Un día perfecto (13 page)

Read Un día perfecto Online

Authors: Ira Levin

BOOK: Un día perfecto
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Odio.

—No de una forma tan extensa y satisfactoria como lo hicimos tú y yo la otra noche, pero sin ningún problema en absoluto, ¡y sólo veinticuatro horas más tarde!

—Puedo vivir sin los detalles.

Chip sonrió. Dejó resbalar las manos por sus costados y aferró las caderas de Copo de Nieve.

—Creo que incluso sería capaz de hacerlo de nuevo esta noche —dijo, acariciándola con los pulgares.

—Tu ego está creciendo a saltos y brincos.

—Todo en mí está creciendo.

—Vamos, hermano —dijo ella; apartó sus manos y sujetó una—, será mejor que te lleve dentro de algún sitio antes de que empieces a cantar.

Salieron a la plaza y la cruzaron en diagonal. Las banderolas y los adornos de la Marxvidad colgaban inmóviles sobre sus cabezas, apenas visibles en el distante resplandor de las aceras.

—¿Adónde vamos? —preguntó, caminando alegremente—. ¿Cuál es ese lugar secreto de reunión de los enfermos corruptores de los sanos miembros jóvenes?

—El Pre-U —dijo ella.

—¿El museo?

—Correcto. ¿Puedes pensar en un lugar mejor para un grupo de anormales que engañan a Uni? Es exactamente el lugar al que pertenecemos. Tranquilo —dijo, tirando de su mano—; no andes tan enérgicamente.

Un miembro entraba en la plaza por la acera hacia la que se dirigían. Llevaba en la mano un maletín o un telecomp.

Chip anduvo con más normalidad al lado de Copo de Nieve. El miembro, al acercarse —era un telecomp lo que llevaba—, les sonrió e hizo una inclinación de cabeza. Le devolvieron la sonrisa y la inclinación al pasar por su lado.

Salieron de la plaza y bajaron unos escalones.

—Además —dijo Copo de Nieve—, está vacío desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana, y es una fuente inagotable de pipas, ropas divertidas y camas curiosas.

—¿Cogéis cosas?

—Dejamos las camas —sonrió ella—. Pero las utilizamos de tanto en tanto. Nos reunimos solemnemente en la sala de conferencias del personal sólo en tu honor.

—¿Qué otras cosas hacéis?

—Bueno, nos sentamos por ahí y nos quejamos un poco. Ése es principalmente el departamento de Lila y Leopardo. Sexo y fumar son suficientes para mí. Rey hace divertidas parodias de algunos de los programas de televisión; espera un poco y verás lo que puedes llegar a reírte.

—El hacer uso de las camas —quiso saber Chip—, ¿se hace sobre una base de grupo?

—Sólo de dos en dos, querido; no somos tan pre-U.

—¿Quién las usaba contigo?

—Gorrión, naturalmente. La necesidad es la madre de etcétera. Pobre chica, ahora siento pena por ella.

—Claro que sí.

—¡De veras! Bueno, hay un pene artificial entre los artefactos del siglo XIX. Sobrevivirá.

—Rey dice que deberíamos encontrar un hombre para ella.

—Debemos hacerlo. Sería una situación mucho mejor, tener cuatro parejas.

—Eso es lo que dijo Rey.

Mientras cruzaban la planta baja del museo —iluminando su camino a través de la oscuridad llena de extrañas figuras con una linterna que Copo que Nieve había sacado de alguna parte—, otra luz les alumbró desde un lado y una voz próxima dijo:

—¡Hola, aquí! —Se sobresaltaron—. Lo siento —se disculpó la voz—. Soy yo, Leopardo.

Copo de Nieve giró su luz hacia el coche del siglo XX, y una linterna en su interior se apagó. Se dirigieron al resplandeciente vehículo de metal. Leopardo, sentado tras el volante, era un miembro maduro de rostro redondo. Llevaba puesto un sombrero con una pluma naranja. Había varias manchas de color pardo oscuro en su nariz y mejillas. Sacó una mano, también llena de manchas, por la ventanilla del coche.

—Felicidades, Chip —dijo—. Me alegro que salieras adelante.

Chip estrechó su mano y le dio las gracias.

—¿Preparado para un viaje? —preguntó Copo de Nieve.

—Ya lo he hecho —respondió el otro—. A Jap, ida y vuelta. Al Volvo se le ha agotado la gasolina. Y, ahora que lo pienso, está completamente empapado.

Le sonrieron y se sonrieron.

—Fantástico, ¿no? —dijo el hombre; hizo girar el volante y accionó una palanca que asomaba de su eje—. El conductor estaba al control de este trasto de principio a fin. Utilizaba las dos manos y los dos pies.

—Debía botar terriblemente —dijo Chip.

—Sin mencionar lo peligroso que podía ser —añadió Copo de Nieve.

—Pero también era divertido —señaló Leopardo—. En realidad, debía ser toda una aventura: elegir tu destino, decidir qué carreteras tomar para llegar hasta allí, calcular tus movimientos en relación con los de los demás coches...

—Calcular mal y morir —observó Copo de Nieve.

—En realidad, no creo que ocurriera tan a menudo como se nos dice —murmuró Leopardo—. De ser así, hubieran fabricado la parte frontal de los coches mucho más gruesa.

—Pero eso los hubiera hecho más pesados, y todavía hubieran ido mucho más lentos —indicó Chip.

—¿Dónde está Quietud? —preguntó Copo de Nieve.

—Arriba, con Gorrión —dijo Leopardo. Abrió la portezuela del coche y salió, con una linterna en la mano—. Están arreglando las cosas. Trajeron más material a la habitación. —Subió a medias la ventanilla y cerró firmemente la portezuela. Sobre su mono llevaba un ancho cinturón marrón decorado con tachas de metal.

—¿Y Rey y Lila? —preguntó Copo de Nieve.

—Por ahí, en alguna parte.

«Usando alguna de las camas», pensó Chip, mientras los tres cruzaban el museo.

Había pensado mucho en Rey y Lila desde que había visto a Rey y se había dado cuenta de lo viejo que era..., cincuenta y dos o cincuenta y tres años, o quizás más. Había pensado en la diferencia de edades que había entre los dos —treinta años seguramente, como mínimo—, en la forma en que Rey le había dicho que se mantuviera alejado de Lila, en los ojos grandes y poco rasgados de la muchacha, en sus manos pequeñas y cálidas, apoyadas sobre sus rodillas, cuando se había acuclillado delante de él, animándole a emprender el camino hacia una vida y una consciencia más grandes.

Subieron por los escalones de la inmóvil escalera mecánica central y cruzaron el primer piso del museo. Las dos linternas, la de Copo de Nieve y la de Leopardo, danzaron sobre pistolas, dagas, bulbosas bombillas de filamento, ensangrentados boxeadores, reyes y reinas con sus joyas y ropajes ribeteados de piel, y tres mendigos, sucios y tullidos, que exhibían sus desfiguraciones y tendían sus platillos. La mampara detrás de los mendigos había sido corrida a un lado, dejando al descubierto un estrecho pasillo que se abría hacia el interior del edificio, con sus primeros metros iluminados por la luz de una puerta en la pared de la izquierda. Una voz de mujer dijo algo muy quedamente. Leopardo pasó delante y cruzó la puerta, mientras Copo de Nieve, de pie junto a los mendigos, extraía trozos de esparadrapo de un cartucho de primeros auxilios.

—Copo de Nieve está aquí con Chip —dijo Leopardo dentro de la habitación. Chip colocó un trozo de esparadrapo sobre la placa de su pulsera y frotó firmemente.

Cruzaron la puerta y entraron en un atestado lugar lleno de humo de tabaco, donde una mujer mayor y otra joven estaban sentadas juntas en sillas pre-U con dos cuchillos y un montón de hojas amarronadas en una mesa ante ellas; eran Quietud y Gorrión, que estrecharon la mano de Chip y le felicitaron. Quietud tenía los ojos entrecerrados y sonreía; Gorrión, de largas piernas y mirada azarada, tenía la mano caliente y húmeda. Leopardo se detuvo junto a Quietud, sujetando un espiral encendido en la humeante cazoleta de una curvada pipa negra y echando humo por los lados de su boquilla.

La habitación, bastante amplia, era un almacén, con sus rincones más apartados llenos de pilas de reliquias pre-U que llegaban hasta el techo. Eran objetos modernos y antiguos: máquinas, muebles, pinturas y montones de ropas; espadas y herramientas con mango de madera; una estatua de un miembro con alas, un «ángel»; media docena de cajas, algunas abiertas, otras cerradas, rotuladas IND26110 y con etiquetas amarillas cuadradas pegadas en sus esquinas. Chip miró alrededor y dijo:

—Aquí hay suficientes objetos como para abrir otro museo.

—Y todos genuinos —dijo Leopardo—. Algunas de las cosas que están en exhibición no lo son, ¿sabes?

—No, no lo sabía.

Un surtido variado de bancos y sillas habían sido colocados en la parte delantera de la habitación. Algunos cuadros estaban apoyados contra las paredes, y había cajas de cartón llenas de reliquias más pequeñas y montones de mohosos libros. Una pintura de una enorme roca llamó la atención de Chip. Apartó una silla para verla mejor. La roca, casi del tamaño de una montaña, flotaba encima del suelo en medio de un cielo azul, meticulosamente pintado y que hacía despertar a todos los sentidos.

—Qué cuadro más extraño —dijo.

—Muchos de ellos lo son —admitió Leopardo.

—Las pinturas de Cristo —dijo Quietud— lo muestran con una luz en torno a la cabeza; no parece humano en absoluto.

—Ésos los he visto —dijo Chip, sin dejar de mirar la roca—. Pero nunca había visto nada así. Es fascinante; real e irreal al mismo tiempo.

—No puedes llevártelo —dijo Copo de Nieve—. No podemos coger nada que pueda ser echado de menos.

—Tampoco sé dónde podría ponerlo —reconoció Chip.

—¿Cómo te sientes con el tratamiento atenuado? —preguntó Gorrión.

Chip se volvió. Gorrión desvió la vista hacia sus manos, que sostenían un rollo de hojas y un cuchillo. Quietud se dedicaba a la misma tarea, cortando rápidamente su rollo de hojas en tiras finas, que apilaba delante de su cuchillo. Copo de Nieve estaba sentada con una pipa en la boca. Leopardo sujetaba la cazoleta de la suya.

—Es maravilloso —dijo Chip—. Literalmente. Lleno de maravillas. Y más cada día. Os estoy muy agradecido.

—Sólo hicimos lo que siempre se nos ha dicho que hiciéramos —dijo Leopardo, sonriendo—. Ayudar a un hermano.

—No exactamente como nos han enseñado —observó Chip.

Copo de Nieve le ofreció su pipa.

—¿Estás preparado para dar una chupada? —preguntó.

Se acercó a ella y tomó la pipa. La cazoleta estaba caliente, el tabaco era gris y humeante. Vaciló un momento, todos le estaban observando y él les sonrió. Luego se llevó el mango a los labios. Chupó suavemente y expulsó el humo. El sabor era fuerte pero sorprendentemente agradable.

—No está mal —dijo. Probó de nuevo, con un poco más de seguridad. Algo de humo penetró en su garganta y tosió.

Leopardo se dirigió sonriente a la puerta y dijo:

—Te traeré una para ti —y salió.

Chip devolvió la pipa a Copo de Nieve y, carraspeando, se sentó en un banco de oscura y desgastada madera. Observó a Quietud y Gorrión cortar el tabaco. Quietud le sonrió.

—¿Dónde conseguís las semillas? —preguntó Chip.

—De las propias plantas —dijo ella.

—¿Y dónde conseguisteis las primeras?

—Rey las tenía.

—¿Qué tenía yo? —preguntó Rey entrando en la habitación. Era alto y delgado y tenía los ojos brillantes. Lucía un medallón de oro que colgaba de una cadena sobre el pecho de su mono. Lila estaba detrás de él, cogida de su mano. Chip se puso en pie. Ella le miró; era extraña, morena, hermosa, joven.

—Las semillas de tabaco —dijo Quietud.

Rey tendió su mano a Chip, con una cálida sonrisa.

—Es estupendo verte aquí —dijo. Chip estrechó su mano; el apretón fue firme y cálido—. Realmente estupendo ver un nuevo rostro en el grupo. ¡Sobre todo masculino, para ayudarme a mantener a esas mujeres pre-U en su sitio!

—¡Uf! —dijo Copo de Nieve.

—Es maravilloso estar aquí —dijo Chip, complacido por la amistad que irradiaba Rey. Su frialdad cuando Chip abandonó su oficina debió haber sido fingida, en bien de ambos, por supuesto, y dirigida a los dos médicos—. Gracias. Por todo. A ambos.

—Me alegro mucho, Chip —dijo Lila. Su mano sujetaba todavía la de Rey. Era más morena de lo normal, un encantador color cobrizo oscuro con un toque rosado. Sus ojos eran grandes y poco rasgados, sus labios rosados y de aspecto suave. Se volvió y dijo—: Hola, Copo de Nieve. —Soltó la mano de Rey y avanzó hacia su compañera y la besó en la mejilla.

Tenía veinte o veintiún años, no más. Llevaba algo en los bolsillos superiores de su mono, y eso le daba el mismo aspecto que la mujer de grandes pechos que había dibujado Karl. Su aspecto era extraño, misteriosamente atractivo.

—¿Empiezas a sentirte ya distinto, Chip? —preguntó Rey. Se había acercado a la mesa y estaba inclinado, llenando de tabaco la cazoleta de una pipa.

—Sí, enormemente. Es todo como dijiste que sería.

Leopardo entró.

—Aquí la tienes, Chip —dijo. Le tendió una pipa de gruesa cazoleta con boquilla de ámbar. Chip le dio las gracias y probó su tacto; era cómoda en su mano y en sus labios. Se dirigió hacia la mesa y Rey, con su medallón de oro colgando, le enseñó cómo llenarla.

Leopardo lo llevó por la sección de personal del museo y le mostró los almacenes, la sala de conferencias y varias oficinas y talleres.

—Es una buena idea —dijo— recordar dónde hemos estado todos en estas reuniones y comprobar luego que no dejamos nada llamativamente fuera de lugar. Las chicas deberían tener un poco más de cuidado. Generalmente me encargo de supervisar, pero cuando yo no esté probablemente puedas ocuparte tú del trabajo. Los normales no son tan poco observadores como nos gustaría que fueran.

—¿Vas a ser transferido? —preguntó Chip.

—No —dijo Leopardo—. Pero moriré pronto. Tengo más de sesenta y dos años, casi tres meses más. Y también Quietud.

—Lo siento —dijo Chip.

—Nosotros también —admitió Leopardo—. Pero nadie vive eternamente. La ceniza del tabaco es una pista peligrosa, por supuesto, pero todos somos bastante cuidadosos. No tienes que preocuparte por el olor; el aire acondicionado se pone en marcha a las 7.40 y se lo lleva consigo; me quedé una mañana y me aseguré de ello. Gorrión se cuida del cultivo del tabaco. Secamos las hojas aquí mismo, abajo, detrás del tanque de agua caliente. Te lo mostraré.

Cuando volvieron al almacén, Rey y Copo de Nieve estaban sentados a horcajadas en las dos esquinas de un banco, jugando concentradamente a un juego mecánico que tenían entre ellos. Quietud dormitaba en su silla, y Lila estaba agachada junto a una masa de reliquias, sacando libros, de uno en uno, de una caja de cartón. Los miraba y luego los colocaba sobre el suelo en un montón. Gorrión no estaba por allí.

Other books

Bestiary! by Jack Dann
Midnight's Warrior by Grant, Donna
Boundary Waters by William Kent Krueger
Slave to His Desires by Ashlynn Monroe
No Man's Nightingale by Ruth Rendell