—Pero guapa, de caerse de espaldas —insistió Gail. Y como de pasada—: O sea, preciosa de verdad. —Y de pronto pensó: Dios mío, empiezo a hablar como una tortillera cuando mi propósito es aparentar despreocupación.
Pero tampoco esta vez Perry y sus interrogadores notaron, por lo visto, nada anormal.
—¿Y dónde está esa Tamara que no es la madre de Natasha? —preguntó a Mark con severidad, aprovechando la ocasión para apartarse un poco de él.
—Dos gradas más arriba, a su izquierda. Una señora muy devota. Conocida aquí como la Monja.
Gail se volvió sin muchas contemplaciones y posó la mirada en una mujer de apariencia espectral, vestida de negro de la cabeza a los pies. El pelo, también negro aunque salpicado de canas, lo llevaba recogido en un moño. La boca, paralizada en un arco descendente, parecía no saber qué era una sonrisa. Lucía un pañuelo de chiffón de color malva.
—Y en el pecho una cruz ortodoxa de oro con un travesaño de más, digna de un obispo —exclamó Gail—. De ahí el mote, «la Monja», cabe suponer. —Y como si acabara de ocurrírsele—: Pero vaya si se hacía notar, la señora. Esa sí era el centro de la escena. —Reminiscencias de sus padres actores—. Su fuerza de voluntad se palpaba en el aire. Incluso Perry la percibió.
—Eso fue más tarde —advirtió Perry, eludiendo su mirada—. No les interesan nuestras opiniones a posteriori.
«En fin, la mía en particular no he podido› darla, eso desde luego, ni a posteriori ni antes, ¿eh que no?», estuvo a punto de replicar; pero, en su alivio por haber superado el obstáculo de Natasha, lo dejó correr.
Algo en Luke, aquel individuo bajo e impecable, la distraía: la forma en que ella, sin proponérselo, captaba su mirada una y otra vez; la forma en que él captaba la de ella. Al principio se preguntó si era gay, hasta que lo sorprendió echándole una ojeada muy heterosexual a la pechera de su vestido. Es por la gallardía del perdedor que se trasluce en él, decidió; por ese aire propio de quienes luchan hasta el último hombre, cuando el último hombre es él. Durante los años en que esperaba a Perry se había acostado con no pocos hombres, y a uno o dos les había dicho que sí por amabilidad, solo para demostrarles que eran mejores de lo que pensaban. Luke le recordaba a ellos.
En cambio Perry, concentrado en sus ejercicios de calentamiento previos al partido con Dima, apenas se había molestado en mirar a los espectadores, sostuvo, hablando con la mirada fija en sus manos enormes extendidas sobre la mesa ante él. Era consciente de su presencia en las gradas, los había saludado con la raqueta sin recibir la menor respuesta. Pero básicamente estaba muy ocupado poniéndose las lentillas, apretándose los cordones de las zapatillas, embadurnándose de protector solar, preocupándose por el mal rato que Mark haría pasar a Gail, y en general preguntándose cuánto tardaría en ganar para poder marcharse. Además, su contrincante, de pie a un metro de él, había empezado a interrogarlo.
—¿Le molestan? —preguntó Dima en voz baja y con toda seriedad—. ¿Mi hinchada? ¿Quiere que los mande a casa?
—Ni mucho menos —contestó Perry, picado aún por su roce con los guardaespaldas—. Son amigos suyos, imagino.
—¿Es usted británico?
—Lo soy.
—¿Británico inglés? ¿Galés? ¿Escocés?
—Inglés a secas, de hecho.
Tras escoger un banco, Perry dejó caer la bolsa de tenis, la misma que no había dejado inspeccionar a los guardaespaldas, y descorrió la cremallera de un tirón. Extrajo una cinta para el pelo y una muñequera.
—¿Es usted sacerdote? —preguntó Dima con igual seriedad.
—¿Por qué lo dice? ¿Necesita uno?
—¿Médico? ¿Se dedica a alguna rama de la medicina?
—Tampoco soy médico, lamento decir.
—¿Abogado?
—Solo juego al tenis.
—¿Banquero?
—Dios me libre —contestó Perry, irritado, y jugueteó con un gorro de playa raído antes de volver a echarlo a la bolsa.
Pero en realidad sentía algo más que irritación. Se había visto avasallado, y no le gustaba que lo avasallaran. Avasallado por el profesional residente, y avasallado por los guardaespaldas, si lo hubiera consentido. Y sí, es cierto que no lo había consentido, pero su presencia en la pista —instalados a ambos extremos como jueces de línea— bastaba para mantener viva su ira. Más al caso: había sido avasallado por el propio Dima, y el hecho de que Dima hubiera arrastrado hasta allí por la fuerza a aquella panda de indocumentados a las siete de la mañana para verlo ganar no hacía más que agravar la afrenta.
Dima había metido una mano en el bolsillo de sus bermudas negras y sacado una moneda de plata de cincuenta centavos con la cara de John F. Kennedy.
—¿Quiere saber una cosa? Según mis hijos, he pedido a algún mangante que amañe esto para que gane yo —contó en confianza, señalando con su cabeza calva a los dos chicos pecosos en las gradas—. Como gane en el lanzamiento de moneda, mis propios hijos pensarán que los puñeteros cincuenta centavos están trucados. ¿Tiene hijos?
—No.
—¿Quiere alguno?
—A la larga. —Dicho de otro modo: «No se meta donde no lo llaman».
—¿Cara o cruz?
«Mangante», repitió Perry para sí. ¿De dónde había sacado una palabra como «mangante» un hombre que hablaba un inglés macarrónico con cierto dejo del Bronx? Pidió cruz, perdió y oyó una risotada de escarnio, la primera señal de interés que se dignaba mostrar alguien entre el público. Fijó su mirada profesoral en los dos hijos de Dima, que se tapaban la sonrisa burlona con las manos. Dima volvió la vista al sol y eligió el lado de la cancha en sombra.
—¿Qué raqueta es esa? —preguntó con un destello en los ojos castaños de expresión melancólica—. Parece antirreglamentaria. Da igual, le ganaré de todos modos. —Y mientras se alejaba por la pista—: Vaya un bombón de chica, la suya. Vale unos cuantos camellos. Mejor será que se case pronto con ella.
¿Y cómo demonios sabe que no estamos casados?, se preguntó Perry, airado.
Perry ha hecho cuatro aces consecutivos, igual que contra la pareja india, pero está pegándole con demasiada fuerza, lo sabe, y le trae sin cuidado. Al devolver el servicio a Dima, hace lo que ni se le ocurriría hacer a menos que hubiese alcanzado su mejor nivel de juego y se enfrentase a un rival mucho más débil: espera en una posición adelantada, con las puntas de los pies prácticamente en la línea de fondo, atajando la pelota con medias voleas, cruzándola o ajustándola a la raya lateral, donde está, cruzado de brazos, el guardaespaldas con cara de niño. Pero solo durante el primer par de saques, porque Dima enseguida ve por dónde van los tiros y lo obliga a retroceder hacia el fondo, como debe ser.
—Así que empecé a calmarme un poco, supongo —admitió Perry, dedicando una sonrisa compungida a sus interlocutores y, al mismo tiempo, frotándose la boca con el dorso de la muñeca.
—Perry iba en plan gallito —corrigió Gail—. Y Dima era un tenista nato. Para su peso, estatura y edad, increíble. ¿No es así, Perry? Y además jugaba con una gran deportividad. Encantador. Tú mismo lo dijiste. Dijiste que desafiaba las leyes de la gravedad.
—No saltaba a por la pelota. Levitaba —concedió Perry—. Y sí, era de una gran deportividad, más no podía pedirse. Al principio me temía que aquello acabase en una sucesión de rabietas y discusiones por si la bola había entrado o no. Pero no hubo nada de eso. La verdad es que daba gusto jugar con él. Y era astuto como un centenar de zorros. Retrasaba el golpe hasta el ultimísimo momento e incluso más allá.
—Y eso que cojeaba —intervino Gail con entusiasmo—. Jugaba ladeado y arrastraba la pierna izquierda, ¿eh que sí, Perry? Y estaba tieso como una vara. Y llevaba una rodillera. ¡Y aun así, levitaba!
—Sí, bueno, tuve que moderarme un poco —admitió Perry, incómodo, hincándose los dedos en la frente—. A medida que avanzaba el partido, sus gruñidos eran cada vez más molestos para el oído, la verdad.
A pesar de tanto gruñido, Dima siguió interrogando a Perry entre juego y juego.
—¿Es usted un científico importante? ¿Quiere volar el mundo? ¿Con la misma rabia con la que saca? —preguntó, y tomó un trago de agua helada.
—Nada más lejos.
—¿Un apparatchik?
El juego de las adivinanzas ya se alargaba demasiado.
—Doy clases, eso hago —contestó Perry mientras pelaba un plátano.
—¿Da clases? ¿A alumnos? ¿Da clases en ese sentido? ¿Como un catedrático?
—Exacto. Doy clases a alumnos. Pero no soy catedrático.
—¿Dónde?
—Actualmente en Oxford.
—¿En la Universidad de Oxford?
—Así es.
—¿De qué da clase?
De literatura inglesa —contestó Perry, sin el menor deseo de explicar a un total desconocido, en ese preciso momento, que su futuro estaba abierto a cualquier posibilidad.
Sin embargo la satisfacción de Dima no conocía límites:
—Y dígame: ¿conoce a Jack London, el número uno de los escritores ingleses?
—No en persona. —Era un chiste, pero Dima no lo compartió.
—¿Le cae bien?
—Lo admiro.
—¿Y Charlotte Bronté? ¿También le cae bien?
—Mucho.
—¿Y Somerset Maugham?
—No tanto, lamento decir.
—¡Yo tengo libros de todos esos! ¡A cientos! ¡En ruso! ¡Estanterías y estanterías!
—Enhorabuena.
—¿Ha leído a Dostoievski? ¿A Lermontov? ¿A Tolstoi?
—Claro.
—Yo los tengo todos. Todos los número uno. Tengo a Pasternak. ¿Sabe una cosa? Pasternak escribió sobre mi pueblo. Lo llamó Yuriatin. Pero es Perm. Ese chiflado lo llamó Yuriatin, el muy cabrón, a saber por qué. Los escritores hacen cosas así. Están todos mal de la cabeza. ¿Ve a mi hija, allí arriba? Esa es Natasha. El tenis le importa un carajo, le encantan los libros. ¡Eh, Natasha, ven a saludar al catedrático!
Tras cierta dilación para poner de manifiesto que la están importunando, Natasha levanta la cabeza distraídamente y se aparta el pelo lo justo para permitir que Perry quede atónito por su belleza antes de concentrarse de nuevo en su mamotreto encuadernado en piel.
—La abochorno. No le gusta que levante la voz al hablarle.
¿Ve ese libro que lee? Turguéniev. Un número uno entre los rusos. Lo he comprado yo. Ella quiere un libro, yo se lo compro. Venga, Catedrático. Saca usted.
—A partir de ese momento fui «el Catedrático». Le repetí una y otra vez que no lo era, pero a él tanto se le daba, y al final desistí. Al cabo de un par de días, medio hotel me llamaba «Catedrático», lo que se le hace a uno muy raro cuando ha decidido que ya ni siquiera es profesor universitario.
Al cambiar de lado, Perry ve, para su consuelo, que Gail se ha desprendido del persistente Mark y se ha acomodado en la grada superior entre dos niñas.
El juego iba adquiriendo un ritmo aceptable, dijo Perry. No era un partido extraordinario, pero sí resultaba —siempre y cuando él aflojara en su juego— entretenido de ver, suponiendo que alguien allí quisiera entretenerse, cosa que seguía siendo más que dudosa, ya que, salvo los gemelos, los espectadores en poco se diferenciaban de los asistentes a un acto evangelista. Con eso de «aflojar en el juego» se refería a ralentizarlo un poco, darle a alguna que otra pelota que iba fuera, o devolver un
drive
sin fijarse mucho dónde había caído. Pero como la distancia entre los dos —en edad, destreza y movilidad, si Perry tenía que ser sincero— a esas alturas era ya ostensible, su única preocupación estribaba en tomárselo relajadamente, dejar intacta la dignidad de Dima y disfrutar de un desayuno tardío con Gail en el Captain's Deck: o eso creía hasta que, mientras cambiaban de lado, Dima lo agarró por el brazo y, con un gruñido de indignación, dijo:
—Me ha tomado por maricón, Catedrático.
—¿Qué?
—Esa bola larga se iba fuera. Usted ha visto que se iba fuera, y la ha jugado. ¿Me ve como un viejo gordo que va a caerse muerto si no lo trata con delicadeza?
—Iba a la línea.
—Yo juego a ganar, Catedrático. Si quiero algo, lo cojo, joder. A mí nadie me toma por maricón, ¿me oye? ¿Quiere jugarse mil pavos? ¿Darle interés al juego?
—No, gracias.
—¿Cinco mil?
Perry se echó a reír y negó con la cabeza.
—Se achanta, ¿eh? Se achanta y no quiere apostar conmigo.
—Será eso —concedió Perry, sintiendo aún la presión de la mano de Dima en la parte superior del brazo izquierdo.
—¡Ventaja para Gran Bretaña!
La exclamación resuena en la pista y se apaga. Los gemelos prorrumpen en carcajadas nerviosas, aguardando la réplica del terremoto. Hasta ahora Dima ha tolerado sus esporádicos estallidos de hilaridad. Ya no más. Dejando la raqueta en el banco, sube ágilmente por la escalera de la grada y, alargando los brazos hacia los dos chicos, oprime sus respectivas narices con los dedos índices.
—¿Queréis que me quite el cinturón y os dé una buena tunda? —pregunta en inglés, cabe suponer que en atención a Perry y Gail, pues ¿qué otra razón podía tener para no dirigirse a ellos en ruso?
A lo que uno de los chicos contesta en mejor inglés que el de su padre:
—No llevas cinturón, papá.
Eso es la gota que colma el vaso. Dima abofetea al hijo más cercano con tal fuerza que el muchacho gira en dirección opuesta hasta que sus piernas topan contra la grada. Al primer bofetón sigue un segundo igual de sonoro, asestado al otro hijo con la misma mano, y Gail recuerda un paseo en compañía de su hermano mayor, un hombre con ambiciones sociales, un día que este sale a cazar faisanes con sus amigos ricos, actividad que ella aborrece, y se cobra lo que él llama «uno de izquierda y uno de derecha», dando a entender que ha matado un faisán con cada cañón de la escopeta.
—Lo que a mí me chocó fue que ellos ni siquiera apartaron la cara. Allí sentados, encajaron el golpe sin más —comentó Perry, el hijo de maestros.
Pero lo más extraño, insistió Gail, fue cómo prosiguieron luego la conversación con la mayor cordialidad.
—¿Después queréis una clase de tenis con Mark? ¿O preferís volver a casa a oír a vuestra madre hablar de religión?
—Una clase, papá, por favor —dice uno de los chicos.
—Pues entonces basta ya de jarana, o esta noche os quedáis sin filete de Kobe. ¿Queréis filete de Kobe esta noche?
—Claro, papá.
—¿Y tú, Viktor?
—Claro, papá.
—Si queréis aplaudir, aplaudís al Catedrático, no al inútil de vuestro padre. Venid aquí.