Un secreto bien guardado (17 page)

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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
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—Marion no lo entiende —dijo él, pesaroso.

—¿Qué es lo que no entiende? —preguntó Amy al ver que él no continuaba.

—Que no quiera estar en un puesto en retaguardia. Quiero alistarme en el Ejército, hacer algo por la guerra, no estar sentado detrás de un maldito tablero de dibujo durante los próximos quién sabe cuántos años. La gente cree que soy un cobarde o un inválido; no estoy seguro de cuál de las dos cosas odio más. —Charlie trabajaba en el departamento de diseño de circuitos de English Electric. Su trabajo era importante para la guerra y se había clasificado como ocupación de retaguardia, lo que significaba que no iba a ser llamado a filas—. Cuando le dije a Marion que estaba harto de ser civil, se lo tomó como algo personal y se ofendió mucho. Cree que debo considerarme afortunado por no tener que marcharme de casa. ¿Tú qué piensas, hermanita? ¿Te importó que Barney se fuera?

—Por supuesto que sí. —Pero ella no se había ofendido ni remotamente por que Barney se hubiera alistado, y tampoco se le había pasado por la cabeza intentar convencerlo para que se quedase. Pensaba que Marion estaba siendo egoísta y poco razonable, pero quería demasiado a su hermano para decírselo.

Le compraron a su madre una bonita bata azul acolchada y zapatillas a juego en C&A. El maquillaje para sus hermanas lo compraron en Owen Owen. Mientras estaban allí, Amy escogió un broche de esmalte para que Charlie se lo regalara y él escogió una camisa para que se la regalara ella.

Amy se sentía satisfecha con sus compras, pero Charlie seguía aún un poco triste. Ella lo invitó a una cerveza y un sándwich de carne en el Fatted Calf, en Titherbarn Street. Se tomó uno ella también, y una copa de vino blanco. Lo escuchó mientras pronosticaba que pronto las fábricas de cerveza tendrían que ponerse a producir municiones, y que la próxima Navidad la cerveza no sería más que un grato recuerdo. Dos hombres que estaban sentados cerca lo miraron horrorizados.

—¡Oh!, no seas tonto, Charlie. —Le dio un codazo en las costillas.

Terminados los sándwiches y bebidos el vino y la cerveza, fue andando con él hasta la estación de Exchange, un sitio donde se podía coger fácilmente un taxi. En ese momento amenazaba con nevar y hacía mucho frío. Charlie pensó que un taxi era una extravagancia y no dudó en decirlo.

—Te has vuelto demasiado refinada para viajar en trenes y autobuses como la gente corriente.

Amy se limitó a encogerse de hombros y sonreír.

A la entrada de la estación le llamó la atención un gran letrero encabezado por las palabras «Ferrocarriles de Londres, Midland y Escocia». Anunciaba que la compañía necesitaba urgentemente personal: «Hay vacantes para conductores, fogoneros, porteros, revisores, administrativos, guardas, personal para los vagones restaurante y limpiadores. Las personas interesadas deben acudir a la oficina del jefe de estación junto a la consigna». En la parte de abajo, en letras muy pequeñas, se podían leer estas antipáticas palabras: «Algunos de los puestos están disponibles para mujeres».

—No me importaría ir a Londres y volver todos los días en el vagón restaurante —dijo Amy.

—Será aburridísimo. Y como eres una mujer, lo más seguro es que acabes como limpiadora.

—Oh, Charlie, cielo, no seas tan agonías —canturreó ella—. Si yo fuera Marion, me encantaría verte marchar, con ese humor.

Parecía que no había nada en el mundo que pudiera animar a Charlie aquel día.

—Adiós —dijo de mal humor; le permitió besarlo y se dirigió al tren, murmurando algo acerca de lo que Marion pensaría si él se fuera de casa.

Amy volvió a leer el anuncio. Si optaba por su otra elección, significaría que tendría que encontrar direcciones, enviar formularios, mientras que un trabajo en el ferrocarril sólo requería cruzar la estación y llamar a una puerta.

Si no hubiera bebido vino, tal vez no habría sido tan impulsiva, o si Charlie se hubiera quedado, quizá la habría convencido de que no fuera, pero Charlie se había ido, había bebido vino y en ese momento a Amy la idea de trabajar en el ferrocarril le parecía sumamente atractiva.

La nieve no había dejado de caer desde el día que había quedado con Charlie en el centro para comprar los regalos de Navidad. Hacía más de una semana y cada vez era más espesa. Dijo en los ferrocarriles que no quería empezar a trabajar antes de Navidad, pero cuestionaron su patriotismo, haciendo que se sintiera tan mal que accedió a empezar inmediatamente.

—Empieza la semana que viene —le dijeron escuetamente; no el jefe de estación, estaba demasiado ocupado para entrevistar a alguien como ella, sino un individuo malencarado con barba y rudos modales llamado Osbert Edwards.

Eran las once y media de la mañana del lunes y ella iba en un tren de vapor con el señor Edwards en dirección a no se sabía dónde, porque él se había negado a decírselo.

—Lo verá cuando lleguemos —dijo enigmáticamente a través de su espesa barba negra. También era espeso su cabello negro y no llevaba uniforme, sino un traje normal.

Los nombres de las estaciones en las que el tren se había detenido le resultaron familiares hasta que llegaron a Fazakerley un lugar del que no había oído hablar, y a Kirkby, la estación siguiente. Apenas subían o bajaban pasajeros. El paisaje era llano y desolado, y por todas partes estaba cubierto con una gruesa capa de nieve. No había prácticamente ningún edificio a la vista, sólo alguna casa aislada de vez en cuando. Cuanto más se alejaban de la civilización, más desgraciada se sentía Amy.

—La siguiente parada es la nuestra —anunció el señor Edwards. Se puso su bombín y sacó unos guantes negros remendados. Podría haber sido un enterrador. Amy se lo imaginó perfectamente caminando delante del coche fúnebre con una expresión doliente en su cara larga y delgada.

El tren frenó y unos minutos más tarde se detuvo en Pond Wood, otra estación cuya existencia ella desconocía. El señor Edwards abrió la puerta y salió, pero no hizo amago de ayudar a Amy.

—Gracias —dijo ella sarcásticamente, pero él, o no la oyó, o no hizo caso.

El maquinista, con el rostro negro de hollín, saludó con la mano y gritó:

—¡Hasta luego, Ossie!

Y el guarda gritó a su vez:

—¿Te recogemos a la vuelta, Os?

—Depende de lo que tardemos, Cyril.

El tren se marchó echando humo que se mezclaba con la nieve al caer, de modo que era difícil distinguirlos. ¿Qué querría decir con aquello de «depende de lo que tardemos»?, se preguntó Amy.

En el estrecho andén en el que se encontraban había una pequeña sala de espera y dos extraños objetos informes que finalmente descubrió que eran bancos sepultados bajo un montón de nieve. La nieve del suelo parecía pisoteada, lo que indicaba que la gente había usado el tren aquella mañana. Un sendero conducía a un puente curvo de piedra marrón, y otro sendero bajaba del andén por el lado opuesto.

Amy esperaba que el señor Edwards se dirigiera al sendero. Pero caminó hasta donde acababa el andén y vio que había un estrecho camino que cruzaba las vías que había sido limpiado de nieve, por el que avanzaba lentamente un anciano con un gorro en punta. Desapareció dentro de un edificio en el andén opuesto, que tenía una taquilla, una sala de espera ligeramente más grande, aseos de señoras y caballeros y más bancos cubiertos de nieve.

Cruzaron y entraron en la taquilla, escasamente iluminada con una bombilla de bajo voltaje. Un fuego ardía en la estufa y el anciano estaba sentado en un sillón desvencijado. Se levantó, se quitó el gorro, revelando una cabeza tan rosada y suave como el trasero de un bebé, y dijo respetuosamente:

—Buenos días, señor Edwards. ¿Esta es la joven de la que me habló?

—Sí, Maxwell, esta es la señorita Patterson. Empieza hoy.

Amy estaba demasiado asombrada para recordarle al hombre que era una mujer casada. ¿Qué empezaba hoy? ¿Qué estaba haciendo allí?

—Le enseñaré los secretos del oficio, y le agradecería que nos hiciera una taza de té si tiene.

—No tengo té, señor, pero sí mucha leche que puedo calentar en mi hornillo de camping gas. Puede tomarla con cacao si le gusta, aunque no es que quede mucho.

—El cacao será bienvenido, Maxwell. ¿Y usted, señorita Patterson?

—Señora Patterson. Sí, señor Maxwell, me encantaría tomar una taza de cacao si hay suficiente.

Mientras se hacía el cacao, a Amy le quedó claro que iba a tener que hacerse cargo de la estación de Pond Wood. Desde hacía veinte años había sido el trabajo del señor Maxwell, pero se había jubilado a la avanzada edad de sesenta y cinco años.

Había vuelto cuando el titular más reciente se había ido a trabajar a una fábrica de municiones con un sueldo tres veces mayor. Ya tenía ochenta y cinco años y pensaba que el trabajo era demasiado para él. Además, estaba descuidando su adorado jardín.

—No es que se pueda hacer mucha jardinería con este tiempo —dijo con tristeza—. Nunca había visto nevar así, no, señor.

A Amy le enseñaron cómo vender billetes, cómo interpretar el panel de horarios, cómo funcionaba la estufa, cómo usar el teléfono —como si no lo supiera ya—, cuándo tocar el silbato para indicar que un tren podía salir de la estación —sólo cuando se hubieran cerrado todas las puertas, como si ella fuera a tocarlo cuando estuvieran abiertas—, dónde se guardaban los formularios para encargar material, como talonarios de devoluciones, más billetes, plumas, lápices y tinta, dónde estaba la escoba para barrer el andén, el Harpic para limpiar los aseos, la llave para dar cuerda al reloj de la estación y la escalera para subirse a él, el carbón para el fuego, la caja fuerte donde se guardaba el dinero por la noche, y así sucesivamente, hasta que se sintió mareada por la cantidad de información que se suponía que tenía que asimilar.

—En cualquier otro momento habría tenido al menos un mes de aprendizaje, pero el aprendizaje se lo ha llevado el viento desde que empezó la guerra —le dijeron.

El tren en el que había llegado volvió después de ir y volver de Wigan. El señor Edwards se marchó en él tras estrecharle la mano y desearle suerte en su «nuevo empleo». No podía ser más diferente del trabajo que Amy hubiera deseado. Le hubiera gustado ser conductora de tranvía o cartera, convertirse en un rostro familiar para cientos de personas, hacer montones de nuevos amigos. Allí difícilmente conocería a nadie. Descubrió que no todos los trenes paraban en Pond Wood. Algunos pasaban de largo, y ella tenía que asegurarse, cuando se esperaba uno, que no hubiera niños cerca jugando a nada peligroso, o tirando piedras al maquinista desde el puente.

—Tienes que estar alerta, joven —le dijo William, el anciano de rostro arrugado. (Prefería que lo llamaran William, mejor que señor Maxwell)—. No puedes distraerte con un libro, pues podrías no enterarte de lo que pasa fuera. Una o dos veces, cuando mi esposa se ocupó de la estación porque yo estaba enfermo, se traía la labor de punto.

—¿Qué hace usted cuando está aquí? —preguntó Amy débilmente.

—¿Yo? Oh, me quedo sentado y pienso en mi jardín. Cuando me jubilé, en lugar de un reloj, me compraron un pequeño invernadero, y me siento y pienso en eso, en cómo estarán mis tomates, mis calabacines, y si mis rosas ganarán el primer premio en la feria de verano el año que viene.

—Ya —dijo Amy, más débilmente aún. Por mucho que lo intentara, no podía imaginar que volviera a ser verano nunca. A las seis y veinte cerraría la taquilla y cogería el tren de las seis y veintisiete de vuelta a Liverpool. Estaba impaciente. No se detendrían más trenes en Pond Wood hasta la mañana siguiente, cuando ella llegara en el tren de las siete y diecisiete de Liverpool y abriera.

William se marchó justo después de la una.

—Elspeth me tendrá la comida preparada, pero me pasaré luego y veré cómo te va —dijo mientras se ponía un grueso y gastado abrigo y un gorro de lana con un despeluchado pompón—. Te aconsejo que mires el horario y tomes nota de los trenes que van de la estación de Lime Street a Londres Euston. El señor Cookson, del Red House, llama al menos una vez al día para preguntar. Hubo un tiempo en que caminaba desde la estación de Exchange hasta Lime Street todos los lunes y luego volvía los viernes, tras pasar cinco días en Londres, donde trabajaba para un banco oriental. No lo ha hecho desde hace tiempo, pobre hombre. Se le fue la cabeza.

Amy dijo que tomaría nota de los trenes enseguida.

—Otra cosa —continuó diciendo el anciano—, la señorita Cookson, la hermana del señor Cookson, fue hoy a Wigan a ver a su amiga la señorita Everett, que ha estado un poco pachucha últimamente. Se conocieron en un crucero en 1898, cuando eran casi unas niñas. Probablemente llegará a casa en el tren de las dos y veintisiete; no le gusta estar fuera cuando oscurece. La señorita Cookson es una buena mujer, pero si la dejas entrar, se quedará hablando contigo hasta que las ranas críen pelo, así que trata de deshacerte de ella, pero hazlo educadamente.

—Nunca hago las cosas de otra manera —le aseguró Amy.

William salió de la oficina y cerró la puerta. Unos segundos más tarde, su rostro apareció en la ventanilla de la taquilla.

—Ah, y Susan Conway se ha llevado a sus pequeños a Liverpool a ver a su madre. Volverá en el de las tres y cuarenta y cinco, así que tienes que estar preparada para echarle una mano con el cochecito. El bebé tenía un poco de catarro esta mañana, así que cuanto menos tiempo esté al frío, mejor. Vendrán unos niños de la escuela en el mismo tren: Ronnie y Myra McCarthy. La escuela los suelta pronto. Myra es una niña buena, pero Ronnie es un pequeño sinvergüenza. No olvides que eres la jefa de estación ahora y asegúrate de que no se mete contigo. Y no olvides tampoco que el tren de la una y cuarenta y cinco llega dentro de tres cuartos de hora. Deberías oírlo llegar, si estás atenta. Tienes que ir al andén de enfrente para eso: o bien cruzas las vías, o bien vas por el puente. Yo diría que el puente es más seguro con este tiempo. Si te resbalas en las vías, podrías engancharte el pie y el tren no tendría tiempo de parar antes de arrollarte. Si algún pasajero trata de cruzar las vías, dile que es un delito y que puede acabar en los tribunales cuando menos se lo espere.

Después de que William se marchara, Amy pensó que cuando llegara a su casa, se dejaría caer en las escaleras haciendo un fuerte ruido. El capitán Kirby-Greene llamaría a una ambulancia, la llevarían al hospital y al día siguiente pediría a una de las enfermeras que llamara al señor Edwards para decirle que había tenido un accidente y que tendría que dejar su trabajo en los ferrocarriles.

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