastardos recién nacidos que las monjas rechazan porque todas las cunas del convento están ocupadas. Como por aquí los ricos no parecen reproducirse con tanta facilidad como los pobres, a veces venden a los bastardos a una pareja estéril que a menudo hace pasar a la criatura por su propio milagro y, en mi situación, siempre están los hijos de los propios campesinos que han fallecido. La gripe, la tisis, un corazón cansado que estalla una tarde en los campos. Un resbalón, una caída, un grito de ayuda que pasa desapercibido con el ruido de la trilladera. A menudo ninguna de las demás familias tiene espacio ni alimentos suficientes como para hacerse cargo de una personita más; conque a dicha personita la bañan, la visten, la peinan y la llevan a la entrada del servicio, con disculpas, con gratitud. De vez en cuando, mis padres tenían hasta diez o doce de estos huérfanos en casa.
»—¿Le ha ocurrido a usted? ¿Han dejado huérfanos a su cuidado?
»—Claro que sí, pero Simona no es como mi madre. He pasado sobres blancos abultados por la rueda de más de un convento; he esperado junto a la cancela que alguna monja velada me cogiera de los brazos el bulto envuelto. Siempre lo he hecho yo mismo, pensando que tal vez el hecho de que yo pasara al bebé en persona le garantizaría cuidado y protección, incluso afecto. Llevo un registro de la entrega de cada niño y de los sobres anuales que sigo enviando en su nombre. De todos modos, me acosan. El hábito no hace al monje. —Con los codos sobre la mesa y la cabeza en las manos, Leo calla, pero prosigue al cabo de un rato—: Sin embargo, lo que tu padre hizo fue extraño, al menos en mi experiencia o mi recuerdo. Nunca antes había tenido delante a un hombre joven y sano que disfrutaba de lo que, para aquella época, era un negocio relativamente próspero y, de todos modos, quería "entregarme" a su hija de nueve años, totalmente sana, totalmente inteligente y totalmente encantadora.
»—Nunca me había puesto a pensar en cómo habría sido su primer encuentro con mi padre, quiero decir, cómo llegaron los dos a un acuerdo. Tengo la seguridad de que mi padre no habrá apelado a ningún recurso sentimental, sino que debió de ser una conversación comercial bien franca, puesto que yo no era ni bastarda ni huérfana, sino un bien mueble, una pertenencia de más que podía convertir en efectivo. ¿O tal vez en caballos? En lugar de suplicarle que se quedara conmigo porque no podía ocuparse de mí, me vendió, ¿verdad? Lo sabía entonces como lo sé ahora.
»Yo misma me escandalizo de mis palabras. No derramo amargura a propósito y, sin embargo, lo he hecho. Leo se acerca a donde estoy sentada y se agacha para cogerme en sus brazos en un abrazo paternal. Lo alejo y me pongo de pie delante de él con coquetería.
»—Míreme. ¿Acaso doy pena? ¿Parezco destrozada o muerta de miedo porque mi padre no me quería? Creo que no y no le diré que nunca me he sentido triste por el trato que me dio, por querer librarse de mí. Eso no se lo diré, pero el dolor que haya sentido había comenzado a disolverse antes de que usted fuera a buscarme. Usted no me salvó, señor, sino que me salvé yo sola.
»¡Qué desagradecida soy! ¿Qué demonio llevo dentro? Vuelvo a sentarme y Leo se sienta a mi lado. Sin mirarlo, me atrevo a tocar el dorso de su mano, que descansa en su muslo. Le toco la mano con las puntas de los dedos. Arrepentimiento.
»—Háblame de tu padre, de lo que recuerdes de él —dice Leo, cambiando mi mano para que quede bajo la suya.
»—Muy pronto, hasta el amor instintivo que sentía por mi padre me pareció mal. Al principio, cuando murió mi madre, traté de acercarme a él, supongo que imitándola. Después de todo, me tocaba a mí hacer de mamá, ¿no es cierto? Solía poner una galleta más junto a su café por la mañana y, como estaban contadas y tenían que durar una cantidad determinada de días, tenía que darse cuenta de que eso significaba que yo comía una menos. Siempre se comía la galleta, pero nunca me dio las gracias. Casi no me dirigía la palabra.
»Siempre regresaba a casa bien entrada la noche. Yo solía acostar a Mafaldita, le contaba la historia de la princesa que tenía tres vestidos hermosos, se bañaba en leche tibia y comía pasteles glaseados de color violeta todas las mañanas a las once, cuya madre le había prometido que no moriría nunca jamás. Le daba un beso y la cogía de la mano hasta que se dormía y después me iba a sentar en el escalón que hay delante de nuestra casa, con el gato en el regazo, a esperar a mi padre. A veces me quedaba dormida así y no me despertaba hasta que el gato se sobresaltaba porque venía mi padre.
»—Papá, te estaba esperando. ¿Tienes hambre? He dejado un huevo para ti y un poco de pan.
»Entonces se sentaba a comer el huevo y cortaba el pan con los dientes, como mi madre nos decía que sólo hacen los animales. Yo me quedaba de pie junto a la mesa, parloteando de lo mucho que le había costado dormirse a Mafaldita o de que le seguían doliendo el brazo y el hombro en donde se había golpeado al caer la semana anterior y, si no había ninguna buena noticia, siempre me inventaba alguna para contarle, como solía hacer mi madre: que parecía que el heno duraría una semana más o que había encontrado unas setas bajo el pino grande aquella mañana, cuando iba a la escuela, y ya las había puesto a secar sobre el techo. Me quedaba allí, hablando y hablando, sin atreverme a callar por miedo al silencio que oiría en lugar de su voz respondiéndome. No me gustaba el silencio entre él y yo. Él abría la espita del barril y ponía el vaso debajo, sin dejar de mirarme. Bebía el vino de uno o dos tragos largos. Se desabrochaba el cinturón, se quitaba los pantalones y se acostaba en su cama, que yo había hecho con las sábanas que Anna Lavandería había dejado limpias y dobladas aquella tarde o, si no era su día, las que yo había alisado y metido bien tirantes bajo el colchón, como a él le gustaba.
»—¿Quién es Anna Lavandería?
»¿Qué más da quién es Anna Lavandería? Entiendo que mi historia entristece a Leo y que busca alguna excusa para distraerme, así que lo complazco.
»—Anna Lavandería es el nombre que dábamos todos a la
lavandaia
, la lavandera, que iba de casa en casa, a cada una un día determinado, para lavar la ropa y tenderla a secar al sol. Solía regresar por la tarde, después de descansar, para doblarla y plancharla. La usaban sobre todo los ricos, pero, como Mafaldita y yo éramos demasiado pequeñas para sostener el peso de las sábanas, mi padre comenzó a negociar con ella cuando murió mi madre. Un saco de tomates y dos coles una semana; alcachofas o arroz o algunas cosas de la
dispensa
que yo pensaba que le había escondido, como azúcar y mantequilla de verdad para hacerle un pastel a Mafalda.
»Reanudo mi historia.
»—Entonces, sin decir nada, mi padre se acostaba en su cama, doblaba los brazos bajo la cabeza y me miraba fijamente. Nunca supe si esperaba que me agachara y lo besara como nos había enseñado a hacer mi madre, pero nunca lo hice. Ni una sola vez me incliné para besarlo después de que murió mi madre. Cogía el gato, subía la escalera de mano con el animalote en brazos y nos acomodaba a los dos al lado de Mafaldita. Me quedaba despierta un buen rato, al menos hasta que escuchaba el ruido sordo y regular de la respiración de mi padre cuando dormía. Yo era la
vigilessa
, la guardiana. El gato y yo. Juntos protegíamos a Mafaldita.