Un hombre que promete (19 page)

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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: Un hombre que promete
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—Eres un hombre muy atractivo —respondió con dulzura al tiempo que se colocaba a su lado—. Me gusta tu sonrisa, tu serenidad… y esa forma de pensar tan racional que tienes. No te pareces a ninguno de los hombres que he conocido y el anhelo de convertirme en tu amante crece más y más con cada día que pasa. Pienso que podríamos divertirnos el uno en brazos del otro durante el tiempo que pasemos juntos, así que no entiendo por qué lo evitas. Si es por tus problemas físicos, puedo asegurarte que te considero uno de los hombres más apuestos que he conocido en mi vida, con un rostro y un cuerpo hermosos, y de lo más encantador, a pesar de tu carácter retraído. Eres fuerte e inteligente, y creo que te sientes muy atraído por mí. ¿Por qué sigues evitando lo que sucederá de todas formas?

Él dejó escapar un profundo suspiro.

—No creo que haya rechazado jamás el deseo, sino la posibilidad de que mantener una relación íntima complique nuestro trabajo.

Madeleine sintió que algo se relajaba en su interior y esbozó una amplia sonrisa.

—Serás mi amante —No era una pregunta. Lo dijo sin reservas ni expectativas y en esa ocasión, él no lo negó. No dijo nada. Madeleine sintió que una oleada de calidez atravesaba su cuerpo ante el tácito asentimiento y, segura de sí misma, estiró el brazo para colocarle una mano sobre el hombro—. ¿Por qué no anoche?

Thomas respiró hondo y cerró los ojos, inmóvil.

Por primera vez, Madeleine captó el brillo de algo más, de otra explicación para la rápida marcha de la noche anterior, y sintió que su corazón y su cuerpo comenzaban a derretirse.

—Dímelo, Thomas —le pidió con dulzura.

Él se quedó rígido y siguió con los ojos cerrados mientras alzaba el rostro hacia el cielo despejado. Al final, reveló en un murmullo.

—No entiendes lo que significó para mí, Madeleine. Estabas allí, tan hermosa, muerta de deseo por mí, gimiendo mi nombre, suplicándome con los ojos y con el cuerpo que te amara, que te tocara, que acariciara tus pechos, tus pezones endurecidos. Y después me permitiste colocar la cara en tu vientre, cerca del lugar donde más me necesitabas, y tocarte allí; estabas muy, muy húmeda y el vello oscuro que hay entre tus piernas me rozaba las mejillas y los labios. Pude… olerte, saborearte con la lengua… y estabas tan dulce, Maddie, fue tan dulce saborearte… Luego me dejaste introducir un dedo dentro de ti y descubrí que allí estabas más caliente, más suave y más húmeda todavía. Y cuando llegaste al clímax…

Su voz comenzó a temblar y Thomas tragó saliva con fuerza; todavía permanecía rígido a su lado, con los ojos cerrados. Madeleine lo contemplaba en silencio, con una sensación a camino entre el desconcierto y la admiración, mientras él narraba lo que parecía un recuerdo muy lejano.

—Cuando llegaste al clímax —añadió con un hilo de voz— pude sentirte. Dios, fue como si me envolviera… Pude sentirlo. Sentí que la humedad se aferraba a mí, que fluía entre mis dedos; sentí que me apretabas desde dentro, que me acariciabas, cómo te frotabas contra mi mano. Llegaste al orgasmo gracias a mis caricias, solo con mis caricias… —Meneó la cabeza de nuevo y apretó la mandíbula—. No comprendes lo que el hecho de saber eso, el hecho de estar allí y experimentar eso, puede hacerle a un hombre. Gemías mi nombre en respuesta a mis caricias, y comprendí que lo que olía, lo que saboreaba y lo que sentía era la liberación de la auténtica belleza femenina. Ya no era un sueño. Era real, tú eras real, y yo no pude… —Se puso rígido y se estremeció—. No pude contenerme, Madeleine. No había estado con ninguna mujer desde hace años.

El frío desapareció por completo cuando una marea de exquisito afecto se derramó sobre su cuerpo. Madeleine no sabía si se sentía perpleja ante semejante revelación, conmovida por su sinceridad o halagada. Pero lo cierto era, decidió, que ningún hombre había sido nunca tan honesto con ella, en especial sobre algo relacionado con su masculinidad. Ningún hombre le había descrito la sexualidad femenina con unos términos tan hermosos. Incluso los franceses, que por lo general eran más gráficos al hablar de sexo, lo describían guardando las distancias, como si fuera algo bello que debía admirarse y atesorarse, como si se tratara de una obra de arte. Thomas lo había descrito como si formara parte de ello y lo sintiera dentro de él, como si la hubiera percibido íntimamente con todos sus sentidos. Como si encontrara su sexualidad hermosa, y hermosa solo para él. Madeleine supo de inmediato que aquel era uno de los momentos más especiales de su vida, uno de los momentos más maravillosos.

Bien. ¿Qué podía decirle? ¿Que no pasaba nada? ¿Que eso no cambiaba lo mucho que lo deseaba? ¿Que lo entendía a pesar de que era una mujer? ¿Podía preguntarle por qué no había mantenido relaciones durante tantos años y cuántos años habían sido esos? Se daba cuenta de que estaba avergonzado y de que ese momento, a pesar de toda su sinceridad, había sido increíblemente difícil para él. Estaba claro que aquel no era el momento indicado para una conversación detallada acerca de su pasado. Con todo, y como mínimo, le diría lo que ella sentía.

Tras apartarse los mechones que el viento le había llevado a la frente, le dio un apretón en el brazo para llamar su atención.

—Thomas, he estado con bastantes hombres —admitió en voz queda—, pero eres el único que ha hecho que me sintiera hermosa sin otra cosa que palabras sencillas.

Él abrió los ojos y se dio la vuelta muy despacio para mirarla.

Madeleine esbozó una pequeña sonrisa al contemplar esos círculos de color castaño claro cargados de incertidumbre y aferró la capa que llevaba con ambas manos para controlar el impulso de tocarlo.

—No hablas de forma poética, pero sí sincera y descriptiva, lo que resulta muy romántico. La próxima vez me harás sentirme hermosa con tu cuerpo, y tengo la intención de compartirlo y hacer que dure todo lo posible. Solo espero estar a la altura de un hombre tan generoso.

Los duros contornos del rostro masculino se relajaron poco a poco; su mirada se suavizó y en sus ojos apareció un brillo que Madeleine solo pudo describir como alegre, y tal vez sorprendido.

Se irguió antes de continuar.

—Bueno, ¿qué quieres hacer hoy?

Thomas compuso una expresión divertida al ver lo rápido que cambiaba de tema, pero ella la pasó por alto y mantuvo una expresión impasible y la barbilla en alto.

—Voy a hacerle una visita a la señora Bennington-Jones, a ver si puedo hablar con Desdémona, o al menos descubrir algo sobre ella —susurró él arrastrando las palabras—. ¿Y tú?

Madeleine tuvo que echar mano de toda su voluntad para mantener sus labios apartados de los de él y luchar contra el acuciante deseo de seducirlo allí mismo, en el banco. Con un par de pasos hacia delante estaría en sus brazos.

—Creo que me daré un baño en la posada y después me vestiré para hacerle una visita a Rothebury —se obligó a decir—. Ya es hora de que nos conozcamos.

Sin aguardar una respuesta, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia los arbustos. Echó un vistazo por encima del hombro y vio que Thomas la observaba fijamente con los ojos entrecerrados, las manos en los bolsillos y su enorme e imponente cuerpo en tensión.

—Ten cuidado —le aconsejó con voz ronca.

Por primera vez en toda su carrera, Madeleine no se sintió ofendida al escuchar el leve matiz de superioridad masculina en las palabras de un colega, ya que esa vez percibió cierta implicación emocional. Había hablado en serio, no porque él fuera un hombre y ella una mujer, sino porque le gustaba. Se deleitó con esa idea, pero no le diría la satisfacción de saber cuan profunda y extrañamente la afectaba.

—Creo que debería decirte lo mismo. La señora Bennington-Jones podría darte una paliza de muerte solo con palabras —Lo miró de arriba abajo antes de añadir con voz pícara—. Y me alegro mucho, muchísimo, de que no seas impotente después de todo.

La grave risotada masculina reverberó entre los árboles.

Capítulo 11

L
a intención original de Madeleine había sido sorprender al barón en su hogar, llamar a su puerta y presentarse, tal y como suelen hacerlo los vecinos. El problema de ese plan, no obstante, era que no tenía una excusa válida para hacerlo. Quizá el hombre no estuviera en casa o, peor aún, tal vez su visita le resultara sospechosa. Como recién llegada al pueblo, lo apropiado habría sido que él la visitara, pero estaba claro que Rothebury nunca haría algo semejante. Así pues, su única alternativa era fingir que se encontraba con él durante su paseo matutino a caballo por el sendero del lago y lograr que el encuentro pareciera accidental.

Se puso en camino a las diez en punto. Iba ataviada con su vestido de mañana, la capa de viaje y los guantes, y se había peinado el pelo en una larga trenza que había enrollado en lo alto de la cabeza. También se había puesto un leve toque de color en las mejillas, los labios y los ojos; no lo suficiente para que se notara, pero quería lucir el mejor aspecto posible. Las primeras impresiones lo eran todo.

Solo llevaba paseando por el sendero unos minutos cuando divisó al barón, que se acercaba a ella desde los árboles. Cabalgaba a lomos de su caballo gris, ataviado debidamente con un traje de montar marrón. Tenía el rostro tenso, ya fuera a causa del esfuerzo físico o de la concentración, y parecía examinar las curvas del camino. Todavía no la había visto. Madeleine respiró hondo y se alisó la capa con las manos antes de asumir una pose despreocupada. La vería en cuestión de segundos y quería estar preparada.

En ese momento la divisó.

Todavía a cierta distancia, el barón tiró con suavidad de las riendas para aminorar el paso del caballo. No parecía sorprendido por su súbita presencia, aunque la estudió con detenimiento de la cabeza a los pies sin preocuparse en lo más mínimo por la posibilidad de que ella se sintiera ofendida por tan intenso escrutinio. Madeleine fingió no darse cuenta de tan indecoroso comportamiento y compuso una expresión de sorpresa antes de esbozar una sonrisa radiante. Lo saludó con un gesto de la cabeza mientras seguía avanzando hacia él.

También se acercó el barón, que esbozó como ella una sonrisa en cuanto vio la suya. Era una sonrisa calculadora que no le llegó a los ojos.

—Buenos días, monsieur —lo saludó con tono alegre al tiempo que se situaba a su lado.

—Desde luego que son buenos días, señora —se apresuró a replicar él con tono ronco mientras estudiaba con descaro cada centímetro de su rostro—. O al menos lo son ahora, después de haberme cruzado con una mujer tan hermosa. ¿Es usted una alucinación o es real?

Unas palabras tan convencionales y calculadas habrían impresionado a las más tímidas. O a las inocentes. ¿Acaso la creía tan ingenua? Era probable que no. La había llamado «señora», lo que significaba que asumía que estaba o había estado casada, o que ya conocía su identidad. Era un tipo listo; había enfrentado su aparición allí con halagos y una seducción sutil, a la espera de una reacción. Madeleine notó que se le erizaba el vello de la nuca.

—Caray, monsieur —dijo ella tras una risilla ahogada—, sabe usted cómo halagar a las damas. Espero que no le importe que me haya paseado por su propiedad; no sabía que le pertenecía a alguien.

Dejó que las palabras flotaran en el aire, calmo y frío, a la espera de las presentaciones. Él no la decepcionó, pero tampoco se apeó del caballo: un obvio intento por mantener una posición de superioridad desde que la que podía mirarla desde arriba.

—Soy Richard Sharon, barón de Rothebury.

Lo dijo casi con jactancia, esperando sin duda que ella supiera quién era. Ella complació a su vanidad.

—Ah, claro. Es usted el dueño de la mansión que se ve a lo lejos —replicó con dulzura—. La señora Bennington-Jones y su hija Desdémona lo mencionaron en la reunión de té de la señora Rodney la otra tarde.

El hombre no parpadeó ni perdió la sonrisa, pero Madeleine percibió la ligera tensión de sus labios. Continuó hablando para que no la interrumpiera.

—La señora llegó a sugerir incluso que su hogar era tan antiguo que podría haber servido como refugio para aquellos que no se vieron afectados por la peste negra. Lo encontré fascinante.

—Fascinante, sí —concedió él con rapidez—, pero solo un rumor. Cuando las damas se reúnen para el té se embarcan en conversaciones de la más asombrosa naturaleza, ¿no le parece?

Madeleine se preguntó cómo demonios se habría enterado de eso.

—Supongo que sí.

El barón inclinó la cabeza para mostrar su aprobación.

—En realidad, poseo gran parte de las tierras de los alrededores: desde la orilla del lago hasta muchos kilómetros al sur de aquí y, por supuesto, hasta Hope Cottage, la casita que se encuentra al este de pueblo —Levantó una de las comisuras de la boca y entrecerró los párpados de densas y oscuras pestañas en una expresión sugerente—. Es usted la francesa que vive con el intelectual allí, ¿verdad? La he visto entre los árboles un par de veces y no he podido evitar observarla. Es usted hermosa de los pies a la cabeza, y resulta difícil pasar por alto una belleza semejante.

Trataba de impresionarla con esa voz grave y aterciopelada, imaginando que ella reconocería su intento de seducción. Era hombre intrigante en cierto sentido, bien parecido, y probablemente gozara de bastante éxito entre las féminas debido a sus modales elegantes y sensuales.

Su rostro tenía rasgos marcados: pómulos altos y definidos; piel clara, suave y bien afeitada; unos ojos llamativos y penetrantes y una boca ancha y tentadora. Sus botas eran nuevas y brillantes, y las costosas prendas hechas a medida se adaptaban a la perfección a su musculosa figura. Su cabello rojizo y las patillas estaban recortados a la última moda, aunque algo alborotados debido al paseo a caballo.

Sí, era un hombre bastante apuesto y muy sexual; poseía un aura cautivadora que prometía eróticos placeres en el dormitorio. Cualquier inocente caería en sus garras si él la eligiera como conquista. Madeleine, sin embargo, tenía cierta experiencia en el arte de la seducción y de las relaciones sexuales, y conocía ese tipo de aura lo suficiente para mantenerse alejada de ella. O para utilizarla.

Con una brillante sonrisa, caminó para acercarse a su montura, aun cuando el instinto le decía que hiciese justo lo contrario.

—Sí, me llamo Madeleine DuMais. Vivo en Winter Garden temporalmente, hasta que termine de traducir las memorias de guerra de monsieur Blackwood a mi lengua nativa. Es un anfitrión callado aunque agradable, y el pueblo es encantador —Enlazó las manos a la espalda—. Estoy disfrutando mucho de mi estancia aquí, pero estoy impaciente por conocer a más gente.

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