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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

Un trabajo muy sucio (3 page)

BOOK: Un trabajo muy sucio
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—Está cerrado —dijo en voz alta, para que se la oyera a través del cristal.

El hombre de fuera paseó la mirada por la tienda, pero no la vio. Se apartó del escaparate y Jane vio que, en efecto, era alto. Muy alto. La luz de la calle alumbró el perfil de su pómulo cuando se volvió. Era, además, muy delgado y muy negro.

—Estaba buscando al propietario —dijo el hombre alto—. Tengo una cosa que necesito enseñarle.

—Ha habido una defunción en la familia —contestó Jane—. Vamos a cerrar toda esta semana. ¿Puede volver dentro de una semana?

El hombre alto asintió con la cabeza mientras miraba a un lado y otro de la calle. Se mecía sobre un pie como si estuviera a punto de saltar pero se refrenara, igual que un velocista en tensión en la línea de salida. Jane no se movió. Siempre había gente en la calle y aún era temprano, pero aquel tipo parecía muy nervioso.

—Mire, si necesita que le tasen algo...

—No —la cortó él—. No. Dígale solamente que ella está... No, dígale que busque un paquete en el correo. No estoy seguro de cuándo llegará.

Jane se sonrió. Aquel tipo tenía algo (un broche, una moneda, un libro), que, según creía, valía algún dinero; quizá algo que había encontrado en el armario de su abuela. Ella lo había visto docenas de veces. Se comportaban como si hubieran encontrado la ciudad perdida de Eldorado: entraban con ello envuelto en sus chaquetas, o en mil capas de papel de seda y cinta adhesiva (por lo general, cuanta más cinta adhesiva, menos resultaba valer la cosa en cuestión: ahí, en alguna parte, había una ecuación). Nueve de cada diez veces era una mierda. Jane había visto a su padre intentar desengañar a los propietarios suavemente, sin herir su amor propio, y convencerlos de que el valor sentimental hacía aquel objeto inapreciable, por lo que él, el humilde dueño de una tienda de saldos, no podía pretender ponerle un precio. Charlie, en cambio, les decía simplemente que no sabía nada de broches, ni de monedas, ni de lo que fuera lo que llevaran y dejaba que otro les diera la mala noticia.

—De acuerdo, se lo diré —dijo Jane desde su escondite de detrás de las chaquetas.

Con esas, el hombre alto se fue dando grandes zancadas de mantis religiosa calle arriba, hasta perderse de vista. Jane se encogió de hombros, dio media vuelta y encendió las luces; después se puso a buscar cojines entre los montones de cosas.

La tienda era grande, ocupaba la planta baja del edificio casi entera, y no estaba muy bien organizada, pues cada sistema que Charlie adoptaba parecía derrumbarse por su propio peso al cabo de pocas semanas, y el resultado no era tanto un popurrí de sistemas organizativos, como un jardín de montones descabalados. Lily, la chica gótica de pelo granate que trabajaba para Charlie tres tardes por semana, decía que el hecho de que encontraran las cosas era una demostración fehaciente de la teoría del caos; luego se alejaba refunfuñando y salía al callejón a fumar cigarrillos de clavo y a contemplar el Abismo (aunque Charlie había reparado en que el Abismo se parecía horrores a un contenedor de basura).

Jane tardó diez minutos en recorrer los pasillos y encontrar tres cojines que parecían lo suficientemente anchos y gruesos para el shivah, y cuando volvió al apartamento de Charlie encontró a su hermano acurrucado en posición fetal alrededor de la pequeña Sophie, dormido en el suelo de la cocina. Los demás se habían olvidado de él por completo.

—Eh, merluzo. —Le tocó el hombro con la punta del pie y él se tumbó de espaldas, con la niña todavía en brazos—. ¿Estos están bien ?

—¿Has visto brillar algo?

Jane tiró los cojines al suelo.

—¿Qué?

—Que si has visto brillar una luz roja. ¿Has visto en la tienda cosas que brillaban con una luz roja, como si palpitaran?

—No. ¿Tú sí?

—Más o menos.

—Déjalas.

—¿El qué?

—Las drogas. Dámelas a mí. Está claro que son mucho mejores de lo que me habías dado a entender.

—Pero si has dicho que solo eran ansiolíticos.

—Abandona las drogas. Yo cuidaré de la niña mientras tú
shivahs
.

—No puedes cuidar de mi hija estando colocada.

—Vale. Dame a la meona y ve a sentarte.

Charlie le entregó al bebé.

—También tienes que quitar a mamá de en medio.

—Ah, no. Sin drogas, no.

—Están en el armario del baño grande. En el estante de abajo.

Estaba sentado en el suelo y se frotaba la frente como si quisiera estirar la piel encima de su dolor. Jane le dio con la rodilla en el hombro.

—Eh, nene, lo siento, lo sabes, ¿verdad ? No hace falta que te lo diga, ¿no?

—No. —Una sonrisa débil.

Jane levantó a la niña hasta que quedó al nivel de su cara y la miró con adoración, en plan Madre de Jesús.

—¿Tú qué crees? Debería tener uno de estos, ¿eh?

—Puedes quedarte con la mía cuando quieras.

—No, qué va, debería tener uno mío. Ya me sentía fatal por tomar prestada a tu mujer.

—¡Jane!

—¡Era una broma! Jo, a veces te comportas como un mariquita. Vete a
shivar
. Vamos. Venga. Vete.

Charlie recogió los cojines y se fue al cuarto de estar a llorar con sus parientes políticos, aunque estaba nervioso porque la única oración que se sabía era Cuatro esquinitas tiene mi cama, y no estaba seguro de que fuera a darle para tres días.

Jane olvidó mencionar al tipo larguirucho de la tienda.

Capítulo 3
Bajo el autobús cuarenta y uno

Pasaron dos semanas antes de que Charlie saliera del apartamento y bajara al cajero automático de la avenida Columbus, donde por primera vez mató a una persona. El arma elegida fue el autobús cuarenta y uno, que salía de la estación de Trans Bay, cruzaba el puente de la bahía y llegaba hasta Presidio por el Golden Gate. Si va a atropellarte un autobús en San Francisco, mejor que sea el cuarenta y uno, porque así por los menos tendrás una bonita panorámica desde el puente.

Charlie, en realidad, no se había propuesto matar a nadie esa mañana. Esperaba sacar unos billetes de veinte para la caja de la tienda, mirar su saldo y comprar quizá un poco de mostaza amarilla en la tienda de ultramarinos (Charlie no era partidario de la mostaza marrón. La mostaza marrón era un condimento equiparable al paracaidismo: estaba bien para pilotos de carreras y asesinos en serie, pero, para él, una fina línea de mostaza amarilla era todo el aderezo que precisaba la vida). Después del entierro, amigos y parientes habían dejado una montaña de fiambres en su nevera, y desde hacía dos semanas no comía otra cosa; finalmente, sin embargo, se había visto abocado al jamón cocido, al pan negro de centeno y a la leche para lactantes Enfamil premezclada, y ninguna de aquellas cosas era tolerable sin mostaza amarilla. Había comprado el bote amarillo de plástico y se sentía más seguro con él metido en el bolsillo de la chaqueta, pero cuando el autobús se llevó por delante a aquel tipo, se olvidó de la mostaza por completo.

Era un cálido día de octubre, la luz se había vuelto suavemente otoñal sobre la ciudad, la niebla veraniega había dejado de trepar implacablemente desde la bahía cada mañana y corría una brisa que bastaba para que los pocos veleros que salpicaban la bahía parecieran posar para un pintor impresionista. Tal vez la víctima de Charlie no se sintiera feliz por aquel percance durante la fracción de segundo en que tuvo conciencia de que iba a ser arrollada, pero lo cierto era que no podría haber elegido un día mejor.

El tipo en cuestión se llamaba William Creek. Tenía treinta y dos años y trabajaba como analista de mercado en el distrito financiero, adonde se dirigía esa mañana cuando decidió pararse en el cajero automático. Vestía un traje de lana fina y zapatillas de deporte (los zapatos del trabajo los llevaba metidos en una bolsa de cuero, bajo el brazo). El mango de un paraguas compacto asomaba por el bolsillo lateral de la bolsa, y fue aquello lo que llamó la atención de Charlie, porque, aunque el mango del paraguas parecía estar hecho de falsa madera de nogal, desprendía una luz rojiza, como si lo hubieran calentado en una forja.

Charlie se quedó en la fila del cajero intentando no reparar en ello y aparentar desinterés, pero no podía evitar mirar fijamente el mango. Relucía, por el amor de Dios, ¿es que nadie se daba cuenta?

William Creek miró hacia atrás al meter la tarjeta en el cajero, vio que Charlie lo observaba e intentó que la chaqueta de su traje se expandiera hasta formar las alas de una manta raya para que Charlie no viera lo que hacía mientras marcaba su número secreto. Cogió su tarjeta y el dinero que había escupido la máquina, dio media vuelta y se alejó rápidamente camino de la esquina.

Charlie no pudo soportarlo más. El mango del paraguas había empezado a palpitar en color rojo, como un corazón que latiera. Cuando Creek llegó al bordillo de la acera, Charlie dijo:

—Disculpe. ¡Disculpe, señor!

Cuando Creek se dio la vuelta, Charlie añadió:

—Su paraguas...

En ese preciso instante, el cuarenta y uno avanzaba por el cruce de Columbus y Vallejo a unos cincuenta y cinco kilómetros por hora y viraba hacia el bordillo para hacer su siguiente parada. Creek miró la bolsa que llevaba bajo el brazo y que Charlie le señalaba, y el tacón de su zapato se enganchó en la leve elevación del bordillo. Creek perdió el equilibrio, cosa que a todos podría pasarnos un día cualquiera mientras andamos por la calle: tropezamos con una grieta de la acera y damos un par de pasos rápidos para recuperar el equilibrio. Pero William Creek solo dio un paso. Hacia atrás. Más allá del bordillo.

No puede uno andarse con paños calientes llegados a este punto, ¿no? El autobús cuarenta y uno lo hizo papilla. Creek voló sus buenos veinticinco metros antes de estrellarse contra la luna de atrás de un Saab, como un gran saco de gabardina lleno de carne; rebotó después, cayó al asfalto y comenzó a rezumar fluidos. Sus pertenencias (la bolsa de cuero, el paraguas, un alfiler de corbata de oro, un reloj Tag Heuer) rodaron por la calle y rebotaron en neumáticos, zapatos, tapas de alcantarillas... Algunas fueron a parar a casi una manzana de allí.

Charlie se quedó en el bordillo, intentando respirar. Oía pitidos, como si alguien estuviera haciendo sonar el silbato de un tren de juguete. Era lo único que oía. Luego, alguien tropezó con él y Charlie se dio cuenta de que aquel pitido era el sonido rítmico de sus propios gemidos. El tipo (el tipo del paraguas) acababa de ser borrado del mapa. La gente corría, se apiñaba alrededor, unos cuantos hablaban a voces por sus teléfonos móviles, el conductor del autobús estuvo a punto de arrollar a Charlie al correr por la acera hacia aquel despojo. Charlie se tambaleó tras él.

—Solo iba a preguntarle...

Nadie miraba a Charlie. Le había hecho falta toda su fuerza de voluntad, además de una bronca de su hermana, para salir del apartamento, ¿y ahora esto?

—Solo iba a decirle que su paraguas estaba ardiendo —dijo Charlie como si se explicara delante de sus acusadores. Pero nadie, en realidad, lo acusaba de nada. Pasaban a su lado a todo correr, algunos hacia al cadáver, otros en dirección contraria; atropellaban a Charlie y miraban atrás, perplejos, como si hubieran chocado con una fuerte corriente de aire o con un fantasma y no con un hombre.

—El paraguas —dijo Charlie mientras buscaba la prueba. Entonces lo vio, casi en la esquina siguiente, tirado en la cuneta de la calle, todavía rojo y palpitante, latiendo como un neón defectuoso—. ¡Allí está! ¡Miren! —Pero la gente se iba reuniendo en un amplio semicírculo alrededor del muerto, las manos en la boca, y nadie prestaba atención al hombre flaco y asustado que farfullaba sinsentidos tras ellos.

Charlie se abrió paso entre el gentío, hacia el paraguas, decidido a confirmar su convicción, demasiado impresionado para tener miedo. Cuando estaba solo a cinco metros de distancia, miró calle arriba para asegurarse de que no venía otro autobús antes de aventurarse más allá del bordillo. Volvió a mirar justo en el instante en que una mano fina y negra como la pez salía del sumidero de la alcantarilla, agarraba el paraguas compacto y lo hacía desaparecer.

Charlie retrocedió y miró a su alrededor para ver si alguien había visto lo mismo que él, pero nadie parecía haber visto nada. Nadie parecía mirarlo siquiera. Un policía pasó corriendo por su lado y Charlie lo agarró de la manga al pasar, pero cuando el hombre se volvió y sus ojos se agrandaron, llenos de confusión y luego de lo que parecía verdadero terror, Charlie lo dejó marchar.

—Perdone —dijo—. Perdone. Ya veo que tiene cosas que hacer... Lo siento.

El policía se estremeció y se abrió paso a empujones entre el gentío de mirones, hacia el cuerpo triturado de William Creek.

Charlie echó a correr, cruzó Columbus y subió por Vallejo hasta que el ruido de su respiración y de los latidos de su corazón, que le atronaba los oídos, ahogó todos los sonidos de la calle. Cuando estaba a una manzana de la tienda, se cernió sobre él una gran sombra, como la de un avión que volara bajo o la de un pájaro enorme, y en ese instante Charlie sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Bajó la cabeza, movió los brazos arriba y abajo, y dobló la esquina de Mason en el momento en que pasaba el funicular lleno de turistas sonrientes que lo miraron sin verlo. Levantó la mirada solo un segundo y creyó ver algo allá arriba, desapareciendo sobre el tejado del edificio Victoriano de seis plantas del otro lado de la calle; luego entró a toda prisa en su tienda.

—Hola, jefe —dijo Lily. Lily tenía dieciséis años, era pálida y un pelín culona: su figura de mujer adulta fluctuaba aún entre la gordura de una niña y la de una embarazada. Ese día llevaba el pelo de color lavanda, peinado en casquete estilo ama de casa años cincuenta, en un tono pastel de papel de celofán de cesta de Pascua.

Charlie se había doblado hacia delante y estaba apoyado contra una caja llena de cachivaches, junto a la puerta. Respiraba en bocanadas hondas y rasposas el olor a moho de la tienda de segunda mano.

—Creo... que... acabo... de matar... a un tío... —jadeó.

—Estupendo—dijo Lily, haciendo caso omiso tanto de su mensaje como de su conducta—. Vamos a necesitar cambio para la caja.

—Con un autobús —dijo Charlie.

—Llamó Ray —contestó ella. Ray Macy era el otro empleado de Charlie, un soltero de treinta y nueve años aquejado de una malsana falta de percepción entre los límites de Internet y la realidad—. Se ha ido a Manila a conocer al amor de su vida. Una tal señorita Tequerrésiempre. Está convencido de que son almas gemelas.

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