Un hombre que promete (15 page)

Read Un hombre que promete Online

Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: Un hombre que promete
6.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Señora Bennington-Jones —comenzó sin rodeos, esbozando una sonrisa encantadora—, haré cuanto sea necesario para descubrir todo lo posible sobre ella. Es una mujer hermosa y eso hará que mis esfuerzos sean mucho más llevaderos. Para mí será un placer enviarle una invitación.

Observó que la dama se ponía pálida antes de que sus mejillas se ruborizaran. No podía replicar nada sin parecer grosera o insolente, y ambos lo sabían.

Tras colocar la servilleta sobre la mesa, Richard se puso en pie.

—Seguro que tendrá otras visitas que realizar, señora, y yo estoy impaciente por comenzar mi acostumbrado paseo matutino a caballo. Me alegra sobremanera que haya venido a visitarme.

Ella se levantó a regañadientes, ya que no había otra cosa que pudiera decir o hacer.

—Gracias por… el té, milord —murmuró con voz tensa.

Richard admitió que debía concederle ese tanto.

La mujer extendió la mano y él le estrechó los nudillos con suavidad tras decidir que no se la llevaría a los labios, algo que ella notó sin lugar a dudas. Acto seguido, se dio la vuelta abruptamente y, tras un último empellón a su sombrero para colocárselo, salió de la estancia con aire regio acompañada del susurro de las faldas.

Richard se quedó allí un minuto más, contemplando la puerta vacía. Jamás había confiado en nadie durante el tiempo que llevaba viviendo en Winter Garden y hacerlo ahora conllevaría un riesgo que no estaba dispuesto a correr. Había demasiadas cosas en juego. Sin embargo, resultaba evidente que debía conocer a la francesa cuanto antes, y el hecho de evitar los riesgos no impedía que se relacionara con una mujer hermosa. Ni que comenzara su propia y discreta investigación.

Capítulo 8

E
ran bien pasadas las diez cuando salieron de la casa. El resplandor de la luna menguante que se alzaba en lo alto aplacaba un poco la oscuridad reinante. El ambiente era frío, húmedo y muy silencioso. El aroma persistente del aguacero que había caído poco antes y el olor a tierra mojada inundaron los sentidos de Madeleine, que caminaba detrás de Thomas por el patio en dirección al grupo de arbustos que conducía hasta el pasaje del lago.

En los últimos días, las sospechas sobre Richard Sharon habían aumentado. Madeleine estaba segura de que el contrabandista era él, si bien era cierto que más por intuición que por otra cosa; no obstante, confiaba en sus instintos. Se basaba en la intuición muy a menudo, y nunca le había fallado. Con todo, comprendía que al final lo más importante eran los hechos constatables, y puesto que ya tenían nuevas pruebas, estaban actuando en base a ellas.

Por tercera noche consecutiva se prepararon para pasar muchas horas bajo el terrible frío y se colaron en la propiedad del barón para observar todo lo posible de forma clandestina, ya que Thomas había recibido un mensaje urgente de sir Riley en el que se informaba de que se había robado otro cargamento de opio en los muelles de Portsmouth cinco días atrás. Habían pasado varias semanas desde el último robo, y esas noticias no podrían haber llegado en un momento más oportuno para su investigación. Eso también le dio a Madeleine la oportunidad de acompañar a Thomas a la propiedad Rothebury, cosa que no había podido hacer con anterioridad. Por supuesto, no tenían ni la menor idea de si verían algo, pero sus cálculos estimaban que las cajas robadas llegarían a Winter Garden en los días siguientes, y era más probable que se descargaran de noche. Si Thomas y ella lograban ver o escuchar cualquier cosa, tendrían las pruebas al alcance de la mano.

Apartaron los arbustos para detenerse el uno al lado del otro junto a la orilla del lago. El agua resplandecía como si de densa tinta negra se tratara y, gracias al reflejo de la luna en la superficie, logró ver la mansión a lo lejos, oscura e imponente, recortada contra las sombras. Hiciera lo que hiciese el barón, estaba claro que se retiraba temprano. Ninguna de las ventanas estaba iluminada.

Thomas le dio la mano con afabilidad para ayudarla con el último tramo del sendero, o eso supuso ella, que levantó la cabeza para mirarlo. Él miraba más allá del agua y sus marcados rasgos de guerrero estaban contraídos en una expresión de absorta contemplación. Acto seguido la miró y la sombra de una sonrisa asomó a sus labios.

El corazón de Madeleine comenzó a latir a toda prisa a causa de la anticipación… una sensación poco habitual en ella. Muchos hombres la habían excitado con anterioridad, pero nunca uno tan ferozmente masculino, y desde luego nunca con una simple mirada. De pronto sintió un intenso deseo de besarlo de nuevo.

Aunque fue obvio que él tenía otras ideas.

Le sujetó la mano con fuerza y se dio la vuelta para seguir el sendero a través de la densa vegetación en dirección sur, hacia el hogar de Richard Sharon.

Habían hablado muy poco en los últimos días. Al igual que ella, Thomas se había mostrado retraído, y cada uno se había dedicado a sus competencias en bien del gobierno. Ella había acudido al mercado con el pretexto de comprar alimentos y había conocido a unos cuantos lugareños; Thomas, entre tanto, había visitado a unos cuantos miembros de la clase alta local. Habían asistido juntos a la iglesia, donde muchos habían encontrado ciertamente peculiar que la gente prestara más atención a la presencia de ellos dos que al reverendo y su largo sermón sobre lo importante que era perdonarles las menudencias a los vecinos. También habían vigilado el hogar del barón desde lejos las últimas dos noches, ocultos entre los árboles, pero hasta el momento no habían visto ni averiguado nada relevante. Madeleine no creía que las escasas conversaciones que habían mantenido desde que se besaran hubieran sido una manera de evitarse. Habría sido más correcto decir que habían centrado su atención en los asuntos que los habían llevado hasta Winter Garden. También se había dado cuenta de que, dejando a un lado el trabajo, los días transcurridos desde aquel beso no habían sido fáciles para Thomas. Y ésa era la razón por la que no había entablado una discusión acerca de ese tema. Por el momento.

—He estado pensando, Thomas —dijo con aire reflexivo mientras caminaban por el sendero para romper por fin el silencio.

Él levantó una rama de árbol y la sujetó para que ella pudiese pasar por debajo, pero no le soltó la mano. Tampoco respondió de inmediato, así que ella decidió continuar. No había nadie en los alrededores que pudiera verlos u oírlos, y todavía quedaba un buen paseo hasta la propiedad del barón.

—He estado pensando en el beso que me diste el sábado pasado —comentó con aplomo.

—¿De veras? —inquirió él con voz queda, sin mostrar la más mínima señal de sorpresa por el tema de conversación que había elegido—. ¿Y a qué conclusiones has llegado?

De modo que iba a ponerse pragmático… Esbozó una sonrisa.

—Dejando a un lado el hecho de que fue un poco apresurado y algo intempestivo —señaló con voz calma y una sensación de triunfo inminente—, lo encontré bastante… ardiente.

Madeleine intuyó que la miraba de reojo por un instante, ya que tenía la mirada clavada en los oscuros matorrales que había más adelante y no podía saberlo con seguridad.

—¿De veras? —replicó él con cierta indiferencia. Tras una breve pausa, añadió—. La consumación puede ser algo maravilloso si tiene lugar por propia voluntad. Y cuando las dos personas la desean desesperadamente.

Eso la confundió un poco, ya que no tenía muy claro lo que había querido decir y estaba casi segura de que él la deseaba de ese modo.

—Fue obvio que no había mucha delicadeza en tus movimientos —añadió ella—, pero tampoco puede decirse que fueran fruto de la indiferencia.

Él rió por lo bajo, pero no la interrumpió.

—Así pues, tras unos cuantos días de reflexión —continuó ella—, he llegado a la conclusión de que se debió enteramente a que estabas demasiado enfrascado en la situación. El beso te consumió por completo; no por el deseo de complacer, sino por su pura intensidad. Pusiste todo lo que tenías en él, pero al tiempo te refrenabas para que no fuera más allá en el plano físico, incluso después de que yo prácticamente te lo suplicara —Madeleine bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Creo que jamás había observado una respuesta tan peculiar en un hombre.

Thomas se detuvo a media zancada y tomó una larga y lenta bocanada de aire. Madeleine aprovechó ese momento de inseguridad.

—¿Y sabes qué otra cosa creo, Thomas?

—No, pero me da miedo preguntar.

Ella sonrió de oreja a oreja y le dio un apretón en la mano.

—Creo que fue el beso más maravilloso que me han dado en muchos años.

Ese comentario, absolutamente sincero, lo dejó inmóvil. Se volvió para mirarla a los ojos.

—Si eso es un cumplido, me siento muy halagado —dijo con mucha cautela—. Pero albergo serias dudas de que una mujer tan sofisticada y hermosa como tú considere que mis torpes besos son maravillosos.

—¿Me encuentras hermosa, Thomas? —lo presionó con suavidad, llena de satisfacción. Sabía que ya lo había dicho antes, pero esa vez tenía un significado más profundo.

—Te encuentro arrebatadora más allá de lo que se puede explicar con palabras, Madeleine —susurró al instante.

La satisfacción se convirtió en una calidez sublime que la inundó por dentro y le impidió responder de inmediato. ¿Cuántos hombres habían comentado su belleza a lo largo de sus veintinueve años? Muchos. Sin embargo, hasta esa noche ninguno le había provocado una sensación tan placentera.

El persistente olor de la lluvia y el gélido aire nocturno los envolvían como una manta cuando Madeleine se colocó a escasos centímetros de su cuerpo.

Muy despacio, aferrándose a su mano y mirándolo a los ojos, susurró.

—Espero, Thomas, que nos besemos de nuevo en los días y semanas que están por llegar. Porque, verás, lo que hizo ese beso tan maravilloso no fue tu delicadeza o tu experiencia, ni tampoco tu falta de ellas, sino el hecho de que te cautivó por completo. Hasta el pasado sábado, ningún hombre me había hecho sentir, aunque fuera por un pequeño instante, que yo era el centro de su universo.

Se dio cuenta de que la sonrisa de Thomas se había desvanecido y que sus labios estaban un poco entreabiertos; rogó en silencio que él se inclinara para apoderarse de su boca y le hiciera sentir de nuevo ese embriagador placer.

—¿Me besarás otra vez? —preguntó con voz queda, desafiante.

Thomas entrecerró los ojos para observarla con intensidad y la cicatriz comenzó a palpitar cuando su boca se curvó hacia arriba.

—Parece que has pensado en todo, Madeleine —comentó con sequedad.

Ella luchó contra las ganas de echarse a reír. En vez de eso, levantó la mano y acarició su rostro con los dedos cubiertos por el guante.

—Creo que lo harás.

La sonrisa de Thomas se hizo más amplia.

—La confianza te sienta bien.

Ella soltó una carcajada al oírlo.

—¿Has pensado en el beso del sábado? —preguntó en voz baja.

—Constantemente —admitió él sin rodeos. Madeleine sintió de nuevo una oleada de calidez.

—¿Y…?

—Superó todas mis fantasías, Madeleine.

Eso la dejó sin aliento. Soltó un profundo suspiro y vaciló en su postura, incapaz de ofrecerle una réplica adecuada.

Él levantó un brazo y le sujetó la mano que seguía apoyada en su mejilla. Luego, sin mediar palabra, le acarició los nudillos por encima de los guantes de cuero antes de darse la vuelta y comenzar a caminar de nuevo, tirando de ella.

Tomaron una curva y se dirigieron por fin hacia el oeste para acercarse a los límites de la propiedad, donde tomarían el despejado camino que el barón de Rothebury utilizaba en sus cabalgadas matutinas.

—No soy virgen, Thomas —señaló ella momentos después, tras decidir que sería mejor dejar claro ese punto.

Él no aminoró el paso, aunque tardó unos instantes en responder.

—No puedo decir que ya lo imaginaba, Madeleine, ya que eso implicaría que creo que eres una disoluta. Ni puedo fingir sorpresa y decir que no te creo, ya que ambos sabemos que eres una mujer de veintinueve años independiente, cuya única intención es ser sincera. Cualquiera de esas cosas sería un insulto para ti.

La respuesta perfecta. Madeleine sonrió de nuevo al notar que la tensión la abandonaba.

—Deberías haber sido abogado.

—Una profesión honrada con la que me habría ganado mejor la vida, estoy seguro —Como si se le hubiera ocurrido de repente, añadió—. Pero en ese caso no estaría aquí contigo.

El comentario consiguió que la calidez que sentía en su interior se convirtiera en fuego. Él la deseaba físicamente, pero también disfrutaba con ella. Nunca llegaría a imaginarse lo mucho que eso significaba para ella.

—¿Qué sentiste cuando te enteraste de que trabajarías con una francesa en esta misión?

Él se enderezó lo justo para hacerle saber que la pregunta lo incomodaba un poco.

—Fue decisión mía que vinieras aquí, Madeleine —murmuró.

Ella no tenía ni la menor idea de cómo tomarse esa revelación.

—¿Por qué?

Thomas siguió mirando al frente.

—Tienes una reputación profesional excelente. También creí que la ayuda de una mujer sería inestimable y que, aunque llamarías un poco la atención, como francesa nadie te consideraría una amenaza seria. Has levantado… un escándalo social en esta comunidad sin que sospechen que eres más de lo que eres.

Otra respuesta lógica y, probablemente, acertada.

—¿Por qué no me llamas Maddie, tal y como te pedí que hicieras?

Él dudó.

—Es bastante personal.

Un búho ululó a lo lejos y una pequeña ráfaga de viento gélido susurró entre las ramas de los árboles y agitó la superficie del lago, donde creó ondas negras y plateadas como la luna. El hombro masculino rozó el suyo cuando se aproximaron el uno al otro en el sendero, y Madeleine alzó la mano libre para aferrar la manga de su chaqueta, sujetando ese brazo con más fuerza de la necesaria. Él no trató de liberarse.

—¿Personal porque tus razones son de naturaleza íntima… —inquirió con creciente interés—… o personal porque implicaría una mayor intimidad entre nosotros?

Él lo meditó unos instantes.

—Supongo que te llamaré Maddie cuando logre poner en orden mis sentimientos.

¿Sus sentimientos?

—Está claro que no entiendo en absoluto esa explicación, Thomas.

Él se detuvo de pronto y se volvió para mirarla una vez más. La observó con los ojos entrecerrados y declaró en voz baja.

Other books

Dogwood Days by Poppy Dennison
Inheritance by Simon Brown
Reaching Rachel by LL Collins
The Little Secret by Kate Saunders
His Michaelmas Mistress by Marly Mathews
Finding Solace by Speak, Barbara