»Pero no pasó mucho tiempo antes de que dejara de ser la madre sustituta y empezara a ser simplemente Tosca. No estaba bien que tratara de ser la madre. Daba la impresión de que tenía que ir a confesarme cada vez que le lanzaba mi gran sonrisa dulce de mamá y le decía que le había guardado un huevo. La sonrisa de mamá parecía una mentira. Me sentía mejor cuando simplemente me ocupaba de mis asuntos, sin preocuparme siquiera de lo que le gustaría o no. Empecé a pensar sólo en Mafaldita y en mí y en mis amigos y mi maestra y en las personas que se ponían contentas al vernos a Mafalda y a mí en el mercado todas las mañanas.
»Solía cruzarme el bolso marrón de mi madre sobre mi orgulloso pecho plano y, aunque me llegaba por debajo de las rodillas, me daba la impresión de que me quedaba muy elegante. ¡Cómo me gustaba aquel bolso! ¡Cómo me gustaba cepillar el cabello de mi hermana y trenzarlo bien apretado, usar mi propia saliva para alisarlo en torno a la raya y atarle los extremos con cintas rojas, a veces rosadas, abrocharle las sandalias y cogerla de la mano.
Sei pronta?
Ella siempre estaba lista, como si fuéramos a una feria o una
festa
. El mercado era como ir a visitar a los familiares. Debía de ser como tener una abuela. Me encantaba que saliéramos mi hermana y yo a comprar la col o las patatas o doscientos gramos de
maccheroncini
o lo que fuera que pensara hacernos de comer aquel día. Cada comerciante nos daba algo extra: a veces un puñado de perejil o una manzana partida por la mitad, un puñado de
zibbibi
dorados que nunca nos comíamos allí mismo, sino que los guardaba en mi bolso para que Mafaldita y yo pudiéramos darnos un festín a la hora de la merienda. Uno de los pastores casi siempre se sacaba el cuchillo del cinturón y cincelaba una rebanada grande y hermosa de su queso de oveja más añejo. Una parte iba a parar al bolso y dividía la otra en dos trozos. Con la misma reverencia que habría mostrado con una hostia para comulgar, decía a Mafalda que sacara la lengua y le ponía uno directamente en la boquita abierta y expectante, como un pajarillo hambriento; el otro iba a parar a la mía: "No mastiques —le decía—, deja que se funda. Deja que te llene la boca y la nariz", le decía y sabía que a ella le encantaba aquella explosión de sabor áspero y fuerte como me encantaba a mí. Aunque no era verdad, solíamos decirnos que el sabor nos había durado todo el camino de vuelta a casa.
»Se suponía que yo fuera a la escuela y dejara a mi hermana con su muñeca y el pan que tenía para comer a mediodía y a veces lo hacía así. Otras veces la llevaba conmigo y la dejaba sentarse en mis rodillas o al fondo de la clase, donde jugaba con los otros niños que quedaban al cuidado de sus hermanos mayores, pero, justo después de la muerte de mamá, durante unos meses no fui a la escuela. En cuanto volvíamos a casa del mercado, me ponía enseguida a preparar la cena, como si tuviera diez niños y seis pastores hambrientos que alimentar. Cortaba en trocitos, hervía y vigilaba la col o las patatas, ponía la mesa, hacía que todo quedara bonito. Descubrí que podía ser perfectamente feliz incluso sin el amor de mi padre. ¿Comprendes? Me lo había figurado todo y con la ayuda de Francesco Brasini.
»—¿Qué es lo que te habías figurado y quién era Francesco Brasini?
»Esta vez Leo no está tratando de distraerme, sino que realmente me escucha embelesado y quiere seguir mi historia.
»—No importa quién era. Lo único que importa es lo que hacía. Si escucha, lo comprenderá. Yo me lo figuré así: mi padre nunca había sido amable con mi madre, de modo que por qué iba yo a esperar que fuese amable conmigo. Me figuré que no era amable porque no podía serlo: no era una persona amable, como tampoco era alto ni rubio ni tenía los pies grandes. Comprender eso me hizo sentir mejor. Hay personas que nacen vacías, señor. Todo tipo de buenas acciones y paciencia y amabilidad cariñosa ni siquiera pueden empezar a llenarlas. Mi padre no me sonreía ni me hablaba no porque yo no fuera una buena persona ni una persona respetable, sino porque él no era capaz de hacer cosas como sonreír y hablar y ser amable. El pelo no le podía crecer rubio y él no podía sonreír. Así fue como mi mente de ocho años comenzó a comprender las cosas y, una vez que conseguí aclararme bien todo aquello en la cabeza, logré aclarar también otras cosas, como cuando encajar una pieza de un rompecabezas en su sitio te sirve para saber dónde encajan las demás. Lo que aprendí acerca de mi padre me ayudó a estar preparada para el
signor
Brasini.
»—Tosca, ¿quién demonios es el tal Brasini?
»—Sus interrupciones me obligan a repetirme. Mi padre no sonreía a mi madre ni le hablaba con amabilidad ni le cogía la cara entre las manos ni la besaba en los labios como vi que hacía el
signor
Brasini con su esposa un día en el mercado. Nunca lo he olvidado: el
signor
Brasini simplemente se detuvo y se volvió hacia su esposa, extendió sus manos grandes de labriego y le acarició la cara, la acercó a él y la besó igual que en las películas. La besó durante un largo rato y después la miró y sonrió. Observé al
signor
Brasini y a su esposa. Me fijé cómo ponían cebollas en un saco de una pila que había en la parte posterior del camión de lo Mastro. Hasta sonreían mientras escogían las cebollas, señor, y, cuando vi todo aquello, supe que yo haría las cosas de aquella manera: yo quería que mi vida fuera de aquella manera y no como la de mi padre y mi madre. Sabía que algún día me amaría un hombre como Brasini. O tal vez fuera que yo no podría amar a un hombre que no fuese como Brasini. Todo aquello me condujo a la verdad de que hay dos tipos de hombres en el mundo: los que son como Brasini y los que no; los que son capaces de cogerte la cara entre las manos y besarte como en las películas y aquellos que ni en diez millones de años te cogerían la cara entre las manos y te besarían como en las películas. Pues bien, el tipo de hombre que no podía hacerlo en realidad no tenía la culpa, sino que simplemente no podía, del mismo modo que mi padre no podía ser amable. A algunos hombres jamás les crecería el pelo rubio y ellos jamás iban a coger la cara de una mujer entre sus manos ni le iban a sonreír como si ella fuera un ángel. No importaba lo que la mujer hiciese ni dijese ni el aspecto que tuviese ni cómo fuese, porque no conseguiría que él le cogiese la cara entre las manos y la besase como en las películas. Como ya he dicho, tenía alrededor de ocho años aquella mañana en el mercado el día que tuve esta revelación o tal vez siete, pero fue aquello lo que me ayudó a no sentirme herida, ni siquiera sabiendo que mi padre no me quería, y también me ayudó a reconocerlo a usted. Usted es, sin duda, un Brasini, señor. Lo supe cuando tenía diez años, tal vez once. Lo que quiero decir es que, cuando comprendí la teoría de Brasini, logré librarme de la idea de que mi padre no me quería. El vacío, el conflicto, la culpa que podría haber llevado como una carga toda la vida simplemente los puse allí donde yo estaba; lo dejé todo en el suelo y me alejé. Comprendí cómo eran las cosas y cómo no eran y, si eso no es cierto, si no es así como las cosas son y no son para los demás, pues bien, permítame decir que así es como son para mí.
»—Me parece improbable que una criatura de ocho años, ni siquiera una Tosca de ocho años, pudiera orientarse en semejante bosque emocional.
»—No es improbable en absoluto. Que los niños no siempre digan lo que saben no significa que no lo sepan. A veces les basta con quedarse callados acerca de lo que saben y lo que sienten. A veces sufren por lo que saben o, como era mi caso, se sienten liberados por ello, pero, en cualquiera de los dos casos, no siempre hablan de ello. Agradezco al
signor
Brasini por enseñarme, a plena luz del día, cómo vivían su vida otras personas. Sin él, tal vez habría pensado que todos los hombres eran como mi padre y, ya que estamos, también agradezco a mi padre y no sólo porque fue a usted a quien me envió, sino que le agradezco que haya sido tan constante en su imperturbabilidad. Yo no habría tardado mucho en huir de él de todos modos; me habría llevado a Mafaldita conmigo, sin embargo, y no dudo ni por un instante de que habría podido arreglármelas.
»—Lo habrías hecho bien, lo sé. —Leo echa unas cuantas gotas de Moscato en dos de las copitas de plata y me ofrece una. Sujetando en alto su copa, dice—:
Tanti auguri
, Tosca.
»Bebemos el vino y nos quedamos en silencio. Ha vuelto a coger mi mano con la suya.
»—¿Qué soy para usted, señor? ¿Me considera una hija?
»—No, una hija no, aunque siento y siempre he sentido que tengo un deber que cumplir contigo y estoy dispuesto a defenderte, aunque los dioses saben que tú no necesitas a ningún caballero. Despertaste en mí un afecto curioso casi de inmediato. Me hacías reír con tu atrevimiento, tu lucha. Te admiraba y pienso que te envidiaba. Te cruzabas de brazos y levantabas la barbilla y rechazabas todo lo que no querías, mientras que cogías doble ración de todo lo que te apetecía y no me refiero sólo a la mesa. Eras un demonio, cielo; más que medio salvaje cuando llegaste. Pero no sé decirte cómo ha evolucionado lo que siento por ti; está cambiando, sin duda, y va cambiando a medida que hablamos. Basta con decir lo que ya he dicho antes: que soy más feliz cuando estás cerca. Además y desde hace mucho tiempo, he sentido una gran inclinación a coger tu cara entre mis manos.
»—¿Y a besarme como en las películas?
»—Puede que eso también. —Me suelta la mano, se pone en pie y da unas vueltas. Regresa a donde sigo sentada y me mira desde arriba, otra vez con cara de padre—. Ahora es mejor que descanses, Tosca. Le pediré a Valentino que te lleve a la
mansarda
. Las habitaciones de allá arriba son tranquilas y es posible que corra algo de brisa en la logia. Valentino te llevará agua fresca y todo lo que quieras. Irá a despertarte cuando sea la hora de marchar, a eso de las ocho, más o menos.
»Ya se ha marchado a buscar a Valentino, conque cojo mi copita de plata, meto la punta de la lengua en el hueco y lamo la última gota de Moscato que el sol ha secado.
—Dejo de contar después de cinco tramos de una escalera estrecha de piedra, cada uno de los cuales parece virar en una dirección distinta. Valentino me conduce hasta una puerta doble de madera, la abre, dejando la llave en la cerradura, coloca agua y un vaso y dos toallitas de lino sobre una mesa del
salone
al que entramos, me desea
buon riposo
y se retira rápidamente. Incluso en comparación con las del palacio, la habitación es grande; el techo es una bóveda alta de color gris plateado y los muros están cubiertos de un moaré almohadillado del tono de los granos del café. "Un
salone
masculino", pienso, mientras paso las manos por la parte superior de un sofá de terciopelo marrón descolorido, donde es posible que Leo haya apoyado la cabeza. Mis botas producen un sonido hueco sobre los suelos de piedra desnudos mientras voy de una habitación a otra, abriendo y cerrando puertas. Encuentro varias en las que todo el mobiliario está cubierto de sábanas y gruesos cubrecamas de lona y una habitación
vacía
, con las alfombras enrolladas y alineadas junto a las paredes. A un lado de un corredor largo, percibo el contorno apenas visible de una puerta lisa, que no tiene pomo. Se abre con un solo empujoncito de mi cadera y revela aún más habitaciones con largas ventanas sin lavar, flanqueadas por jirones de cortinas. Detrás de otra puerta hay un dormitorio decorado de forma bastante similar al primer
salone
. Una cama cubierta por capas de seda marrón parece casi pequeña, perdida en el inmenso mar del suelo de piedra. Una araña con minúsculas pantallas de brocado color bronce sobre cada luz en forma de vela se balancea a poca altura sobre la cama. Hay una sola silla, un tocador sin espejo y una pequeña cómoda. En una de las paredes, hay puertas abiertas a la logia, desde la cual la amplia vista del campo sólo se detiene en el horizonte, en el lugar donde el cielo casi incoloro se funde con el trigo. La logia está vacía, salvo por una cama con cuatro columnas, hecha con sábanas blancas limpias y almohadas y rodeada por doseles opalescentes, finos como una tela de araña, a los que da peso una orla ancha de satén grueso de color rosado. "Descansaré aquí", decido, pero me he olvidado de traer el agua, de modo que antes debo atravesar todo el apartamento para ir a buscarla. A mi regreso a la logia, vuelvo a detenerme en el dormitorio y abro cada cajón de la cómoda. ¿Qué busco? ¿Acaso es esto? Dos camisones blancos de seda fina, perfectamente planchados y doblados. Un frasco de perfume con un tapón de vidrio biselado. Chanel número 5. Quito el tapón y empiezo a aplicarme toquecitos del perfume, que no es el que usa Simona. "Si nadie me cautiva, al menos me cautivaré yo misma", pienso y rápidamente me desabrocho los botones de la camisa y me quito la
canottiera
. Dejo también el tapón y me vierto el perfume sobre el pecho, me lo froto en los brazos y el cuello. Me quito las horquillas de las trenzas y me echo lo que queda en el pelo. Salgo a la logia, me quito las botas de una patada y, vestida sólo con los pantalones de montar, separo las cortinas delgadas de la cama y me acuesto. Las cortinas se balancean con la brisa pícara y me pregunto quién será la mujer que no es Simona que usa Chanel número 5 y camisones de seda blanca fina. Me apoyo los brazos perfumados sobre la cara y, por debajo de ellos, canto:
"Tanti auguri a me. Tanti auguri, cara
Tosca. Feliz cumpleaños para mí. Feliz cumpleaños, querida Tosca." Se levanta viento y trae el aroma del trigo cosechado que se tuesta bajo el sol del atardecer y lo mezcla con el olor de la lluvia que llega con estruendo desde el oeste a través de un cielo que se oscurece. Se anuncia a sí misma: lloverá antes de la puesta del sol. ¿Vendrá Leo a acostarse conmigo antes de que llueva? Me rindo al viento y lo dejo jugar con mi cuerpo, mientras el cielo casi anochece y las cortinas se balancean más rápido. Entonces escucho algo: hay alguien en la habitación contigua. Me pongo de rodillas e instintivamente me cubro con las manos los pechos desnudos. Leo sale a la logia y se dirige lentamente hacia la cama. Lleva mi camisa y mi
canottiera
en las manos. Yo sigo de rodillas, sigo cubriéndome los pechos. Sin apartar las cortinas, Leo me coge la cara entre las manos, me besa los labios a través de la tela de araña y, aún sin apartar las cortinas, con suavidad retira mis manos de mis pechos y coloca las suyas donde estaban las mías. Me acaricia los pechos. Después se quita rápidamente la ropa, aparta las cortinas y me acuesta en la cama. Ahora es Leo el que está de rodillas, desabrochándome los pantalones de montar y deslizándomelos hacia abajo hasta quitármelos. Me pasa con firmeza las manos abiertas a lo largo de las piernas, me moldea la carne con los dedos y la apuñetea una y otra vez, por todas partes. Leo es un escultor que dará forma de mujer a una niña. Vuelve la luz, que entonces es roja y dorada, y el viento enloquece y la pesada orla de satén de la cortina golpea la cama con fuerza e insistencia, como el volante de la falda de una bailaora española.