—Muy bien, nos tiraremos un lance con Interpol y les enviaremos la impresión de las huellas y tu informe de autopsia —dice Marino y hace una anotación mental al respecto—. Lo haré en cuanto salga de aquí. Sólo espero que Stanfield no crea que me estoy metiendo en sus asuntos. —Lo dice más como una advertencia. A Marino le importa un cuerno meterse en los asuntos de Stanfield: lo que no quiere es entrar en una pelea con él.
—Stanfield no tiene ninguna pista, Marino.
—Una lástima, porque el condado de la ciudad de James tiene excelentes policías —contesta Marino—. El problema es que el cuñado de Stanfield es el diputado Matthew Dinwiddie, razón por la cual Stanfield recibe siempre un tratamiento especial y se dedica a trabajar en homicidios tanto como Winnie-the-Pooh. Pero supongo que tenía eso en su lista de deseos y Dinwit —que es como yo lo llamo— debe de haber engatusado al jefe.
—Ve qué puedes hacer —Le digo á Marino.
Él enciende otro cigarrillo, recorre él patio con la mirada y sus pensamientos me resultan palpables. Yo lucho para no fumar. El deseo es terrible y me odio por haber reanudado ese hábito. De alguna manera, siempre pienso que puedo fumar sólo un cigarrillo, y siempre me equivoco. Marino y yo compartimos un silencio incómodo. Por último, saco a relucir el tema del caso Chandonne y le cuento lo que Righter me dijo el domingo.
—¿Me vas a decir qué está pasando? —Le pregunto a Marino—. Supongo que él fue dado de alta del hospital esta mañana temprano, y doy por sentado que tú estabas allí. E imagino que conociste a Berger. Le da una pitada al cigarrillo y se toma su tiempo.
—Sí, Doc, yo estaba allí. Es un asqueroso zoológico. —Sus palabras se elevan por el aire junto con el humo. —Hasta había reporteros de Europa. —Me mira y yo intuyo que hay algo que no me va a decir, y eso me deprime. —Si quieres que te diga lo que pienso, deberían meter a tarados como él en el Triángulo de las Bermudas y no permitir que nadie hable de ellos ni les saquen fotografías —Continúa Marino—. No está bien, excepto que, en este caso, al menos el tipo es tan feo que lo más probable es que haya producido problemas técnicos, que se hayan roto algunas cámaras de precio muy alto. Lo sacaron sujeto a suficientes cadenas como para anclar a un maldito barco de guerra y lo condujeron como si estuviera completamente ciego. El tipo tenía vendajes sobre los ojos y simuló estar muy dolorido.
—¿Hablaste con él? —Esto es lo que realmente quiero saber.
—No era mi espectáculo —fue la respuesta extraña de Marino, quien perdió la mirada más allá del patio y apretó las mandíbulas—. Se dice que es posible que tengan que practicarle un transplante de córnea. Mierda. Aquí tenemos toda la gente que ni siquiera puede darse el lujo de comprarse anteojos, y a ese animal peludo le van a poner córneas nuevas. Y supongo que los contribuyentes le financiarán su cirugía correctiva, tal como les estamos pagando a todos esos médicos y enfermeras y sólo Dios sabe a quiénes más que lo cuidan. —Apaga el cigarrillo en el cenicero. —Supongo que será mejor que me vaya. —De mala gana se pone de pie. —Lucy y yo nos vamos a tomar una cerveza más tarde. Ella dice que tiene noticias importantes que darme. —Dejaré que ella te las diga —respondo. Él me mira de reojo.
—¿De modo que me vas a dejar colgado? Empiezo a decir que él es quien tiene que hablar.
—¿Ni siquiera me vas a dar una pista? Quiero decir, ¿Son buenas o malas noticias? No me digas que está embarazada —Agrega con ironía mientras me sostiene abierta la puerta y salimos del patio.
Dentro de la sala de autopsias, la Turca está manguereando mi estación de trabajo, y el agua cachetea y las rejas de acero producen un ruido metálico cuando ella le pasa la esponja a la mesa. Cuando me ve, me grita por encima de todo ese bochinche que Rose está tratando de comunicarse conmigo. Me acerco al teléfono.
—Los tribunales están cerrados —me dice Rose—. Pero en la oficina de Righter me dijeron que él igual planea acordar su testimonio. De modo que no se preocupe.
—Qué impresionante. —¿Cómo era que Anna lo llamaba?
Ein Mann
algo. Alguien sin espina dorsal.
—Y la llamaron del banco. Un hombre llamado Greenwood quiere que se comunique con él. —Mi secretaria me da un número.
Cada vez que me llaman del banco, yo me pongo paranoica. Pienso que mis inversiones se han ido al tacho o que he girado en descubierto porque la computadora anda mal o hay alguna clase de problema. Llamo al señor Greenwood en la división banca privada.
—Lo lamento muchísimo —dice con frialdad—. El mensaje fue un error. Un malentendido, doctora Scarpetta. Siento mucho haberla molestado.
—De modo que nadie quiere hablar conmigo y no hay ningún problema.—Estoy perpleja. He tratado con Greenwood durante años y él se porta como si no me conociera.
—Fue un error —repite con el mismo tono distante—. Una vez más, me disculpo. Que tenga buen día.
Paso las siguientes horas frente a mi escritorio, dictando el informe de la autopsia de Fulano de Tal, devolviendo llamados telefónicos e inicialando papeles. Abandono la oficina a última hora de la tarde y enfilo hacia el oeste.
Los rayos del sol se filtran por entre las nubes rotas y ráfagas de viento voltean las hojas secas al suelo como pájaros perezosos. Ha dejado de nevar, la temperatura sube y el mundo gotea y chisporrotea con los sonidos húmedos del tráfico.
Conduzco el Lincoln Navigator plateado de Anna hacia el Three Chopt Road, mientras por la radio los informativos no hacen más que hablar del traslado de Jean-Baptiste Chandonne fuera de la ciudad. Se mencionan mucho sus ojos vendados y sus quemaduras químicas. La historia de que yo lo mutilé para salvarme la vida ha cobrado bastante energía. Los periodistas descubrieron su ángulo. La justicia es ciega. La doctora Scarpetta ha aplicado el clásico castigo corporal.
—Cegar a alguien, ¿qué les parece? —dice un invitado por la radio—. ¿Quién era ese tipo en Shakespeare? ¿Recuerdan, al que le arrancaron los ojos? ¿El Rey Lear? ¿Vieron esa película? El viejo rey tuvo que ponerse huevos crudos en las cuencas de los ojos o algo así, para calmar el dolor. Realmente obsceno.
La vereda que conduce a las puertas dobles marrones de St. Bridget está fangosa con la sal y la nieve derretida, y hay como veinte autos en el estacionamiento. Es tal cual lo predijo Marino: la policía no está en todo su esplendor, y tampoco la prensa. Tal vez el clima es lo que ha mantenido alejado al gentío de la antigua iglesia gótica de ladrillos o, más probablemente, es el muerto mismo. Yo, por ejemplo, no estoy aquí por respeto o afecto o incluso una sensación de pérdida. Me desabotono el abrigo y entro en el atrio y trato de eludir la incómoda verdad: yo no podía soportar a Diane Bray y he venido aquí sólo en cumplimiento del deber. Ella era una oficial de policía. Yo la conocía. Fue mi paciente.
Hay una gran fotografía de ella sobre una mesa, justo en el interior del atrio, y me sorprende ver su belleza altiva y abstraída en sí misma, el brillo cruel y helado de sus ojos que ninguna cámara podría ocultar, no importa cuál fuera el ángulo de toma, la luz o la habilidad del fotógrafo. Diane Bray me odiaba por razones que todavía no logro comprender del todo. Estaba realmente obsesionada conmigo y con mi poder. Supongo que yo no me veía a mí misma en la forma en que ella lo hacía, y fui lenta en darme cuenta cuando ella empezó con sus agresiones, su increíblemente intensa guerra contra mí que culminó con sus aspiraciones de ser nombrada a integrar el gabinete.
Bray lo tenía todo pensado. Procuraría transferir la división de médicos forenses del departamento de salud al de seguridad pública, para poder entonces, si todo salía según sus planes, maniobrar de alguna manera al gobernador para que la nombrara secretaria de seguridad pública. Una vez conseguido ese objetivo, yo respondería políticamente a ella y Bray hasta podía tener el placer de echarme. ¿Por qué? Sigo buscando una motivación razonable y no encuentro ninguna que me satisfaga por completo. Yo nunca había oído hablar siquiera de ella hasta que el año pasado entró a formar parte del Departamento de Policía de Richmond. Pero ella sí sabía de mí y se mudó a mi ciudad con planes y esquemas para lentamente ir desacreditándome a través de una serie de acciones, calumnias y obstrucciones profesionales y humillaciones antes de terminar arruinándome la carrera y la vida. Supongo que, en sus fantasías, el objetivo final de sus maquinaciones a sangre fría habría sido lograr que yo renunciara a mi cargo sumida en el oprobio, me suicidara y dejara una nota diciendo que era culpa de ella. En cambio, yo sigo aquí y ella no. El hecho de que haya sido yo la que me ocupara de sus restos cruelmente mutilados es una ironía que supera cualquier imaginación.
Un grupo de policías con uniforme de gala conversan y, cerca de la puerta del santuario, el jefe Rodney Harris está con el padre O'Connor. Hay también civiles, personas con ropa fina que no me resultan conocidas y por su actitud intuyo que no son de aquí. Tomo un boletín de servicios y espero a poder hablar con el jefe Harris y con mi sacerdote.
—Sí, sí, lo entiendo —dice el padre O'Connor. Su aspecto es sereno en su túnica larga color crema y tiene los dedos entrelazados a la altura de la cintura. Con un poco de culpa me doy cuenta de que no lo veo desde la Pascua.
—Bueno, padre, no puedo hacerlo. Ésa es la parte que me resulta imposible aceptar —responde Harris, con su pelo escaso peinado hacia atrás con fijador y su cara fláccida y poco atractiva. Es un hombre de baja estatura con un cuerpo blando genéticamente condicionado a la gordura. Harris no es hombre agradable y le caen muy mal las mujeres poderosas. Nunca entendí por qué contrató a Diane Bray y sólo puedo imaginar que no fue por las razones adecuadas.
—No siempre entendemos la voluntad de Dios —dice el padre O'Connor, y en ese momento me ve—. Doctora Scarpetta. —Sonríe y me toma la mano con las dos suyas. —Qué bueno que vino. Usted ha estado en mis pensamientos y en mis oraciones. —La presión de sus dedos y el brillo de sus ojos me hacen saber que entiende lo que me ha sucedido y le importa. —¿Cómo está su brazo? Ojalá pudiera venir a verme en algún momento.
—Gracias, padre —digo y le tiendo la mano al jefe—. Sé que éste es un momento difícil para su departamento —Le digo—, y para usted personalmente. —Sí, muy, muy penoso —dice y se pone a mirar a las demás personas presentes mientras me estrecha su mano con brusquedad e indiferencia.
La ultima vez que vi a Harris fue en casa de Bray, cuando él entró y se enfrento a la visión estremecedora de su cadáver. Ese momento siempre se interpondrá entre él y yo. Harris nunca debería haber ido a la escena del crimen.
No había ninguna razón valedera para que él viera a su vicejefa en semejante estado de degradación y yo siempre le tendré rencor por esa razón. Siento una aversión especial hacia las personas que tratan las escenas del crimen con indiferencia y falta de respecto y el hecho de que Harris se presentara en la de Bray no era más que una exhibición de poder y de voyeurismo, y él sabe que yo lo sé. Entro en el santuario y siento su mirada en mi nuca. La música del órgano resuena en su interiores y la gente comienza a ocupar su lugar en los bancos. Imágenes de santos y escenas de la crucifixión refulgen en los vitrales coloridos, y las cruces de mármol y bronce brillan. Tomo asiento en un banco junto al pasillo central y un momento después comienza la procesión y los desconocidos elegantemente vestidos que vi antes entran con el sacerdote. Un joven lleva la cruz, y un hombre de traje negro transporta la urna con esmalte dorado y rojo que contiene los restos cremados de Diane Bray. Una pareja de personas mayores se toma de la mano y se seca las lágrimas de la cara.
El padre O'Connor nos da a todos la bienvenida y así me entero de que los padres y los dos hermanos de Bray están aquí. han venido desde el norte: Nueva York, Delaware y Washington D.C., y amaban mucho a Diane. El servicio es sencillo y no demasiado largo. El padre O'Connor rocía aguas bautismales sobre la urna. Nadie fuera del jefe Harris ofrece reflexiones o panegíricos, y lo que él tiene que decir es pomposo y formal.
Abrazó con entusiasmo una profesión cuyo objetivo es ayudar a los demás. —Está de pie, muy tenso detrás del púlpito y lee sus notas —Sabiendo, todos los días, que se estaba exponiendo a un riesgo, pues ésa es la vida de un policía. Aprendemos a mirar de frente a la muerte y a no temerla. Sabemos qué es estar solo e incluso ser odiado, a pesar de lo cual no tenemos miedo. Sabemos lo que es ser un pararrayos del mal para todos los habitantes de este planeta.
Se oyen crujidos de madera cuando la gente se mueve en los bancos. El padre O'Connor sonríe bondadosamente, la cabeza inclinada hacia un lado mientras escucha. Yo dejó de oír a Harris. Nunca he asistido a un servicio religioso tan estéril y hueco, y me repliego hacia dentro. La liturgia, las aclamaciones el evangelio, los cantos y oraciones no llevan en sí ni música ni pasión para mí, porque Diane Bray no amaba a nadie, ni siquiera sí misma. Su vida rapaz y tramposa casi no ha dejado marcas. Todos salimos en silencio a la noche oscura para buscar nuestros autos y escapar de allí. Yo camino enérgicamente con la cabeza inclinada, tal como lo hago cuando deseo evitar a los otros. Tengo conciencia de sonidos, de una presencia, y giro la cabeza en el momento en que abro la puerta del auto. Alguien está detrás de mí.
—¿Doctora Scarpetta? —Las facciones refinadas de la mujer están acentuadas por el resplandor desparejo de los faroles de la calle; tiene los ojos en sombras y usa un tapado largo de visón. Un atisbo de reconocimiento refulge en a oscuridad. —No sabía que usted estaría aquí, pero me alegro mucho de verla —agrega. Percibo su acento neoyorquino y me siento sacudida incluso antes de caer en la cuenta de quién es. —Soy Jaime Berger —dice y me tiende una mano enguantada—. Tenemos que hablar.
—¿Usted asistió al servicio? —Son las primeras palabras que brotan de mi boca. Yo no la vi adentro. Soy lo suficientemente paranoica como para imaginar que Jaime Berger jamás entró en la iglesia sino que se quedó en el estacionamiento esperándome. —¿Usted conoce a Diane Bray? —Le pregunto.
—La estoy conociendo ahora. —Berger se sube el cuello del abrigo y su aliento se eleva en pequeñas nubes. Consulta su reloj y oprime una perilla. El cuadrante luminiscente se vuelve color verde pálido. —Supongo que usted no volverá ahora a su oficina.