Thomas y ella habían llegado a conocerse mejor durante las dos últimas semanas, aunque solo de una manera superficial. Solían pasar el día juntos leyendo o escribiendo cartas, paseando por el pueblo o haciendo visitas, jugando al ajedrez o conversando por las noches. Aún se negaba a hablar de sí mismo, así que ella no fisgoneaba, pero charlaba con frecuencia sobre su hijo, a quien quería muchísimo. Madeleine se moría por preguntarle acerca del accidente que le había causado las lesiones, aunque algo en su interior que no lograba identificar la instaba a guardar silencio. Sabía que él revelaría más de sí mismo a su debido tiempo. Por alguna razón inexplicable, sentía que todavía pasarían mucho más tiempo juntos. Y, desde luego, ella no tenía ninguna prisa por escapar de su presencia.
Eso, en cierto modo, la preocupaba mucho. Aunque le encantaba mantener una relación sexual con Thomas, no podía permitir que se convirtiera en algo más. Se negaba a echarlo de menos más de lo normal cuando se marchara. No quería terminar herida, ni tampoco herirlo a él, por supuesto. No tenía claro lo que Thomas sentía por ella, pero comenzaba a sospechar que los sentimientos de aquel hombre eran mucho más profundos que los suyos. Algunas veces lo pillaba mirándola fijamente con una expresión de intenso anhelo en sus rasgos masculinos y complejos; y sus ojos revelaban pensamientos y emociones que él se negaba a pronunciar.
Todavía no se habían convertido en amantes, al menos en el pleno sentido de la palabra, y el deseo que Thomas le inspiraba crecía día a día. Por más que había intentado atraerlo, él no había vuelto a abrazarla desde aquella memorable noche en la cocina, cuando le había entregado todo sin recibir nada. Se habían besado apasionadamente en dos ocasiones, pero ambas veces él se había detenido antes de que el deseo los arrastrara. Madeleine se había mostrado impaciente aunque considerada, y él no la había presionado.
A esas alturas ya estaba harta. Lo deseaba con desesperación y esa noche se aseguraría de que ambos disfrutaran del placer físico, sin importar lo que tuviera que hacer para engatusarlo. Estaban en Nochebuena, una noche para la entrega, para la generosidad.
—Me gustaría saber cómo llegaste a convertirte en una espía del gobierno británico.
Ese súbito comentario la sacó de sus pensamientos. Estaban sentados en el sofá que había frente a la chimenea, tomándose un brandy y disfrutando del calor del fuego después de la deliciosa cena a base de ganso asado relleno de cebolla y salvia, cóctel de frutas, pudín de pasas y dulce de chocolate, cuyas sobras terminarían al día siguiente, después de la misa de Navidad. Era casi medianoche, y en las dos últimas horas Thomas le había hablado sobre muchas de las investigaciones anteriores que había realizado para la Corona, todas ellas en Inglaterra. Ella lo había escuchado con embeleso… siempre que su mente no se perdía en ensoñaciones sobre ese magnífico cuerpo que se encontraba a escasos centímetros de sus manos. Era un hombre fascinante pese a su reserva, y había hecho mucho por la causa inglesa en la última década. Supuso que en esos momentos le tocaba a ella. Lo miró a los ojos con una sonrisa y sujetó con más fuerza la copa que sostenía en su regazo para obligarse a no tocarlo.
—Me temo que en comparación con sus historias, monsieur Blackwood, la mía es bastante aburrida.
—Compláceme —insistió él antes de darle un sorbo al brandy.
Madeleine lo observó sin tapujos. Los gruesos y largos músculos de los muslos tensaban los pantalones negros y su amplio pecho se marcaba bajo la camisa de seda, lo que la hacía preguntarse cómo era posible que, con semejantes lesiones, ese hombre fuera capaz de mantenerse tan en forma. Fuera lo que fuera lo que hacía, funcionaba, porque a ella le costaba un esfuerzo mayúsculo resistirse a él en cualquier plano (ya fuese intelectual, físico o incluso emocional), y eso la preocupaba bastante.
Los labios masculinos se curvaron hacia arriba en un gesto que parecía suplicarle que los besara… Madeleine se aclaró la garganta y contempló el líquido ambarino de la copa que mantenía en su regazo.
—Mi infancia no fue de las mejores, Thomas. Mi madre me detestaba, aunque solía serle útil como sirvienta. Cuando tenía dieciséis años comencé a bailar en los escenarios siempre que tenía un rato libre, lo que no ocurría muy a menudo, para ganar un poco de dinero. Me negué a considerar la prostitución, sobre todo porque ya había visto lo que eso le había hecho a mi madre. Quería ser capaz de mantenerme a mí misma y carecía de otras habilidades.
—¿Tu madre era prostituta? —la interrumpió con voz queda.
Madeleine hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No a cambio de dinero, y no a modo de empleo. Pero intercambiaba favores sexuales por opio cuando lo necesitaba y no podía permitírselo. A menudo lo hacía en la habitación de al lado, y yo lo escuchaba todo.
Thomas no comentó nada con respecto a eso, de modo que continuó.
—Al principio no ganaba mucho como bailarina, pero puesto que los obscenos comentarios que recibía de los tipos lascivos me importaban un comino, seguí haciéndolo y conseguí ahorrar casi todo el dinero… aunque solo gracias a que mi madre no sabía nada. Se habría quedado con todo de haberse enterado. Después de cuatro años, conseguí lo suficiente para marcharme y, a la edad de veinte años, la abandoné —Suspiró ante los dolorosos recuerdos—. Ella me odió por eso, Thomas. Me gritó un montón de improperios mientras cerraba la puerta, y no porque me amase o se preocupara por mi bienestar, sino porque ya no estaría allí para despertarla cuando se emborrachara, para lavar y remendar sus ropas o para cocinar y limpiarle la casa. Hace nueve años que no la veo, y para ser sincera debo admitir que no la he echado de menos ni un solo día.
Thomas cambió de postura en el sofá para sentarse un poco más cerca de ella, así que Madeleine pudo percibir mucho mejor esa limpia esencia masculina que lo caracterizaba, y también lo mucho que se le ajustaban los pantalones a las caderas y a los muslos cuando se movía. Apretó la copa con fuerza y bebió un nuevo trago de brandy.
—Nadie te ha amado nunca, ¿verdad, Madeleine?
Ella se quedó inmóvil con la copa apretada contra el labio inferior, pero cuando observó aquellos ojos color miel que la miraban con comprensión y ternura, sintió que se le encogía el corazón. Thomas extendió una mano y tomó unos cuantos mechones de su cabello entre los dedos para frotarlos con suavidad.
—La única persona que me amó de verdad fue mi padre —contestó con serenidad, hechizada. Él estudió su rostro.
—Supongo que para una niña debe de ser muy duro perder a su padre a una edad tan temprana y quedarse sin nadie.
Su empeño por discutir asuntos tan personales de su vida la incomodó un poco. El tema era demasiado perturbador; los recuerdos, demasiado dolorosos.
—Lo vi solo en unas pocas y maravillosas ocasiones, pero creo que la posibilidad de que algún día me sacara de Francia y me llevara de vuelta a Inglaterra, la tierra que yo consideraba mi verdadero hogar, fue lo que me mantuvo feliz todos esos años. Cuando descubrí que había muerto, algo en mi interior murió con él. Fue como si me hubieran robado todos mis sueños y esperanzas —Intentó por todos los medios parecer indiferente, mantener la ira a raya, tal y como había hecho durante años—. A partir de ese momento —concluyó con cierta frialdad—, tomé el control de mi vida. La vida que llevo hoy en día es lo que yo he hecho de ella. Me niego a ser infeliz.
Thomas asintió con la cabeza sin apartar la vista de los mechones de cabello, que había alzado un poco para poder observarlos a la luz del fuego.
—Mis padres me amaban —dijo con voz grave y ensimismada—. Pero hace ya muchos años que murieron, de modo que solo recuerdo los momentos felices y memorables. William me quiere más de lo que puede explicarse con palabras, aunque lo cierto es que soy su padre y su único pariente con vida. Mi mujer me tenía mucho cariño, pero el nuestro fue un matrimonio concertado. Era una prima lejana mía, y ambos sabíamos desde muy temprana edad que un día nos casaríamos. Yo la amaba de la misma forma que ella a mí. Su muerte me resultó muy dura porque la conocía de toda la vida —Tenía un brillo intenso en la mirada cuando la clavó en sus ojos—. Supongo que recibí mucho más afecto que tú mientras crecía, aunque al igual que tú, Maddie, nunca me he sentido amado de verdad.
Por una mujer, quería decir. Madeleine sintió un nudo en el estómago de nuevo, así que dio otro sorbo al brandy. Thomas estaba tan concentrado en ella que le provocaba una extraña mezcla de nerviosismo, anticipación y entusiasmo.
Necesitaba comprender quién era ella. Ya sabía lo que era, pero no quién. Las fuerzas de su pasado le habían dado forma, la habían moldeado para convertirla en una mujer fuerte e independiente; y esa independencia era más importante para ella que cualquier amor que pudiese haberse perdido. Dado que no era de las que bebían demasiado, Madeleine dejó la copa, aún medio llena, sobre la mesita de té que tenía delante. Thomas le soltó el cabello, pero dejó el brazo sobre el respaldo del sofá, con la mano cerca de su hombro.
—Cuando me marché de Francia a los veinte años —continuó ella en un intento por volver a retomar el tema de conversación original—, vine de inmediato a Inglaterra para conocer a la familia de mi padre. Me aceptaron con lo que podría denominarse una «cálida reserva», pero jamás llegaron a considerarme una de ellos. Fueron educados, aunque… comedidos. Me quedé allí tres semanas y me marché sin ninguna pena para dirigirme al Ministerio del Interior en busca de trabajo.
La boca de Thomas se frunció un poco, y eso la hizo sonreír.
—Lo sé —admitió al tiempo que se frotaba la frente con la palma de la mano—.
Lo pienso ahora y me admiro de mi propia audacia. Los encargados estuvieron a punto de echarme del edificio entre carcajadas. Pero insistí y logré ver a sir Riley tres veces en otras tantas semanas. Cuando el último intento no consiguió ganar su… respeto incondicional, y se negó de nuevo a contratar a una mujer (y a una francesa, nada menos), regresé a Francia y juré ayudar a los ingleses por mis propios medios. Eso fue hace nueve años, aunque parece que fuera ayer. En tres años me abrí camino en la clase alta francesa y averigüé todo cuanto pude para ayudar a la causa británica, pequeños retazos de información que le transmitía a sir Riley con el saludo: «Un afectuoso recuerdo de la francesa» —Entrecerró los ojos con picardía—. Él sabía quién era yo, y me divertía esa pequeña muestra de poder. Vivía la vida de una dama de la alta sociedad parisina, asistía a las fiestas adecuadas y me convertía en la devota amante del caballero apropiado cuando así lo decidía. Me convertí en la persona que deseaba ser y nadie lo cuestionó. Al final, llegué a ser mucho mejor actriz que mi madre, sin lugar a dudas.
Madeleine miró a Thomas sin reservas para ver si le asombraban sus revelaciones, pero él permanecía inexpresivo e inmóvil mientras la escuchaba con atención. Parecía sentir verdadera curiosidad, como si le importara lo que decía, y ella tuvo la certeza de que no la juzgaría.
—Seguí bailando de vez en cuando en mugrientas salas llenas de humo donde hombres sudorosos y borrachos me lanzaban monedas y me hacían gráficas sugerencias sexuales a la cara con la esperanza de obtener mis favores. Mantuve ambas identidades separadas, y por fortuna para mí, las personas influyentes con las que me relacionaba durante el día no eran las mismas que frecuentaban los clubes de baile por las noches. Todavía necesitaba esos ingresos y sabía que con el tiempo recibiría un mensaje de sir Riley en el que se me informaría de que había sido aceptada como uno de vosotros.
Thomas cruzó las piernas.
—Un poco ingenuo por tu parte, ¿no crees?
Ella encogió uno de los hombros.
—Sí, era bastante ingenua, pero también confiaba mucho en mí misma.
Él le devolvió la sonrisa antes de darle otro sorbo al brandy.
—Continúa.
Madeleine titubeó un instante y disfrutó del agradable silencio mientras elegía con cuidado las palabras que diría a continuación. Al final optó por ser franca.
—A principios de julio de mil ochocientos cuarenta y tres, mientras yacía desnuda en la cama de un diplomático francés viudo, él mencionó de manera accidental (y desafortunada para él) que Claude Denis Boudreau y Bernard Chartrand, dos importantes prisioneros políticos, iban a ser trasladados directamente desde los juzgados londinenses hasta Newgate y que estaban planeando liberarlos durante el trayecto, por la fuerza si era necesario —Se irguió con aire satisfecho y enlazó las manos sobre el regazo en un gesto de lo más pulcro. Su sonrisa se volvió maliciosa—. Era justo el tipo de noticia que había estado esperando y estaba claro que no podía enviarle un mensaje a sir Riley con una información tan importante. La cuestión de tiempo era crucial, de modo que fui a Londres en persona un par de días y aguardé durante horas en el gélido y tétrico edificio de oficinas antes de que él se dignara a verme. Pareció sorprendido y en cierto modo divertido por mi presencia, aunque creo que también impresionado por mi discreción y mis averiguaciones acerca del fiasco inminente.
Cuando me enteré de que los franceses implicados en la conspiración habían sido arrestados y de que Chartrand y Boudreau fueron trasladados a prisión sin más contratiempos, supe que me había ganado la aprobación de sir Riley. Tres días después, el dos de agosto, uno de nuestros asociados en París se puso en contacto conmigo de manera no oficial cerca de mi casa. En menos de veinticuatro horas me había convertido en Madeleine DuMais, viuda del legendario George DuMais, y fui enviada de inmediato a Marsella para comenzar mi carrera como informante en el campo del comercio de contrabando —Hizo un movimiento rápido con la muñeca—. Y para cualquier otra cosa que pudiera surgir.
—Eres bien conocida en el ministerio —señaló Thomas, divertido—, y enormemente admirada.
Madeleine ya lo sospechaba, pero oírlo decir por primera vez, y con esa voz que habría jurado estaba llena de orgullo, le provocó un nudo de emoción en la garganta.
—¿Aunque sea francesa? —preguntó con expresión tímida.
—Sobre todo porque eres francesa.
Ése era el mayor cumplido de todos. Tras inclinarse hacia él, le apoyó la mano en el hombro y se lo apretó con suavidad, sintiendo la piel cálida bajo la suavidad de la seda.
—Adoro mi trabajo, Thomas —confesó en un tono apasionado—. Es lo que soy, y no solo lo que hago. Si hay algo que he aprendido en veintinueve años es que el amor es efímero, pero lo que eres no lo es. Decidí convertirme en espía para el gobierno inglés porque eso es lo que soy y lo que he sido siempre. Me sentiré a gusto con eso de por vida y no necesito ninguna otra cosa para darle sentido a mi existencia.