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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (29 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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»Me quedo sentada en la silla mientras ella duerme; dormito, como si estuviera de guardia. Una de las veces que me despierto, poco antes del amanecer, veo que se ha marchado. Ha escrito una nota en una guarda que ha arrancado de mi libro: ha puesto su dirección y el número de teléfono del taller. Me dice que sólo use aquel número en caso de emergencia. Me pide que le escriba cuando tenga una dirección estable o si necesito algo. Dentro del papel plegado de color melocotón ha dejado dos mil liras.

—Veía a Mafalda de vez en cuando. Obtuvo el título de contable, rompió con Giorgio y ofreció todo el baúl para el ajuar a una de sus hermanas, que estaba a punto de casarse. Poco a poco, se fue haciendo cargo de los asuntos económicos de varias empresas pequeñas. Se mudó a un apartamento más grande, se sucedieron rápidamente varios amores y desamores febriles, aunque nadie le robó el corazón y, sin duda, yo tampoco. Sin embargo, a última hora de una tarde de diciembre, tal vez seis años después de nuestro encuentro en la parada del autobús, íbamos caminando por la ciudad, hablando de su trabajo, si no recuerdo mal; caminábamos deprisa para no enfriarnos, y, como si fuera el gesto más habitual del mundo, me cogió del brazo, me besó en la mejilla y su boca dibujó aquella sonrisa de Bellini tan escurridiza.

C
APÍTULO
II

—Mi vida era mucho más monótona que la de Mafalda. Había días en los que prácticamente estaba decidida a regresar al palacio, algo tan sencillo como coger un tren en sentido inverso, pero, cuando me lo volvía a plantear, veía que, en aquellos primeros meses, había aumentado la distancia, el espacio de separación entre el palacio y yo. El camino de regreso estaba sembrado de minas. "Ahora no, todavía no", me decían los otros fantasmas.

»En el letargo canicular de pleno verano, deambulaba menos por la ciudad; prefería permanecer horas sentada en los
caffès
, bajo la escasa protección que brindaba alguna sombrilla de Campari, fumando cigarrillos comprados en el mercado negro en una boquilla de plata corta que había encontrado entre las joyas de Isotta. Mi bebida preferida era la Coca-Cola a temperatura ambiente bebida con pajita. Si en algún lugar la gente invadía el fantasma que soy y se introducía a empujones y sin ceremonias en mi reducido terreno privado, dejaba algunas liras bajo un vaso o un plato y me trasladaba unos cuantos metros más abajo por la Via Maqueda hasta el bar siguiente. No sé cuándo empecé a organizar mi tiempo para llegar al último bar de la calle Maqueda, el que queda en la esquina de la Via del Bosco, todas las tardes a las seis.

»Muy compuestas delante de las cortinas blancas de lona y bajo unos toldos negros recién lavados, unas señoritas extravagantes, vestidas de seda y con rosas de terciopelo clavadas en los sombreros, se reúnen en grupos de dos y de tres en torno a tazas de té y copas de Brandy Alexander y espléndidos pastelillos de color verde y rosado. Yo me siento en el interior, en cambio, bajo las alas ruidosas de los ventiladores de techo, en la oscuridad del bar, en la mesa más pequeña, la que está pegada a la pared, que siempre está libre. Desde allí veo entrar a las otras señoritas. A menudo llegan a ser diez, aunque creo que a veces son más. Entornan los ojos por el humo de los cigarrillos que sujetan entre los labios; sus voces metálicas rasgan el silencio; empujan y arrastran las mesas y las sillas para acercarlas y sentarse en cómoda hermandad. Ellas también llevan vestidos de seda, más cortos y ceñidos, y tacones más altos en sus sandalias blancas. Los ojos agradablemente tiznados de azul eléctrico o turquesa y el cabello cardado de forma aparatosa. Una noche, antes de irme a la cama, intenté ondularme el pelo como ellas, para ver cómo me quedaba. Me pareció que me gustaba, pero seguro que no era el peinado adecuado para un fantasma, aunque era perfecto para ellas, quienquiera que fuesen. ¿Quiénes son? ¿Una compañía de bailarinas? ¿Empleadas de una lavandería que han acabado su turno de trabajo? ¿Dependientas de camino a sus casas? Son jóvenes. Tan jóvenes como yo. Más jóvenes que yo.

»Casi todas las tardes de aquel verano, me siento junto a mi mesita contra la pared en el bar en sombras de la calle Maqueda y, como no me habían hecho caso los comerciantes de los mercados ni las mujeres de los pescadores en el muelle, tampoco me lo hicieron las señoritas del pelo cardado. "La puttanina" me llamaban los que cuchicheaban en el palacio y ahora estoy sentada aquí, contemplando en silencio a las de verdad. Cortesanas,
les demi-mondaines
de carne y hueso. Se necesitaron semanas para que los indicios se convirtieran en una verdad diáfana. Su forma de acicalarse delante de sus espejitos, de pasarse el perfume de lilas y el pintalabios alrededor de la mesa como si fuera el pan, de estallar en gritos estentóreos ante confesiones hechas en un aparte y de abrir sus monederos para ayudarse las unas a las otras. Monedas, píldoras, pañuelos. ¡Con qué voracidad comían! Como si hubiesen estado medio hambrientas. La forma en que las tocaba con los ojos el camarero; como si fueran corderos muertos colgados en sus ganchos, su mirada se deslizaba de una en una. ¿Con cuál se quedaría? Lo que más traicionaba a las señoritas de la calle Maqueda era la tristeza que se manifestaba bajo el colorete, bajo el cardado. Mi propia tristeza se agrandaba por la suya. Cuando comprendí lo que eran, empecé a preguntarme si, sentada aquí en las sombras, se me habría concedido una mirada dickensiana a mí misma, a lo que podría haber sido de no ser por Leo. ¿Será posible que, finalmente, reconozca que Leo me ha salvado, que tal vez no habría tenido la fuerza para salvarme yo misma y que, en el mejor de los casos, habría muerto de la misma desolación febril que siempre he creído que se llevó a mi madre? ¿Será verdad que estoy dispuesta a perder el control extático de mi odio casi no identificado, de mi desesperación? ¿Puedo ocultar durante más de un instante la verdad de que el odio y la desesperación son dos de los disfraces que el temor luce con mayor frecuencia?

»Día tras día me siento en las sombras de los extremos de las mesas de las señoritas de la calle Maqueda, escuchándolas. De vez en cuando extraigo de mi bolso la libretita de ahorros verde, en la que están estampadas las fechas, los depósitos, las extracciones y los saldos. Al principio de cada mes, cuando voy al banco a firmar para recibir la dosis de fondos siguiente, descubro que no he gastado ni siquiera una pequeña porción del estipendio del mes anterior. Aunque era consciente de que aumentaba el saldo de mi cuenta, más allá del próximo cartón de cigarrillos o de las siguientes cuentas del bar o de la siguiente bolsa de pistachos o de los dos billetes de banco esplendidos que el primer lunes de cada mes doblaba y metía en un sobre amarillo que deslizaba bajo la puerta del despacho de la
signora
d'Aiello, jamás pensaba en lo privilegiado de mi posición. Además, estaban aquellos billetes que había escondido en el maletín de médico junto con las joyas y que no había contado jamás. Ahora observo a una de las señoritas de la calle Maqueda contando monedas y apilándolas delante de una de sus colegas, mientras la receptora insiste en decirle:

»—No, no. No puedes salvarme siempre.

»Algunos días entra un hombre a sentarse en el interior del bar con las señoritas de la calle Maqueda y el tono grave y arrastrado de su dialecto llega hasta mi mesa junto a la pared. Ellas también abren sus bolsos para él: de algunos salen fajos de billetes; de otros, unas cuantas monedas. Con el dorso de la mano, asesta un golpe rápido y fuerte sobre la mejilla de alguna de ellas: una advertencia aleatoria ante la cual todas se encogen. Cuando se marcha a grandes zancadas con sus zapatos lustrosos, ellas callan. Lágrimas. Maldiciones. Me hago un juramento. "He sido petulante, pretencioso y frívolo. He sido corrupto en mi pasividad", me dijo Leo el día que me habló de la muerte de Filiberto. Me he jurado salir de las sombras.

—Un día, a principios de septiembre, voy al convento de las benedictinas de Piazza Venezia a comprar los excelentes
cannoli
de las monjas para comer. Me he enterado de aquellos pasteles hechos por las monjas de oírlos mencionar en los
caffès
.

»—Son los mejores
cannoli
de todo Palermo.

»—Exquisitos.

»—Mientras uno espera, fríen los tubos delicados hasta que quedan crujientes. Cuando se enfrían un poco, los rellenan con el requesón de esa mañana, mezclado con azúcar (no demasiada), rodajas finas de cáscara de naranja confitada y raspaduras de chocolate negro.

»—Y ron.

»Estoy de pie en el vestíbulo austero con muchas personas más. Me toca el turno de acercarme a la rueda y pido: "Tre per piacere", deposito mis monedas en la cajita y empujo la rueda. Unos minutos después, la rueda vuelve a girar hacia mí. Cojo la cajita de papel y me vuelvo para marcharme. Dos o tres pasos detrás de mí está una de las señoritas de la calle Maqueda. La saludo con la cabeza al pasar a su lado, pero no me reconoce. Salgo a los escalones, encuentro un poco de sombra en mitad de la escalera y me siento allí a comerme los
cannoli
, uno detrás de otro. Caigo en la cuenta de que estoy esperando a que ella salga. Cuando lo hace, lleva una caja muy grande. Me sacudo las migas del regazo, me limpio los labios, me pongo de pie y digo:

»—La veo a menudo en el bar de la calle Maqueda. Sólo quería saludarla. Me llamo Tosca.

»Extiendo la mano, pero puede que porque lleva una caja grande o por su propio desinterés en aquella desconocida alta del vestido anticuado, no me ofrece la suya; me dirige una sonrisa y sigue bajando las escaleras. Quiero correr tras ella y creo que lo habría hecho, si no se hubiese detenido entonces, se hubiese vuelto y me hubiese respondido:

»—
Ci vediamo, allora. Più tardi. Mi chiamo Nuruzzu
. De acuerdo, nos vemos. Más tarde. Me llamo Nuruzzu.

»—
Ciao
, Nuruzzu.

»La saludo con la mano y me doy cuenta de que soy yo la que saluda, en lugar del fantasma.

—Con aquel breve intercambio de palabras en la escalinata del convento, todo cambió o al menos comenzó a cambiar, aunque muy poco a poco. Nuruzzu fue la única de las señoritas de la calle Maqueda que se mostró dispuesta a hacerse amiga mía. Algunas de las otras creían que estaba buscando la manera de sumarme a ellas, de que me reclutara el hombre que venía a llevarse su dinero. "En el territorio que tenemos asignado ya hay demasiada gente, demasiadas chicas. No hay suficientes clientes. Vete." Otras pensaban que yo era una espía, una chica con ropa inocente y la cara lavada, procedente de un territorio rival, más cercano a los muelles. Eran las señoritas que fruncían la boca alrededor de sus cigarrillos y, echando humo por las fosas nasales, advertían a las demás, poniendo los ojos en blanco, que tuvieran cuidado conmigo. Nuruzzu intentaba defenderme y les transmitía parte de la biografía abreviada y escogida que yo le había contado: que era nueva en Palermo, que había vivido toda mi vida en las montañas y que no quería sumarme a ellas ni tenía nada que ver con su oficio.

»—Además, es demasiado alta y no tiene pechos —dijo Nuruzzu en una ocasión, cuando yo estaba sentada con ellas y algunas hablaban mal de mí en el dialecto que pensaban que no podía comprender. Todas rieron entonces y yo reí con ellas, pensando en lo mucho que Leo había amado mi larga estrechez y mis pechos pequeños y duros.

»Sin embargo, dejando aparte mi aspecto o lo que les dijera, las señoritas de la calle Maqueda siguieron guardando las distancias, protegiéndose a sí mismas y su trabajo. Sólo Nuruzzu se arriesgó a hacerse amiga mía.

»Como amantes furtivos, solíamos encontrarnos en lugares y a horarios en los que Nuruzzu sabía que no nos verían sus hermanas ni el hombre que cogía su dinero. Nuestros encuentros solían tener lugar por la mañana en un
caffè
pequeño y mugriento detrás del mercado de la Vucciria. Sin uniforme (el vestido demasiado estrecho, los tacones demasiado altos) ni maquillaje, Nuruzzu no parecía tener más de quince años. No la reconocí en absoluto la primera vez que se me acercó con una camisa blanca y unos pantalones anchos negros, con sus pies diminutos calzados con zapatillas de terciopelo con cuentas bordadas y puntera redonda y el pelo recién lavado y peinado hacia atrás en una cola de caballo, y me sobresalté cuando se inclinó hacia mí para besarme en las dos mejillas.

»—Nuruzzu.

»—Sí, la auténtica Nuruzzu.

»Durante meses nos encontramos de aquella manera, dos veces por semana, a veces una sola. Algunas semanas no venía ninguna vez. A partir de aquel momento, sin embargo, no volví a ir al bar de la calle Maqueda, donde se encontraba con sus amigas antes de empezar a trabajar por la noche. Me conformaba con esperar a Nuruzzu.

»Era parlanchina. Supongo que cuando me sentaba con ella me acordaba de todo lo que solíamos hablar Agata y yo. Con Cosettina también, en la escuela del
borghetto
. De todos modos, me contó que vivía en un
monolocale
, un apartamento de una sola habitación, en un
palazzo
, cerca de la estación de tren. Vivía sola. Tenía diecinueve años. Dijo que su sueño era dejar su oficio y trabajar en una tienda o incluso encontrar trabajo como doncella. Una vez había trabajado de doncella, o de segunda doncella. Llevaba un vestido negro y un delantal blanco y una redecilla negra de ganchillo sobre el moño y se pasaba los días sacando brillo a la plata, ordenando cosas que nunca parecían desordenadas en lo más mínimo y pasando copitas de Marsala a los invitados que su señora recibía por la tarde. Dijo que ahorraba la mayor parte de lo que ganaba, compartía un dormitorio precioso con una mujer llamada Assunta y cenaba a las seis y media todas las tardes con los demás criados en una mesa cubierta de lino blanco en un comedor empapelado a rayas granates y verdes. Tenía libres los jueves. Fue precisamente un jueves cuando conoció a Piero.

»—Como todos los malvados que hay en este negocio, era muy seductor —dijo—, al menos al principio. Saben cortejar a una chica; le dicen lo que ella quiere oír. Dijo que me conseguiría un trabajo mejor, más dinero, mucho más dinero, y más tiempo para poder estar juntos no sólo los jueves. Dijo que era un tipo de trabajo muy especial que sólo podían desempeñar chicas guapas como yo. Yo tenía dieciséis años y era virgen. Me desprendió la redecilla del moño y extendió mi cabello sobre la almohada. Me dio a comer cerezas. Era un apartamento precioso. Pensé que era suyo.

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