Authors: Ira Levin
—¿Por qué no se lo dijiste esta mañana? —le preguntó Lila—. Fuiste a ver a tu consejero, ¿por qué no se lo dijiste? Otros lo han hecho.
—Iba a hacerlo —exclamó Chip.
—¿Por qué no lo hiciste?
Apartó el rostro de su voz.
—Me llamó Li —murmuró—. Y pensé que yo era Chip. Todo se volvió... confuso.
—Pero tú eres Chip —dijo ella, y se acercó un poco más—. Alguien con un nombre distinto al numnombre que le dio Uni. Alguien que pensó en elegir su propia clasificación en lugar de dejar que lo hiciera Uni.
Se apartó, turbado, luego se volvió y se enfrentó a las confusas figuras envueltas en monos: Lila, pequeña, frente a él y a un par de metros de distancia; Rey a su derecha, contra la puerta perfilada por una fina línea de luz.
—¿Cómo podéis hablar contra Uni? —preguntó—. ¡Él os proporciona todo!
—Sólo lo que le hemos dado para que nos lo proporcione —dijo Lila—. Nos ha negado cien veces más cosas.
—¡Nos ha permitido nacer!
—¿A cuántos no les ha permitido nacer? —dijo ella—. Como a tus hijos. Como a los míos.
—¿Qué quieres decir? —murmuró—. ¿Que a cualquiera que desee tener hijos... debe permitírsele tenerlos?
—Sí —respondió ella—. Eso quiero decir.
Negó con la cabeza, retrocedió hasta su cama y se sentó en ella. Lila se acercó, se acuclilló delante de él y apoyó las manos en sus rodillas.
—Por favor, Chip —dijo—. No debería decir estas cosas cuando aún estás así, pero por favor, por favor, créeme. Créenos. No estamos enfermos, somos sanos. El mundo sí está enfermo: con sus productos químicos, su eficiencia, su humildad y su deseo universal de ayudar. Haz lo que te digamos. Sana. Por favor, Chip.
Su ansiedad prendió en él. Intentó ver su rostro.
—¿Por qué os preocupáis tanto? —preguntó. Las manos de ella en sus rodillas eran pequeñas y cálidas, y sintió un impulso de tocarlas, de cubrirlas con las suyas. Halló débilmente sus ojos, grandes y menos rasgados de lo normal, extraños y encantadores.
—Somos tan pocos —dijo ella—, y creo que quizá, si fuéramos más, podríamos hacer algo; irnos y crear algún lugar para nosotros.
—Como los incurables —dijo Chip.
—Así es como nos enseñan a llamarles —admitió ella—. Quizá en realidad sean los imbatibles, los indrogables.
La miró, intentó ver algo más de su rostro.
—Tenemos algunas cápsulas —dijo Lila— que retardarán tus reflejos y disminuirán tu presión sanguínea, darán sustancias a tu sangre que les harán creer que tus tratamientos son demasiado fuertes. Si las tomas mañana por la mañana, antes de que llegue tu consejero, y si te comportas en el medicentro como te diremos y respondes algunas preguntas como te indicaremos que debes hacerlo..., entonces mañana será el segundo paso, y lo darás y entrarás en la sanidad.
—Y en la infelicidad —dijo Chip.
—Sí —admitió ella, y una sonrisa asomó a su voz—, a la infelicidad también, aunque no tanto como dije. A veces me dejo arrastrar.
—Casi cada cinco minutos —dijo Rey.
Ella apartó las manos de las rodillas de Chip y se puso en pie.
—¿Lo harás? —preguntó.
Deseó decirle sí, pero también deseaba decirle no. Murmuró:
—Déjame ver las cápsulas.
Rey avanzó unos pasos y dijo:
—Las verás después de que nos hayamos ido. Están aquí dentro. —Puso entre las manos de Chip una cajita lisa—. Debes tomarte la roja esta noche, y las otras dos tan pronto como te levantes.
—¿Dónde las conseguisteis?
—Uno del grupo trabaja en un medicentro.
—Decide —dijo Lila—. ¿Quieres oír qué tienes que decir y hacer?
Agitó la cajita, pero no produjo ningún ruido. Contempló las dos figuras imprecisas que aguardaban ante él. Asintió.
—De acuerdo —dijo.
Entonces se sentaron y hablaron con él, Lila en la cama a su lado, Rey en la silla del escritorio, que acercó a la cama. Le hablaron del truco de tensar los músculos antes del examen metabólico, y del de mirar encima del objetivo durante el test de percepción profunda. Le contaron qué tenía que decir al médico que se ocuparía de él y al consejero superior que lo entrevistaría. Le explicaron los trucos que podían emplear con él: sonidos repentinos a su espalda; ser dejado a solas, aunque no realmente, con el impreso del informe del médico convenientemente a mano. Lila fue la que habló casi todo el tiempo. Le tocó dos veces, una en su pierna y otra en su antebrazo. En una ocasión, cuando la mano de ella estuvo cerca de él, él la rozó con la suya. Lila apartó su mano con un movimiento que tal vez había empezado antes del contacto.
—Esto es terriblemente importante —dijo Rey.
—Lo siento, ¿a qué te refieres?
—No ignores por completo el impreso del informe —dijo Rey.
—Obsérvalo —dijo Lila—. Míralo, y luego actúa como si realmente no valiera la pena cogerlo y leerlo. Como si no te importara ni una cosa ni la otra.
Terminaron ya tarde; el último campanilleo había sonado hacía media hora.
—Mejor que nos marchemos separados —dijo Rey—. Sal tú primero. Aguarda a un lado del edificio.
Lila se puso en pie, y Chip se levantó también. La mano de ella encontró la de él.
—Sé que vas a conseguirlo, Chip —dijo.
—Lo intentaré —dijo él—. Gracias por venir.
—Eres bienvenido —dijo ella, y se dirigió hacia la puerta. Creyó que podría verla a la luz del pasillo cuando saliera, pero Rey se puso en pie y se situó bloqueando el camino, y la puerta se cerró.
Guardaron silencio durante un instante, él y Rey se miraron.
—No lo olvides —dijo Rey—. La cápsula roja ahora, y las otras dos cuando te levantes.
—De acuerdo —dijo Chip, y palpó la cajita en su bolsillo.
—No tienes que tener ningún problema.
—No lo sé; es tanto lo que hay que recordar.
Guardaron silencio de nuevo.
—Muchas gracias, Rey —dijo Chip de pronto, tendiendo la mano en la oscuridad.
—Eres un hombre afortunado —dijo Rey—. Copo de Nieve es una mujer muy apasionada. Tú y ella vais a pasar una gran cantidad de buenos momentos juntos.
Chip no comprendió por qué decía aquello.
—Eso espero —murmuró—. Cuesta creer que sea posible tener más de un orgasmo a la semana.
—Lo que tenemos que hacer ahora —dijo Rey— es encontrar un hombre para Gorrión. Entonces todos tendremos a alguien. Es mejor así. Cuatro parejas. Nada de fricción.
Chip bajó la mano. De pronto tuvo la sensación de que Rey le estaba diciendo que se mantuviera lejos de Lila, que estaba definiendo quién pertenecía a quién y diciéndole que debía obedecer la definición. ¿Había visto cómo había tocado la mano de Lila?
—Ahora me marcho —dijo Rey—. Date la vuelta por favor.
Chip obedeció. Oyó a Rey alejarse. La habitación se iluminó débilmente cuando se abrió la puerta, una sombra cruzó el haz de luz, que desapareció de nuevo al cerrarse la puerta.
Chip se volvió. ¡Qué extraño resultaba pensar en alguien amando tanto a un miembro en particular como para desear que nadie más la tocara! ¿También él sería de esta forma si sus tratamientos se veían reducidos? Era —como muchas otras cosas— difícil de creer.
Fue al interruptor de la luz y descubrió qué lo tapaba: un trozo de esparadrapo, con algo cuadrado y plano debajo. Tiró del esparadrapo, lo arrancó y pulsó el interruptor. Chip tuvo que cerrar los ojos bajo el resplandor del techo.
Cuando pudo ver de nuevo miró el esparadrapo. Era del color de la piel, con un cuadrado de cartón azul pegado debajo. Lo tiró todo por la tolva y cogió la cajita de su bolsillo. Era de plástico blanco y tenía una tapa con bisagra. La abrió. Una cápsula roja, otra blanca y otra medio blanca y medio amarilla reposaban sobre un lecho de algodón.
Llevó la cajita al cuarto de baño y encendió la luz. Dejó la cajita abierta en el borde del lavabo, abrió el grifo del agua, cogió un vaso del estante y lo llenó. Cerró el agua.
Empezó a pensar, pero antes de que pudiera pensar demasiado cogió la cápsula roja, la depositó sobre la parte de atrás de su lengua y bebió el agua.
Dos médicos, no uno, se hicieron cargo de él. Lo llevaron vestido con una bata azul pálido de una sala de examen a otra, conferenciaron con los otros médicos que lo examinaron, hablando entre sí, hicieron comprobaciones y anotaciones sobre un impreso de informe sujeto en una tablilla que se pasaban del uno al otro. Uno de ellos era una mujer de unos cuarenta años, el otro un hombre de unos treinta. A veces la mujer caminaba con un brazo apoyado en los hombros de Chip, sonriéndole y llamándole «joven hermano». El hombre, con unos ojos más pequeños y más juntos de lo normal, lo contemplaba impasible. Tenía una cicatriz reciente en su mejilla, que iba desde la sien hasta la comisura de su boca, y oscuros hematomas en la mejilla y la frente. Nunca apartaba los ojos de Chip, excepto para mirar el impreso del informe. Incluso cuando hablaba con los demás médicos no dejaba de mirarle. Cuando pasaba de una sala de examen a la siguiente, normalmente se situaba detrás de Chip y la sonriente doctora. Chip esperaba que en cualquier momento hiciera algún ruido repentino, pero no lo hizo.
Chip creyó que la entrevista con el consejero superior, una mujer joven, había ido bien, pero todo lo demás no. Tuvo miedo de tensar los músculos en el examen metabólico porque el médico le estaba observando, y olvidó mirar encima del objetivo en el test de percepción profunda hasta que fue demasiado tarde.
—Lástima que estés perdiendo un día de trabajo —dijo el médico que le examinaba.
—Lo recuperaré —dijo Chip, que se dio cuenta enseguida de que decir eso había sido un error. Hubiera debido decir «Todo sea para mejor», o «¿Estaré aquí todo el día?», o simplemente un monótono «Sí» de supertratado.
Al mediodía le dieron para beber un amargo líquido blanco en lugar de una galleta total, y luego hubo más pruebas y exámenes. La doctora se fue durante media hora, pero el hombre no.
Hacia las tres parecieron terminar y fueron a una pequeña oficina. El hombre se sentó tras un escritorio y Chip lo hizo delante de él. La mujer dijo:
—Perdón, vuelvo en un par de segundos. —Sonrió a Chip y se fue.
El hombre estudió el impreso del informe durante uno o dos minutos, pasándose lentamente el dedo por su cicatriz, arriba y abajo, arriba y abajo, y luego miró el reloj y dejó la tablilla sobre la mesa.
—Voy a buscarla —dijo. Se levantó y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.
Chip permaneció sentado inmóvil, inspiró, y miró la tablilla. Se inclinó, giró un poco la cabeza, leyó en el impreso del informe: «factor de absorción de colinesterasa no amplificado», y volvió a echarse hacia atrás en su silla. ¿Había mirado demasiado? No estaba seguro. Se frotó el pulgar y lo examinó, luego contempló los cuadros de la estancia:
Marx escribiendo
y
Wood presentando el Tratado de Unificación.
Volvieron a entrar. La mujer se sentó detrás del escritorio, y el hombre ocupó la silla al lado de Chip. La mujer miró a Chip. No sonreía. Parecía preocupada.
—Joven hermano —dijo—, estoy preocupada por ti. Creo que estás intentando engañarnos.
Chip la miró.
—¿Engañaros?
—Hay miembros enfermos en esta ciudad —dijo ella—. ¿Lo sabías?
Chip negó con la cabeza.
—Sí, los hay —dijo ella—. Muy enfermos. Vendan los ojos de los miembros y los llevan a algún lugar, donde les dicen que se comporten letárgicamente y cometan errores y finjan que han perdido su interés en el sexo. Intentan conseguir que otros miembros se pongan tan enfermos como ellos. ¿Conoces a algunos de estos miembros?
—No —dijo Chip.
—Anna —señaló el hombre—, lo he estado observando. No hay ninguna razón para creer que haya algo malo más allá de lo que ha aparecido en las pruebas. —Se volvió hacia Chip y añadió—: Podemos arreglarlo muy fácilmente; no tienes por qué preocuparte.
La mujer movió la cabeza en un gesto de negación.
—No —dijo—. Esto no me parece bien. Por favor, joven hermano, quieres ayudarnos, ¿verdad?
—Nadie me dijo que cometiera errores —protestó Chip—. ¿Por qué debería alguien decirme algo así? ¿Y por qué debería cometerlos?
El hombre golpeó con un dedo el impreso del informe.
—Echa un vistazo al resumen enzimológico —dijo a la mujer.
—Lo he visto, lo he visto.
—Ha recibido un mal tratamiento de OT aquí, aquí, aquí y aquí. Pasemos los datos a Uni y pongámoslo bien de nuevo.
—Quiero que lo vea Jesús HL.
—¿Por qué?
—Porque estoy preocupada.
—No conozco a ningún miembro enfermo —insistió Chip—. Si lo conociera, se lo hubiera dicho a mi consejero.
—Sí —dijo la mujer—. ¿Y por qué quisiste verlo ayer por la mañana?
—¿Ayer? —dijo Chip—. Creí que era mi día. Me equivoqué.
—Por favor, ven con nosotros —dijo la mujer; se puso en pie y cogió la tablilla.
Abandonaron la oficina y recorrieron el pasillo exterior. La mujer rodeó los hombros de Chip con un brazo, pero no sonrió. El hombre se situó detrás.
Llegaron al final del pasillo, donde había una puerta con un rótulo marrón donde se leía: «600A», y en letras blancas: «Jefe de la División Quimioterapéutica.» Entraron a una antesala donde había un miembro sentado tras su escritorio. La mujer le dijo que deseaban consultar a Jesús HL sobre un problema de diagnóstico, y el miembro se puso en pie y desapareció tras otra puerta.
—Esto es una pérdida de tiempo —dijo el hombre.
—Créeme, espero que sí —respondió la mujer.
Había dos sillas en la antesala, una mesita baja, desnuda y
Wei dirigiéndose a los quimioterapeutas.
Chip decidió que si le hacían admitir la verdad intentaría no mencionar la piel clara de Copo de Nieve y los ojos poco rasgados de Lila.
El miembro regresó y mantuvo abierta la puerta.
Entraron en una amplia oficina. Un miembro delgado, con pelo canoso y de unos cincuenta años —Jesús HL— estaba sentado detrás de un enorme y atestado escritorio. Hizo una seña a los dos médicos cuando se acercaron y miró a Chip con ojos ausentes. Indicó con una mano la silla que había frente al escritorio. Chip se sentó en ella.
La mujer le tendió a Jesús HL la tablilla.
—Esto no me parece del todo bien —dijo—. Me temo que nos esté engañando.
—Contrariamente a lo que dicen las pruebas enzimológicas —señaló el hombre.