Read Último intento Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (22 page)

BOOK: Último intento
2.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Lo sea que usted cree que es significativo que él muerda las palmas de las manos y los pies de sus víctimas? —Pregunta Berger. Tiene una voz fuerte y bien modulada. Casi me animaría a decir que es una voz televisiva: grave y refinada, capaz de atraer la atención. —¿Tal vez porque ésas son las únicas partes de su cuerpo que no están cubiertas de pelo? Bueno, no lo sé —dice—. Pero tengo que suponer que existe cierta asociación sexual, como la de la gente, por ejemplo, para quienes los pies son un fetiche. Pero nunca he visto un caso en el que alguien muerda manos y pies.

Enciendo las luces de la oficina de adelante y paso una llave electrónica sobre la cerradura de la bóveda a prueba de incendios que nosotros llamamos salón de pruebas, donde tanto la puerta como las paredes están reforzadas con acero y un sistema de computación registra el código de quienquiera entra, la fecha y el tiempo que se queda en su interior. Rara vez tenemos allí muchos efectos personales. Por lo general, la policía se lleva esos objetos a un recinto especial o se los devolvemos a las familias. Mi razón para haber hecho construir esta habitación es que me enfrento a la realidad de que ninguna oficina es inmune a las filtraciones y necesito un lugar seguro para almacenar casos sumamente delicados. Contra la pared de atrás hay pesados gabinetes de acero y yo abro con la llave uno de ellos y extraigo dos carpetas gruesas selladas con cinta autoadhesiva gruesa que he inicialado para que nadie pueda ver su contenido sin que yo me entere. Anoto los números de los casos de Kim Luong y Diane Bray en el libro de registros que hay junto a la impresora que acaba de escribir mi código y la hora. Berger y yo seguimos hablando cuando regresamos por el pasillo a la sala de reuniones donde Marino nos aguarda, impaciente y tenso.

—¿Por qué no hizo que un especialista en perfiles estudie estos casos? —me pregunta Berger cuando transponemos la puerta.

Deposito las carpetas sobre la mesa y miro a Marino. A él le corresponde responder esa pregunta. No es responsabilidad mía enviar casos a los especialistas en perfiles psicológicos.

—¿Un perfil? ¿Para qué? —Le contesta a Berger, de una manera que sólo puede describirse como polémica—. El objetivo de trazar un perfil psicológico es averiguar qué clase de degenerado lo hizo. Y eso ya lo sabemos.

—¿Pero y el porqué? ¿El significado, la emoción, el simbolismo? Esa clase de análisis. Me gustaría oír lo que un especialista en perfiles tiene que decir. —Berger no le presta ninguna atención a Marino. —Sobre todo en lo referente a las manos y los pies. Es bien extraño. —Sigue enfocada en ese detalle.

—Si me lo pregunta a mí, opino que la mayoría de esos perfiles son puro humo y espejos. —Marino sigue perorando. —No es que piense que no hay algunos tipos que tienen ese don, pero la— mayoría son puras mentiras. Cuando nos topamos con una alimaña como Chandonne, a quien se le da por morder manos y pies, no hace falta ningún especialista en perfiles del FBI para pensar que quizás esas partes corporales tienen algún significado para él. Como, por ejemplo, que tiene alguna chifladura con sus propias manos y sus propios pies o, en este caso, es todo lo contrario. Ésas son las únicas partes en que él no tiene pelo, salvo adentro de la boca y, quizás, en el culo.

—Puedo entender que destruya lo que él odia en sí mismo, que mutile esas partes de los cuerpos de sus víctimas, como por ejemplo su cara.—Ella no piensa dejarse torear por Marino. —Pero no sé. Las manos y los pies. Tiene que haber algo más en ello. —Berger desaira a Marino con cada gesto y cada inflexión.

—Sí, pero su parte favorita del pollo es la carne blanca —Insiste Marino. Él y Berger se tratan como amantes que se han convertido en enemigos. —Ésa es la cuestión. Mujeres con tetas grandes. Tiene eso de la madre cuando elige víctimas con determinados tipos de cuerpo. Tampoco hace falta un especialista en perfiles del FBI para unir los puntos.

Yo no digo nada, pero le lanzo a Marino una mirada que ya le dice bastante. Se está portando como un imbécil, al parecer tan decidido a darle batalla a esta mujer que no se da cuenta de que lo está haciendo frente a mí. Sabe muy bien que Benton tenía un auténtico don basado en la ciencia y una importante base de datos que el FBI ha construido estudiando y entrevistando a miles de transgresores violentos. Además, no me caen nada bien las referencias al tipo de cuerpo que tenían las víctimas, puesto que Chandonne también eligió el mío.

—¿Sabe una cosa? No me gusta nada la palabra «teta» —dice Berger como al pasar, como si le estuviera diciendo a un camarero que no le sirva salsa béamaise. Mira a Marino. —¿Sabe qué es una teta, capitán?

Por una vez, Marino está sin palabras.

—Por ejemplo —dice ella y sigue revisando los papeles, y la energía de sus manos traiciona su furia—, un merengue grande y de forma cónica. O una planta compuesta llamada barbaja. Estoy hablando de palabras, palabras que pueden ofender o que pueden emplearse para ofender. Pelotas, por ejemplo, puede ser un término usado en distintos deportes: tenis, fútbol. O referirse al cerebro muy limitado que está entre las piernas de los hombres que hablan de tetas. —Lo mira y hace una pausa. —Ahora que hemos cruzado la barrera del lenguaje, ¿podemos seguir? —Gira la cabeza y se dirige a mí.

La cara de Marino es del color de la remolacha.

—¿Usted ya tiene copias de los informes de autopsia? —Ya sé la respuesta, pero igual se lo pregunto.

—Sí, los he leído muchas veces —responde.

Le quito la cinta adhesiva a las carpetas y las empujo hacia ella mientras Marino hace sonar sus nudillos y evita nuestras miradas. Berger extrae fotografías color de un sobre.

—¿Qué pueden decirme ustedes? —Nos pregunta.

—Kim Luong. —Marino empieza con un tono técnico que me recuerda al de M.I. Calloway después de que él insistió en humillarla. Marino está que arde de furia. —Treinta años, asiática, trabajaba medio día en un minimercado llamado Quik Cary. Se supone que Chandonne esperó hasta que allí no hubiera nadie más que ella. Esto sucedió por la noche.

—El jueves 9 de diciembre —dice Berger mientras mira una fotografía de la escena del crimen que muestra el cuerpo mutilado y semidesnudo de Luong.

—Sí. La alarma contra ladrones sonó a las diecinueve y dieciséis —dice. Yo me pregunto de qué hablaron Marino y Berger anoche, si no era de esto. Supongo que ella se reunió con él para repasar los aspectos investigativos de los casos, pero parece claro que los dos no han hablado del homicidio de Luong ni del de Bray.

Berger frunce el entrecejo y mira otra fotografía.

—¿A las siete y dieciséis de la tarde? ¿Es la hora en que él entró en la tienda o la del momento en que salió después del homicidio?

—Es la hora en que se fue. Salió por una puerta de atrás que siempre estaba armada con un sistema separado de alarmas. Así que entró en la tienda un poco más temprano que eso, por la puerta del frente, probablemente cuando oscureció. Tenía un arma, entró y le disparó a ella, que estaba sentada detrás del mostrador. Después puso en la puerta el cartel de «cerrado», le echó llave a la puerta y arrastró a la mujer hacia el cuarto de depósito, para poder así hacerle esto. —Marino es lacónico y se porta bien, pero debajo de todo esto hay una mezcla explosiva de química que estoy empezando a reconocer. Quiere impresionar y desestimar a Jaime Berger y acostarse con ella, y todo esto tiene que ver con sus dolorosas heridas de soledad e inseguridad y con sus frustraciones conmigo. Mientras lo observo esforzarse por ocultar su incomodidad y vergüenza detrás de una pared de indiferencia, yo siento pena. Si tan sólo Marino no hiciera todo lo posible para ser desdichado. Si tan sólo no provocara momentos difíciles como éste.

—¿Ella estaba viva cuando él comenzó a golpearla y a morderla? —Berger me lo pregunta a mí y lentamente sigue mirando más fotografías.

—Sí —contesto.

—¿Basándose en…?

—En las heridas de la cara había suficiente respuesta de tejidos como para sugerir que estaba viva cuando él comenzó a golpearla. Lo que no podemos saber es si estaba o no consciente. O, mejor dicho, cuánto tiempo estuvo consciente —respondo.

—Tengo videos de las escenas —dice Marino con una voz que indica que está aburrido.

—Yo lo quiero todo —dice Berger.

—Por lo menos, filmé las escenas de Luong y de Diane Bray. No la del hermano Thomas. No hicimos un video de él en el contenedor de carga, lo cual, probablemente, es una suerte. —Marino reprime un bostezo y su actitud se vuelve cada vez más ridícula y lamentable.

—¿Usted fue a todas las escenas? —me pregunta Berger. —Así es.

Ella mira otra fotografía.

—De ninguna manera volveré a comer queso azul, no después de estar un tiempo junto al camarada Thomas. —Ahora, la hostilidad de Marino está más a ñor de piel.

—¿Sabes, Marino? Yo estaba por preparar café —le digo—. ¿Te importaría?

—¿Si me importaría qué? —La obstinación lo mantiene pegado a la silla.

—Si no te importa poner agua al fuego. —Lo miro de una manera en la que no cabe ninguna duda de que quiero que me deje un momento a solas con Berger.

—No estoy seguro de saber cómo funciona tu máquina —dice, con una excusa estúpida.

—Estoy convencida de que lo descubrirás —contesto.

—Veo que ustedes han hablado ya bastante —es mi comentario irónico cuando Marino ya está en el hall y no puede oírnos.

—Tuvimos oportunidad de conversar esta mañana, muy temprano. —Berger me mira.—En el hospital, antes de que a Chandonne lo sacaran de allí.

—Yo le sugeriría, señora Berger, que si usted piensa quedarse un tiempo por aquí, sería bueno que le dijera a Marino que se mantuviera concentrado en la misión. Él parece estar librando una batalla con usted que eclipsa todo lo demás y que no tiene mucho sentido.

Ella sigue estudiando las fotografías con cara inexpresiva.

—Dios, si es como si un animal las hubiera atacado. Igual que a Susan Pless, mi caso. Éstas podrían ser fotos de su cuerpo. Ya casi estoy por creer en hombres lobo. Desde luego, en el folklore hay una teoría de que la noción de hombres lobo podría haber estado basada en personas reales que padecían hipertricosis. —No estoy segura de si ella está tratando de demostrarme cuánto ha investigado o si lo dice para desviar mi atención de lo que acabo de decir de Marino. Me mira a los ojos. —Aprecio sus palabras de consejo con respecto a él. Sé que hace muchísimo que ustedes trabajan juntos, de modo que él no puede ser tan malo.

—No lo es. No hay detective mejor que él.

—Y, a ver, déjeme adivinar. Era odioso cuando usted lo conoció.

—Sigue siéndolo —contesto.

Berger sonríe.

—Marino y yo tenemos algunos temas que todavía no hemos solucionado. Es evidente que no está acostumbrado a fiscales que le dicen cómo seguirá una causa. En Nueva York las cosas son un poco distintas —me recuerda—. Por ejemplo, los policías no pueden arrestar a un acusado en un caso de homicidio sin la aprobación del fiscal de distrito. Allá, nosotros manejamos los casos y, francamente —Toma un informe de laboratorio—, como resultado funcionan mucho mejor. A Marino le parece necesario estar a cargo de todo y, además, trata siempre de protegerla demasiado a usted. Y siente celos de cualquiera que aparece en su vida —resume y hojea los informes—. Nadie tenía alcohol en el cuerpo, salvo Diane Bray. Punto cero tres. Da la impresión de que ella hubiera bebido una o dos cervezas y comido pizza antes de que el asesino se presentara a su puerta. —Mueve las fotografías sobre la mesa. —Creo que nunca he visto a nadie tan golpeado. Furia, una furia increíble. Y lujuria. Si es que se lo puede llamar así. No creo que exista una palabra que describa lo que él sentía en ese momento.

—La palabra es «maldad».

—Supongo que por un tiempo no sabremos los resultados con respecto a otras drogas.

—Haremos las pruebas de las habituales. Pero llevará semanas —Le digo.

Ella despliega más fotografías y las va disponiendo como si jugara un solitario.

—¿Qué siente al pensar que podría haberle hecho esto a usted?

—No pienso en eso —respondo.

—¿Y en qué piensa?

—En lo que las heridas me dicen.

—Lo sea?

Tomo la fotografía de Kim Luong: una mujer joven y maravillosa, según todos los comentarios, que trabajaba para poder pagarse los estudios de enfermería.

—El patrón de la sangre —Describo—. Casi cada centímetro de su piel expuesta está manchada con remolinos sanguinolentos, parte del ritual de Chandonne. Él les hizo dáctilopintura en el cuerpo.

—Cuando ya estaban muertas.

—Supuestamente, sí. En esta fotografía —digo y le muestro una—, se ve la herida de bala en la parte de adelante del cuello. Le dio en la carótida y en la médula espinal. Ella debía de haber estado paralizada del cuello para abajo cuando él la arrastró hacia el cuarto de depósito.

—Y perdiendo sangre. Debido al corte de la carótida.

—Por supuesto. Se ve el patrón de salpicaduras de sangre arterial sobre los estantes que están cerca de lugar por donde él la arrastró. —Me inclino más hacia ella y se lo muestro en varias fotografías. —Grandes curvas de sangre que se van marcando más abajo y haciéndose más débiles a medida que él la arrastraba por la tienda.

—¿Ella estaba consciente? —Berger está cada vez más fascinada y su actitud es algo morbosa.

—La lesión en su médula espinal no fue inmediatamente fatal.

—¿Cuánto puede haber sobrevivido con semejante pérdida de sangre?

—Minutos.—Encuentro una fotografía de la autopsia que muestra la médula espinal después de haber sido extirpada del cuerpo y se encuentra centrada sobre una toalla verde, junto con una regla blanca de plástico a modo de escala. La médula, lisa y cremosa, presenta magulladuras de violento color azul púrpura y está parcialmente seccionada en una zona correlativa con la herida de bala que entró por el cuello de Luong entre el quinto y el sexto disco cervical. —Debe de haber quedado paralizada en forma instantánea —explico—, pero la magulladura significa que tenía tensión arterial, que su corazón todavía bombeaba, y eso lo sabemos también por las salpicaduras de sangre arterial que hay en la escena. De modo que, sí, probablemente estaba consciente cuando él la arrastró por los pies por el pasillo hacia el cuarto de depósito. Lo que no puedo decir es cuánto tiempo estuvo consciente.

—Lo sea que ella pudo haberse dado cuenta de lo que él le estaba haciendo y ver su propia sangre brotar a chorros del cuello mientras se moría desangrada? —La expresión de la cara de Berger es intensa, su energía tiene un voltaje muy alto que le brilla en los ojos.

BOOK: Último intento
2.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Blackout by Ragnar Jónasson
La casa de Riverton by Kate Morton
Getting Wet by Zenina Masters
Off the Grid by C. J. Box
Christine by Steven King