El hombre enarcó las cejas.
—Vaya, en ese caso es un placer conocerla, Madeleine —dijo con tono pomposo—. Tal vez podamos conocernos mejor mientras permanezca en Inglaterra.
Era obvio que se sentía atraído hacia ella, y también que pretendía utilizar su nombre de pila sin esperar a que le diera el acostumbrado permiso. Madeleine decidió aprovecharse de ello.
Tras esbozar una sonrisa seductora, alzó la mano para darle unas palmaditas al caballo en el cuello. El animal se movió un poco, pero el barón no reaccionó ni apartó los ojos de ella.
—Eso me encantaría, monsieur barón —sugirió con tono persuasivo—. He conocido a algunas de las damas del pueblo, pero a ningún caballero.
Él echó un vistazo a la casa situada al otro lado del lago y Madeleine deseó con todas sus fuerzas que Thomas no estuviese a la vista. Lo había dejado de lado a propósito cuando dejó caer el comentario referente a los caballeros de Winter Garden y el barón parecía haberlo captado. No quería que Rothebury pensara que el erudito y ella eran amantes.
La mejilla del hombre se tensó de repente y su mirada volvió a clavarse en ella. Su expresión se había suavizado, pero sus ojos parecían duros como el cristal. Penetrantes.
—¿Conoce bien a su patrón, Madeleine? —susurró.
Esa pregunta tan descarada la pilló completamente desprevenida. No había esperado que fuera tan directo. Entonces se le ocurrió que tal vez la estaba evaluando para averiguar hasta dónde llegaba su virtud.
Se sintió atravesada por una oleada de incertidumbre, pero tras un segundo de titubeos, decidió interpretar el papel de una mujer experimentada.
—No, Richard, no nos conocemos de manera íntima —admitió en un murmullo—. El señor Blackwood tiende a ser bastante reservado.
—Cierto.
Parecía convencido, pero Madeleine detectó un matiz de sospecha en esa sencilla contestación. No sabía si creerla o no, y eso le dio el primer momento de ventaja.
Estaba a punto de sugerir que pasearan de vuelta en la dirección por la que había llegado, él a caballo y ella a su lado, cuando el barón pasó la pierna sobre el lomo del animal y bajó al suelo para situarse a su lado.
No era un hombre alto, pero era de complexión fuerte y estaba en forma. Apenas la superaba en estatura, pero de algún modo daba la sensación de que la miraba desde muy arriba. Eso la puso un poco nerviosa (la ventaja era del barón una vez más) e intentó aplacarse comenzando a caminar. Él la siguió y condujo al caballo tirando de las riendas.
—Bien, Madeleine —continuó con tono alegre—, ¿hasta cuándo piensa quedarse en nuestra adorable comunidad?
Ella se encogió de hombros de manera indiferente; muy consciente de su presencia.
—Hasta que termine el trabajo. Supongo que estaré aquí gran parte del invierno.
—Eso parece mucho tiempo para una simple traducción…
—¿De veras? No lo había pensado, pero lo cierto es que nunca antes había traducido unas memorias de guerra.
—Vaya… ¿Y de qué guerra son, si puedo preguntarlo?
Ella lo miró a la cara.
—De la guerra del Opio. ¿Le suena de algo?
—Pues claro que sí —replicó al instante sin apartar los ojos de ella—. Inglaterra arriesgó mucho con el mercado del opio. Y aún lo hace. ¿El señor Blackwood se quedó tullido en las Indias Orientales, entonces?
Su tono estaba cargado de arrogancia y eso la enfureció, ya que estaba casi segura de que la falta de tacto había sido deliberada.
—Eso creo, durante una de las muchas escaramuzas con China, aunque todavía no hemos llegado hasta ese punto en el trabajo. Aún tengo que repasar sus últimos años de guerra, o ganarme toda su confianza —Esa idea convirtió la furia en tristeza. En realidad no tenía ni idea de dónde había sufrido las lesiones, puesto que Thomas no se había sincerado con ella, aunque sí le había pedido que ella lo hiciera. Con todo, pronto insistiría de nuevo en ello.
—Ya veo —replicó el barón con aire pensativo y sin añadir nada más.
De repente, estiró la mano y la agarró del brazo para detenerla. Madeleine sintió la presión de sus dedos a través del vestido y de la capa y luchó contra el deseo de liberarse.
Él no la soltó. Madeleine lo miró a los ojos y se obligó a esbozar una leve sonrisa antes de componer una expresión interrogante para evitar que el barón se percatara de lo mal que se sentía. Thomas había dicho que el hombre era tan escurridizo como una anguila, y esa descripción le encajaba a las mil maravillas. En ese instante la miró sin reservas y bajó la vista por un momento hasta la zona de sus pechos que el escote dejaba al descubierto. Cuando la miró a los ojos de nuevo, los suyos estaban cargados de una pasión que no hizo ningún esfuerzo por ocultar.
Por primera vez desde que podía recordar, Madeleine se sintió incómoda ante los avances de un hombre. Estaba a solas con un extraño en un gélido bosque, con el sol oculto tras unas nubes cada vez más densas y en medio de un silencio atronador… y el barón notó su preocupación. Debía de notarla, ya que la estaba utilizando. Ese tipo era una serpiente. No, una serpiente no. Una araña. Se arrastraba silenciosamente dentro y fuera de la vida de la gente con ojos calculadores que lo percibían todo antes de arrastrar a los inocentes hasta su telaraña, de la que no podían escapar. En esos momentos la deseaba a ella y no hacía el menor intento por disimularlo.
El caballo volvió a moverse con nerviosismo y, sin mirarlo, el barón tiró de las riendas para calmarlo. Madeleine no sabía nada sobre caballos, pero estaba segura de que Rothebury jamás era muy amable con ellos, y la abrupta reacción para controlar al animal no hacía más que corroborar sus sospechas.
—Tal vez, Madeleine —dijo en un áspero susurro—, quiera asistir al baile anual que celebro el segundo sábado después de Navidad. Es un baile de máscaras, pero será un placer para mí presentarle a la aristocracia local y a todos aquellos de cierta importancia, quienes, por supuesto, estarán allí —Comenzó a acariciarle el brazo con el pulgar muy despacio—. Eso también nos daría una oportunidad de conocernos mejor.
A pesar del ambiente frío y del inquieto caballo, Madeleine se concentró solo en las palabras de aquel hombre. No en las sugerentes insinuaciones, sino en el hecho de que no pensaba invitarla a su casa hasta el baile que se celebraría tres semanas después. Algo de lo más extraño. No la quería en su hogar, aunque era obvio que la deseaba físicamente.
El barón le rozó el pecho con la muñeca mientras le acariciaba el brazo, y Madeleine se estremeció.
—¿Tiene frío? —preguntó con fingida preocupación.
—Mucho —Le dedicó una sonrisa resplandeciente y se cruzó los brazos por delante, sujetándose los codos con las palmas para evitar que la agarrara, así que el hombre no tuvo más remedio que dejar caer el brazo—. No estoy acostumbrada a un clima tan frío. Marsella, mi tierra natal, tiene un clima mucho más agradable.
—Desde luego.
El barón se apartó un poco y, por un instante, Madeleine temió que se fuera de allí enfadado. Por más que lo deseara, todavía no estaba lista para dejarlo marchar.
Haciendo caso omiso de sus instintos, dio un paso hacia él y entrecerró los párpados para ocultar sus ojos claros antes de ladear la cabeza y comenzar a juguetear con los botones de su capa.
—Sería un placer para mí aceptar su generosa oferta, Richard. Me encantan las fiestas y sería una excusa perfecta para conocerlo mejor. Sin embargo, solo sería apropiado si asistiera acompañada por el señor Blackwood. Supongo que él también está invitado.
Una sombra de algo extraño atravesó el rostro del hombre. ¿Duda? ¿Irritación? ¿Cautela? No obstante, representó el papel del perfecto caballero y no se opuso.
—También él será bienvenido como mi invitado —dijo con cierta reserva.
—Maravilloso —Madeleine frunció los labios con timidez—. Y espero que me muestre algunas de las estancias de su espléndida mansión. Lady Claire me habló de su magnífica colección de libros y de su interés en el comercio de estos. La biblioteca es un lugar perfecto para… hablar a solas. ¿No le parece?
Eso lo sorprendió. Aunque trató de ocultarlo, se notaba que el comentario lo había desconcertado. Parpadeó y frunció un poco el ceño, pero Madeleine sabía que lo que lo había sorprendido no era la sugerencia de un interludio. Le preocupaban o bien los libros o bien que lady Claire hablara de él. De nuevo era ella quien estaba en situación de ventaja.
—Así que ha conocido a lady Claire —dijo con una voz que traicionaba su cautela.
—Estoy segura de que fue una mujer adorable en su día —Ése fue el mejor cumplido que se le ocurrió.
El barón recuperó de súbito ese aire evasivo y encantador.
—Sí, desde luego; aunque la belleza de esa dama jamás podría rivalizar con la suya, Madeleine.
Detestaba la manera en que pronunciaba su nombre. De una forma susurrante, arrastrando cada letra como si le estuviera haciendo el amor. Repugnante.
Al pensar en eso, se le vino a la mente la imagen de Thomas: un hombre íntegro, fuerte, taciturno y honesto. Recordó su enorme cuerpo endurecido por ella; la conmovedora reacción que había mostrado al tocarla de manera íntima. No habían pasado más que dos horas desde la última vez que lo vio y ya lo echaba de menos. Muchísimo.
—Bueno, supongo que debo seguir mi camino —declaró con un suspiro.
Él rió por lo bajo de una forma empalagosa y agresiva.
—¿Impaciente por regresar al trabajo?
Madeleine soltó una carcajada, tal y como él esperaba, e inclinó la cabeza con aire tímido.
—La verdad es que no, pero creo que es mi deber hacerlo. Estoy segura de que mi patrón se estará preguntando dónde estoy.
Los rasgos del hombre se endurecieron un poco.
—Yo también estoy seguro —dijo con frialdad.
A Madeleine le costó un verdadero esfuerzo estirar la mano y aferrarle el brazo. Pero lo hizo, y él no se apartó. Percibió la tensión del cuerpo masculino aun a través de las ropas.
—Ha sido todo un honor conocer por fin al hombre del que tanto he oído hablar en las pocas semanas que llevo en Winter Garden —admitió en voz baja.
—El honor ha sido mío, Madeleine DuMais —replicó él también en voz queda al tiempo que le apretaba la mano enguantada.
—Hasta la próxima vez, monsieur.
Él le apretó los dedos.
—Hasta la próxima.
Madeleine se dio la vuelta, pero él no le soltó la mano.
—Se me olvidaba mencionar una cosa.
Ella vaciló y, al mirar hacia atrás, se percató de que el barón tenía la frente arrugada y su penetrante mirada clavada en el suelo.
—¿Monsieur?
—Su patrón, el señor Blackwood…
Ella aguardó.
—¿Sí?
—¿De dónde es exactamente?
Él debía de saberlo, y aun así se lo había preguntado. ¿Por qué?
—Creo que es de Eastleigh y que solo se quedará aquí durante los meses de invierno. Con todo, no estoy muy al tanto de su vida personal ni de sus costumbres —Hizo una pausa para darle efecto y después añadió—. ¿Por qué lo pregunta?
El barón meneó la cabeza un par de veces con aspecto confundido, aunque no levantó la vista de las ramitas y el barro oscuro que había a sus pies mientras seguía aferrando con fuerza su mano.
—Eso es muy extraño.
No la soltaría hasta que dejara claro lo que quería decir, y por alguna extraña razón, eso hizo que el pulso de Madeleine se acelerara.
—¿Extraño?
Siguió con la cabeza gacha, pero levantó los párpados para mirarla con una cruel expresión de triunfo en los ojos de color avellana.
—He preguntado por él en Eastleigh y nadie ha oído hablar de un erudito llamado Thomas Blackwood.
Madeleine sintió que el frío le calaba hasta los huesos. Rothebury mentía, por supuesto, o eso quería que ella creyera. ¿De verdad sospechaba que Thomas era algo más de lo que aparentaba y lo había investigado? Eso era lo que más la preocupaba de todo.
—Estoy segura de que existe alguna explicación —señaló con tono simpático mientras trataba de controlar el temblor de su garganta—. Tal vez haga tanto tiempo que no va allí que los residentes lo han olvidado. Después de todo, ha viajado mucho.
El barón esbozó una sonrisa astuta y le apretó la mano hasta un punto casi doloroso.
—Seguro que tiene razón. Con extraño me refería a que nadie en las vecindades de Eastleigh tiene el apellido Blackwood. Eso quiere decir que su familia no es de allí. Solo hice que alguien lo averiguara porque he oído que está interesado en comprar Hope Cottage, y puesto que está al lado de mi finca, sentía curiosidad por el posible propietario. Tengo la certeza de que usted lo comprenderá.
Madeleine permaneció inmóvil.
—Desde luego, Richard.
—Tal vez pueda preguntárselo algún día.
Ella no contestó, aunque él no esperaba una respuesta.
En cuanto terminó de hablar, le soltó la mano, se volvió hacia su enorme montura y se encaramó a la silla una vez más con un movimiento ágil.
—No podría expresar con palabras el placer que me ha supuesto encontrarme con usted esta mañana en mitad del bosque, Madeleine. Solo habría deseado que hubiéramos tenido más tiempo para estar a solas y conocernos el uno al otro —Sus insolentes ojos la recorrieron de arriba abajo una vez más, muy despacio—. Es usted una mujer excepcionalmente bella, y espero que nos veamos de nuevo —Bajó la voz—. Quizá incluso de noche. Sería un auténtico placer ver su maravillosa piel a la luz de la luna.
El comentario le sentó como una bofetada en la cara, tanto en el plano personal como profesional. Pero lo más irritante de todo era que se sentía molesta de una manera que no podía explicar.
—Ha sido usted de lo más encantador, Richard —replicó con cortesía; tenía el cuerpo rígido, la boca seca, y se sentía incapaz de aludir al último comentario—. Esperaré con impaciencia su invitación al baile.
—Y yo estaré impaciente por mostrarle mi… biblioteca. Hasta entonces, señora —prometió, muy seguro de sí mismo. Acto seguido se marchó en la dirección por la que había llegado.
Madeleine comenzó a temblar. Tenía el frío metido en el cuerpo, pero era algo más que una mera reacción física al clima. El barón de Rothebury la asustaba por razones que aún no comprendía. Se había adentrado de forma deliberada en la tela, y la araña la había descubierto. La había atrapado. Y la acechaba.