Último intento (16 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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—¿Rose? —Llamo a mi secretaria que está en la oficina contigua—. ¿Estás al día con el clima?

—Nieva —contesta ella.

—Eso ya lo veo. Todavía no están cerrando nada, ¿no? —Busco mi taza de café y en silencio me maravillo con la implacable tormenta blanca que se abate sobre nuestra ciudad. Estas tormentas por lo general se producen al oeste de Charlottesville y al norte de Fredericksburg, dejando afuera a Richmond. La explicación que siempre he oído es que el río James calienta lo suficiente el aire como para reemplazar la nieve con lluvias heladas que, al igual que las tropas de Grant, paralizan la tierra.

—Una acumulación de posiblemente veinte centímetros. Que disminuirá por la tarde, con temperaturas mínimas de alrededor de cinco grados bajo cero. —Rose debe de haber entrado en los pronósticos meteorológicos de Internet. —Las temperaturas bajo cero continuarán durante los próximos días. Parece que vamos a tener una Navidad blanca. ¿No es fantástico? —Rose, ¿qué vas a hacer en Navidad? —No demasiado —fue su respuesta.

Recorro con la vista carpetas con casos y certificados de defunción y empujo papeles con mensajes telefónicos y memos por correo e internos, de oficina a oficina. No puedo ver siquiera la superficie de mi escritorio y no sé por dónde empezar.

—¿Veinte centímetros? Declararán emergencia nacional —Comento—. Tenemos que averiguar si algo más cierra, además de las escuelas. ¿Qué tengo en mi agenda que ya no se haya cancelado?

Rose está cansada de hablar a los gritos desde el cuarto de al lado. Entra en mi oficina, muy elegante con un traje de pantalones grises y suéter blanco de cuello alto, su pelo entrecano recogido atrás. Rara vez está sin mi agenda de gran tamaño y la abre. Desliza el dedo por lo que está escrito para hoy y espía por encima de sus anteojos para leer.

—Lo obvio es que ahora tenemos seis casos y ni siquiera son las ocho de la mañana —me informa—. Se espera su presencia en el juzgado, pero tengo la sensación de que eso no ocurrirá. —¿Cuál causa?

—Veamos. Mayo Brown. No me parece recordarlo.

—Una exhumación —recuerdo—. Un homicidio con veneno. —La carpeta está sobre mi escritorio, en alguna parte. Empiezo a buscarla y siento que los músculos del cuello y de los hombros se tensan. La última vez que vi a Buford Righter en mi oficia fue precisamente por esta causa, que estaba destinada a crear confusión en el juzgado, incluso después de que yo pasé cuatro horas explicándole el efecto de dilución de los niveles de drogas cuando el cuerpo ha sido embalsamado. Le machaqué que no existe ningún método satisfactorio para cuantificar la tasa de degradación en los tejidos embalsamados. Repasé los informes de toxicología y preparé a Righter para la defensa de la dilución. El fluido del embalsamamiento desaloja la sangre y diluye los niveles de drogas. De modo que si el nivel de codeína del difunto está en el extremo inferior del rango de dosis letal, entonces, antes del embalsamamiento el nivel sólo podría haber sido más alto. Le expliqué detalladamente que en eso debía concentrarse porque la defensa iba a enturbiar las aguas con heroína versus codeína.

Nos encontramos sentados frente a la mesa ovalada de mi sala privada de reuniones, con todos los papeles desplegados delante. Righter tiende a resoplar mucho cuando está confundido, frustrado o sólo fastidiado. No hizo más que tomar informes, fruncir el entrecejo y volver a ponerlos en su lugar, todo el tiempo resoplando como una ballena que sale a la superficie.

—Esto es chino básico —repitió—. ¿Cómo demonios quieres que el jurado entienda cosas como que la 6-mono-acetilmorfina es un marcador de la heroína y, puesto que no fue detectada, eso no significa necesariamente que la heroína no estaba presente, pero si estaba presente, entonces significaría que la heroína también lo estaba?

Le dije que ése era precisamente el punto en el que él no quería centrarse. Le aconsejé que se mantuviera en lo de la dilución: que el nivel debía haber sido más alto antes de que la persona fuera embalsamada. La morfina es un metabolito de la heroína. La morfina es también un metabolito de la codeína, y cuando la codeína se metaboliza en la sangre tenemos niveles muy bajos de morfina. En este caso no podemos saber nada definitivo, salvo que no tenemos ningún marcador para la heroína, y sí tenemos niveles de codeína y de morfina, lo cual indica que el hombre tomó algo —Voluntariamente o a la fuerza— antes de morir. Le describí todo el escenario. Y era una dosis mucho más elevada de la que se indica ahora, debido al embalsamamiento, le insistí. Pero, ¿estos resultados prueban que la esposa del hombre lo envenenó con Tylenol 3, por ejemplo? No. Volví a insistirle que no echara a perder todo con lo de la 6-mono-acetilmorfina.

Me doy cuenta de que estoy obsesionada. Estoy sentada frente a mi escritorio y repaso pilas de trabajo atrasado mientras me angustio pensando todo el trabajo que me tomé preparando a Righter para otra causa y prometiéndole que yo estaría allí para él, como siempre lo he estado. Es una pena que él no parezca dispuesto a devolverme el favor. Yo no lo puedo aceptar y comienzo a sentir mucho resentimiento también contra Jaime Berger.

—Bueno, verifica con los juzgados —Le digo a Rose—. Y, a propósito, esta mañana a él lo han dado de alta en el hospital de la Facultad de Medicina de Virginia. —Me resisto a pronunciar el nombre de Jean-Baptiste Chandonne. —Puedes esperar la habitual avalancha de llamados telefónicos de los medios de difusión.

—Por los informativos me enteré de que la fiscal de Nueva York está en la ciudad —dice Rose mientras hojea mi agenda. No quiere mirarme a los ojos. —¿No sería fantástico que quedara sepultada bajo la nieve?

Me pongo de pie, me quito el guardapolvo y lo cuelgo en el respaldo de la silla.

—Supongo que no hemos tenido noticias de ella.

—No, no ha llamado aquí, al menos no para usted. —Mi secretaria insinúa que sabe que Berger le ha seguido la pista a Jack o a alguien cercano a mí.

Yo soy muy hábil para llenarme de trabajo y derivar en otra persona la investigación de una zona que yo prefiero evitar.

—Para apurar un poco las cosas —digo antes de que Rose pueda lanzarme una de sus miradas acusadoras—, nos saltearemos la reunión de equipo. Tenemos que sacar esos cuerpos de aquí antes de que el tiempo empeore.

Hace diez años que Rose es mi secretaria. Es algo así como la madre de mi oficina. Me conoce mejor que nadie, pero no abusa de su posición empujándome en direcciones hacia las cuales no deseo ir. La curiosidad con respecto a Jaime Berger flota en la superficie de los pensamientos de Rose. Puedo ver la pregunta en sus ojos, pero no me la hará. Ella sabe de sobra qué siento yo con el hecho de que la causa se juzgue en Nueva York en lugar de aquí, y que yo no quiero hablar de ese tema.

—Creo que el doctor Chong y el doctor Fielding ya están en la morgue —dice—. Todavía no vi al doctor Forbes.

Se me ocurre que, aunque la causa Mayo Brown se presente hoy —Aunque los tribunales no hayan cerrado por la nieve—, Righter no me llamará. Estipulará mi informe y, en el mejor de los casos, hará que el toxicólogo preste testimonio. De ninguna manera Righter se enfrentará a mí después de que lo llamé cobarde, en especial puesto que la acusación es cierta y parte de él debe de saberlo. Ya encontrará la manera de eludirme durante el resto de su vida, y ese pensamiento desagradable me lleva a hacerme otra pregunta cuando cruzo el hall: ¿qué presagia todo esto para mí?

Empujo la puerta que da al baño de damas y hago la transición desde ambientes con revestimiento de madera y alfombras a una serie de cuartos para cambiarse y, finalmente, a un mundo de riesgos biológicos, desolación y ataques violentos contra los sentidos. En el camino uno va dejando los zapatos y la ropa exterior y almacenándolos en armarios de color verde. Tengo siempre un par especial de zapatillas Nike cerca de la puerta que conduce al interior de la sala de autopsias. No están destinadas a caminar nunca más por la tierra de los vivos y, cuando llega el momento de librarme de ellas, las quemo. Con cierta torpeza pongo el saco del traje, los pantalones y la blusa blanca de seda en perchas, y siento que el codo izquierdo me late. Con dificultad me introduzco en un traje Mega Shield de cuerpo entero que tiene paneles frontales y mangas resistentes a los virus, costuras selladas y un cuello bien cerrado y alto. Me pongo las fundas para zapatos y, luego, un gorro y barbijos quirúrgicos. El último toque es una capucha con visor para proteger mis ojos de salpicaduras que pueden transportar amenazas tan serias como la hepatitis o el VIH.

Las puertas de acero inoxidable se abren en forma automática y mis pies producen sonidos de papel sobre el piso vinílico de color tostado de la sala de autopsias de riesgo biológico con terminación epoxi. Médicos de bata azul se mueven sobre cinco mesas lustrosas de acero inoxidable sujetas a piletas de acero y se oye el sonido de agua que corre y de mangueras que aspiran. Las radiografías sujetas a negatoscopios parecen una galería en blanco y negro de sombras con forma de órganos y huesos opacos y diminutos y brillantes fragmentos de balas que, como trozos metálicos sueltos en máquinas voladoras, rompen o perforan órganos, interrumpen funciones vitales. Colgados de clips en el interior de gabinetes de seguridad están las tarjetas de ADN que han sido manchadas con sangre. Tienen el curioso aspecto de diminutas banderas japonesas mientras se secan con aire debajo de un capuchón. Desde monitores de circuito cerrado de televisión montados en rincones se oye el rugido de motores de vehículos en la dársena de entrada, una suerte de funeraria cuya finalidad es traer o retirar cadáveres. Éste es mi teatro. Es aquí donde actúo. Por desagradables que puedan resultarle a la persona común y corriente los olores, espectáculos y sonidos mórbidos que vienen a mi encuentro, de pronto siento un inmenso alivio y mi estado de ánimo mejora ostensiblemente cuando los médicos levantan la vista, me miran y con una inclinación de cabeza me desean un buen día. Estoy en mi elemento. Estoy en casa.

Un hedor ácido y ahumado flota por esa sala larga de cielo raso alto, y yo miro el cuerpo esbelto, desnudo y ennegrecido que descansa sobre la camilla cubierta con una sábana que acaban de traer. A solas, frío y en silencio, ese hombre muerto espera su turna Me espera a mí. Yo soy la última persona a la que le hablará en un idioma que importa. El nombre que hay en la etiqueta anudada a un dedo del pie y escrita con marcador permanente es Fulano de Tal, escrito con faltas de ortografía. Abro un paquete de guantes de látex y me alegra poder estirar uno sobre el yeso que, además, está protegido por la manga a prueba de fluidos. No tengo puesto el cabestrillo y por un tiempo me veré obligada a hacer las autopsias únicamente con la mano derecha. Aunque ser zurda en un mundo de diestros tiene sus dificultades, presenta también algunas ventajas. Muchos de nosotros somos ambidextros o, al menos, razonablemente funcionales con las dos manos. Mis huesos fracturados y doloridos me recuerdan que no todo está bien en mi mundo, a pesar de la tenacidad con que trabajo y a pesar de lo mucho que me concentro.

Lentamente rodeo a mi paciente, me inclino sobre él, observo. Una jeringa sigue incrustada en el hueco de su brazo derecho y una serie de ampollas por quemaduras de segundo grado aparecen en el torso. Tienen bordes de color rojo intenso y su piel presenta manchas negras por el hollín que tiene en el interior de la nariz y la boca. Eso me dice que estaba vivo cuando el incendio estalló. Tenía que estar respirando para inhalar humo. Debía de tener presión arterial para que un fluido le llenara las heridas y se formaran esas ampollas con bordes rojos. Las circunstancias de un incendio intencional y de la aguja clavada en el brazo podrían sugerir suicidio. Pero en el muslo superior derecho tiene una magulladura hinchada del tamaño de una mandarina, y tiene color carmesí. La palpo. Está dura como una roca y parece reciente. ¿Cómo sucedió? La aguja está en el brazo derecho, lo cual sugiere que, si él mismo se inyectó, casi con toda seguridad es zurdo; sin embargo, su brazo derecho es más musculoso que el izquierdo, por lo que se podría deducir que es diestro. ¿Por qué está desnudo?

—¿Todavía no tenemos una identificación? —Le pregunto en voz alta a Jack Fielding.

—No, no hay ninguna información adicional. —Le pone una cuchilla nueva al escalpelo.—El detective debería estar aquí.

—¿Lo encontraron sin ropa?

—Sí.

Deslizo mis dedos enguantados por el pelo grueso y lleno de hollín del muerto para ver de qué color es. No tendré certeza hasta que lo lave, pero su cuerpo y el vello púbico son oscuros. Tiene la cara afeitada, pómulos altos, nariz delgada y barbilla cuadrada. Las quemaduras de su frente y barbilla tendrán que cubrirse con maquillaje de funeraria antes de que podamos hacer circular una fotografía suya para tratar de identificarlo. Tiene el rigor mortis bien instalado, los brazos extendidos a los costados, los dedos de las manos levemente curvados. El livor
mortis
, o la sangre que se deposita en algunas regiones del cuerpo debido a la gravedad, también está instalado y hace que los costados de las piernas y las nalgas tengan un color rojo intenso, y la parte posterior decolorada allí donde estuvieron apoyadas contra la pared o el piso después de la muerte. Lo sostengo inclinado hacia un costado en busca de heridas en la espalda y encuentro abrasiones lineales paralelas sobre la escápula. Marcas de haber sido arrastrado. Hay una quemadura entre los omóplatos y otra en la base de la nuca. Adherido a una de las quemaduras hay un fragmento de un material que parece plástico, angosto, de unos cinco centímetros de largo, blanco con escritura pequeña azul, tal como se puede encontrar en la parte posterior del paquete de un producto alimenticio. Extraigo ese fragmento con pinzas y lo acerco a la lámpara de cirugía. El papel se parece más a un plástico delgado y flexible que asocio a la envoltura de caramelos o bocadillos. Logro rescatar las palabras
este producto y
9-4 EST, un número de teléfono gratuito y parte de una dirección de página web. Pongo el fragmento en una bolsa para pruebas.

—¿Jack? —Lo llamo y empiezo a tomar formularios en blanco y diagramas corporales y a colocarlos en una tablilla con sujetador.

—No puedo creer que vaya a trabajar con ese maldito yeso puesto. —Él cruza la sala de autopsias y sus imponentes bíceps luchan contra las mangas cortas de su bata quirúrgica. Mi asistente puede ser famoso por su cuerpo, pero ninguna cantidad de levantamiento de pesas o comidas con alto valor proteico pueden impedirle perder el pelo. Es extraño, pero en las últimas semanas su pelo castaño ha empezado a caerse frente a nuestros ojos, a colgar de su ropa y a flotar por el aire como si mudara de plumas.

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