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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (50 page)

BOOK: Tu rostro mañana
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—O no tanto, quién sabe —le respondí yo—. A lo mejor nos sobrevives a todos. El orden de la muerte no lo sabe nadie, ¿verdad? —Y al no contestarme él nada, le insistí—: ¿Verdad?

—Verdad —me concedió—. Pero hay una cosa que se llama cálculo de probabilidades, que funciona con bastante acierto. Sería una crueldad gratuita que a estas alturas de mi vida murierais alguno antes que yo. Lo sería para vosotros y sobre todo para mí. Dios lo impida. —Yo habría tocado madera, en su lugar. No porque crea en la madera, sino por expresividad.

Aquella derivación era melancólica, y justamente se trataba de evitárselas con cualquier asunto o conversación que lo distrajera: de su espera de la noche y su espera del día, y de las siguientes esperas de la noche y el día, hasta que ya no hubiera más. Era mi última visita antes de regresar a Londres, tardaría en venir de nuevo a Madrid. 'Tal vez ya no lo vuelva a ver', pensé con desmayo. (No, el inglés se me estaba infiltrando, no fue con desmayo sino con dismay, es decir, consternación.) Así que le puse la mano en el hombro, eso le gustaba y lo calmaba, pero esta vez lo hice para calmarme a mí, para notar sus huesos y que me acompañara su respiración.

—Pero entonces, ¿qué ibas a decirme? —Volví atrás, a lo que lo había despejado y entretenido un poco—. ¿Que tu pistola es una de las de la colección de tu padre?

—No, qué va. Toda esa colección fue desapareciendo luego, hace siglos, cuando llegaron las vacas flacas. Mi padre hacía grandes negocios y entonces se ponía eufórico y dilapidaba los beneficios, los invertía en disparates, ya lo sabéis. Después se recuperaba más o menos, cuando le volvía la sensatez, hasta que un día ya no hubo recuperación posible. Las pocas armas que aún quedaban se vendieron al empezar la Guerra Civil, y la misma suerte corrió la colección de relojes. Y no sé si alguna la confiscaron.

—¿Y entonces la pistola?

—Ah, la tengo desde la Guerra, una Astra De Luxe, de calibre 7,65. Es bastante bonita para ser de fabricación española, un poco historiada quizá: el cañón adornado con grabados plateados en relieve y el mango con cachas de nácar. ¿Por qué lo quieres saber?

—No, por nada, por curiosidad. ¿Puedo verla? Nunca te la he visto. ¿Dónde está?

—No lo sé —me contestó sin vacilación, y no me sonó a excusa para no mostrármela—. La ultima vez que la tuve en mis manos, hace ya años, decidí esconderla mejor en algún sitio, para que no la pudieran encontrar los nietos, cuando vienen y lo revuelven todo. A vosotros os controlaba vuestra madre, pero ella ya no está. Y debí de guardarla tan bien que no tengo ni idea de dónde diablos la dejé. Se me ha olvidado. Estaba con su munición y todo, bien conservada, con aceite. ¿Para qué la quieres? —Era extraño, era como si notara que la quería para mí. No era el caso exactamente, yo ya había cumplido mi parte con otra prestada, ya no me hacía falta. Pero llevarla en el bolsillo daba seguridad.

—No, si yo no la quiero para nada —dije—. Era sólo curiosidad. ¿Cómo es que te arriesgaste a guardarla, después de la Guerra? Si te la hubieran pillado durante el franquismo, en un registro, se te habría caído el pelo, supongo, más aún con tus antecedentes. ¿Por qué la conservaste? ¿Por qué la conservas, aunque ya no sepas dónde la tienes?

Mi padre se quedó pensando un momento. Quizá como si le costara responder, quizá como si quisiera ponderar sus palabras, no lo sé. Luego dijo escuetamente:

—Nunca se sabe.

—¿Nunca se sabe qué?

—Lo que uno va a necesitar.

El siempre había contado que, durante la Guerra, tuvo la suerte —en un aspecto— de permanecer en Madrid, destinado a servicios auxiliares a causa de su miopía. Y aunque vistió el uniforme del Ejército de la República, no había tenido que ir al frente, ni que disparar una sola vez. Y decía cuan contento estaba de eso, esto es, de tener la absoluta seguridad de no haber matado nunca a nadie, de no haber podido matar nunca a nadie. Se lo recordé:

—Siempre has dicho lo que te alegraba saber con certeza que en la Guerra no habías matado a nadie, que no hubiera habido ocasión. Eso no casa mucho con guardar una pistola luego, cuando las cosas no estaban tan mal. Quiero decir cuando la vida era menos expuesta y menos caótica, aunque durante una dictadura tampoco esté nadie a salvo, claro está. ¿Cómo es que no la entregaste, o te desprendiste de ella?

—Porque después de haber vivido una guerra, ya nunca se sabe —repitió. Y se quedó callado, pero con las dos manos apoyadas en los brazos de su sillón, como si fuera a tomar impulso en ellos para añadir algo más, así que esperé. Y en efecto añadió algo más—: Sí, me alegro mucho de no haber matado a nadie. Pero eso no significa que no lo hubiera hecho, si no me hubiera quedado otro remedio. Si vosotros o vuestra madre hubierais estado amenazados de muerte y yo la hubiera podido impedir así, lo habría hecho, estoy seguro. Cuando erais pequeños, quiero decir, porque ahora ya os podéis defender, es muy distinto. Ahora ya no mataría por vosotros, supongo. Aparte de no estar capacitado, mírame cómo estoy, vosotros mismos lo podéis hacer. No me necesitáis para eso. Y además no sabría si os lo merecíais, cada uno lleváis vuestra vida y yo no sé cómo la empleáis. Antes era distinto, antes lo sabía todo de vosotros, cuando erais pequeños y estabais aquí. Tenía todos los datos, ahora ya no. Es raro que los hijos se conviertan en unos semidesconocidos, hay muchos padres que no lo aceptan y que les son incondicionales en todo caso, incluso contra toda evidencia. Yo conozco al que fuiste, y creo reconocerlo en ti. Pero a ti no te conozco, en realidad, como lo conocía a él, en modo alguno; y lo mismo con tus hermanos. A vuestra madre, en cambio, la conocí hasta el final, por ella sí habría matado hasta el final. —Ahora la cabeza y el tiempo le funcionaban perfectamente, y tras una mínima pausa para cerrar el paréntesis, regresó a lo anterior—: Uno nunca sabe, nunca sabe, y puede que un día deba utilizar una pistola. Mira lo que pasó en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Durante mucho tiempo no sabíamos si se extendería hasta aquí, pese a las promesas de Franco, como para fiarse de ellas, y a sus largas y evasivas con Hitler. No sé si te das cuenta de que en esa Guerra hubo que recurrir a todo, nadie se pudo guardar ni un cartucho, limpio o sucio. Fue mucho peor que la nuestra, en un sentido. En otro, claro, fue menos mala. En uno cualitativo, la de aquí fue la peor. —De nuevo se detuvo y me miró más fijamente, aunque tuve la sensación de que en aquel momento no me veía en absoluto, de que miraba como los ciegos, sin calcular la distancia. Noté que lo excitaba lo que se aprestaba a decir—: Pero de lo que estoy más contento, Jacobo, es de que nadie haya muerto nunca por lo que yo haya dicho o contado. Si uno le pega un tiro a alguien, en el frente o para defenderse, malo es, pero con ello se puede seguir viviendo, y no por eso se pierden la decencia ni la humanidad, no por fuerza. Pero si alguien muere por lo que uno cuenta, o aún peor, por lo que inventa; si alguien muere por su causa sin necesidad; si uno podía haber guardado silencio y esa persona seguiría viva; si uno habló cuando debía o podía callar y con ello trajo una muerte, o varias..., yo creo que con eso no se puede vivir, aunque muchos vivan o parezca que viven. —'Eso tal vez era antes', me dio tiempo a pensar, o lo pensé más tarde en el avión de regreso a Londres, al recordar la conversación; 'mi padre aún piensa en un mundo en el que los hechos dejaban huella y la conciencia solía hablar. No siempre, desde luego, pero sí a la mayoría. Ahora, en cambio, es al revés: resulta fácil acallarla o amordazarla, o ni siquiera hace falta: aún es más fácil convencerla de que no tiene razón para hablar. La tendencia actual es a sentirse inocente, a encontrar una inmediata justificación para todo, a no rendir cuentas y a lo que en español se llama cargarse de razón, no sé cómo se diría eso en inglés, no importa, aún no vuelvo a hablar esa lengua sin cesar, mañana ya sí me tocará. Claro que puede vivirse hoy con eso, y con cosas mucho peores también. Los que se atormentan son hoy la excepción, gente anticuada que piensa: "La lanza, la fiebre, mi dolor, la palabra, el sueño", y otras cosas igual de inútiles.' Y mi padre continuó—: Y en esa Guerra nuestra hubo tanto de eso, hubo tanta delación y tanto envenenamiento, tanto insultador, tanto difamador y enardecedor profesional, dedicados todos sin descanso a sembrar y fomentar el odio y la saña, la envidia, el anhelo de exterminación, en los dos bandos pero sobre todo en el de los vencedores pero en los dos..., que no fue fácil quedarse del todo limpio en ese aspecto: quizá en el que menos. Y aún le resultó más difícil al que escribía en un periódico o hablaba en la radio, como hice yo durante la Guerra. No sabes qué cosas se leyeron y oyeron, no sólo durante aquellos tres años, sino en los muchos más que vinieron luego. Se pronunciaba una sola frase y se mandaba al paredón a alguien con ella, o a una cuneta. Y sin embargo estoy seguro de no haber dicho ni escrito una palabra que pudiera perjudicar gravemente a nadie. Ni tampoco la dije después, en el ámbito estrictamente personal de mi vida posterior. Jamás traicioné un secreto ni una confidencia, por pequeños que fueran, ni conté lo que sabía por haberlo visto u oído, si podía hacer daño con ello y no necesitaba contarlo para salvar ni exonerar a nadie. Y es de eso, Jacobo, fíjate, de lo que estoy más contento. —Mi padre estaba echando cuentas antes de morir, eso pensé. Y durante un instante me pregunté si sería como él decía o si se estaría engañando como un hombre de mi tiempo más que del suyo, y alguna vez algo se le habría escapado que hubiera tenido consecuencias atroces. Imposible saberlo. Hasta para él era imposible, uno no puede recordarlo todo, como si fuera el Juez de la antigua fe firme. Y a veces, simplemente, no nos enteramos de las consecuencias, pensé en las viñetas de la careless talk que me había enseñado Wheeler: cómo podía imaginar el marino que le había contado algo a su novia, que eso acabaría en el hundimiento de un barco lleno de compatriotas suyos. En realidad nunca hay manera de saber eso, si uno dice adiós sin ninguna carga encima. Pero entonces me acordé, y pensé que aquel recuerdo lo ayudaría a convencerse.

—No quisiste decirme el nombre de aquel escritor que participó en el toreo de tu amigo Mares, por ejemplo —le dije—. Y no tenías por qué callártelo. No ya conmigo, sino con nadie.

Se quedó un poco sorprendido, como si hubiera olvidado por completo que me había contado aquello, mucho tiempo atrás, cuando yo aún vivía en Madrid. Y así pareció por lo que a continuación me dijo, que ni siquiera recordaba que yo estuviera al tanto de semejante episodio.

—Tú sabes eso. —Fue una mezcla de constatación y pregunta.

—Sí. Una vez me lo contaste.

—Y no quise, ¿eh? —Ahora ya fue sólo pregunta—. No te quise decir el nombre, ¿verdad?

—No. Por su mujer y sus hijas. Dijiste que no querías arriesgarte a que un día alguien se lo sacara y restregara a ellas, por causa indirecta tuya. Aunque la mujer ya ha muerto también, si mal no recuerdo.

—Sí, han muerto los dos, él y ella. Pero eso no cambia nada. —Y murmuró más para sí que para mí—: No quise, dices. Bien hecho, no querer, bien hecho...

Se quedó pensativo y recobró la mirada fija e intensa de sus ojos azules, la que, por así decir, no me veía. Y a los pocos segundos me dio la impresión de que la rememoración de aquella gente lo había transportado de nuevo a un tiempo lejano, en el que mi madre estaba viva y la mujer alegre y buenísima de aquel hombre infame se portaba muy bien con nosotros, y en particular con ella. Dejé pasar en silencio un par de minutos o tres. Él ya no hablaba y lo vi cansado. Quizá debía marcharme, aunque aquella fuera la última vez que nos viéramos.

—Me voy a ir, papá —le dije, y me levanté y le di un beso en la frente.

—¿Adonde? —preguntó con asombro, como si le pareciera absurdo que yo o ninguno de sus hijos nos fuéramos a ninguna parte.

—Al hotel, y mañana me vuelvo ya a Londres.

—¿Tienes un viaje? Que te vaya bien, hijo.

—Vivo allí ahora, papá. ¿No te acuerdas?

—¿Vives en el exilio? —me dijo, sin dotar a la palabra de solemnidad alguna—. Como los dioses griegos.

—¿Los dioses griegos? —No sabía a qué se refería, o a cuento de qué venía aquello. Pero él nunca desvarió, o yo no llegué a verlo. Podía abstraerse del tiempo y de las personas y las circunstancias, pero su pensamiento y su memoria funcionaron siempre, aunque al final muy a su aire. Claro que tampoco hay pensamiento ni memoria en el mundo que no funcionen de esta forma.

—¿No te acuerdas del poema de Heine? —dijo, y acto seguido empezó a recitar versos en alemán, de memoria. Había aprendido esa lengua de chico, en el Instituto, algo posible en los años veinte e inimaginable hoy en día, y siempre había tenido a gala saberse poemas enteros, de Goethe, de Novalis, de Holderlin, de los clásicos.

—No, papá —lo interrumpí—, no puedo acordarme de lo que nunca he sabido, y no entiendo lo que estás diciendo. Yo nunca he sabido alemán, ¿recuerdas?

—Nunca has sabido alemán, qué cosa —me contestó con leve desdén paterno, como si no saberlo fuera una rareza, casi una lacra—. No sé qué clase de educación habéis tenido. —Y pasó a explicarme, con condescendencia hacia mí y entusiasmo por su poema de la juventud—: El poeta ve unas nubes blancas en mitad de la noche que le parecen 'colosales estatuas de los dioses en luminoso mármol', así dice. Pero en seguida se da cuenta de que en realidad son ellos mismos, Cronos, Zeus, Hera, Palas Atenea, Afrodita, Ares, Hermes, Febo Apolo, Hefesto, He-be, envejecidos y abandonados a la intemperie, cabizbajos y ateridos de frío en su exilio. 'No, en modo alguno, ¡estas no son nubes!', exclama el poeta. —Y mi padre me fue traduciendo sobre la marcha, lentamente desde su memoria—. 'Son los dioses de la Hélade, los propios dioses, que un día gobernaron el mundo tan alegremente, pero que ahora, suplantados y difuntos, cabalgan como espectros gigantes por los cielos de la medianoche...' —Pero los versos se empeñaban en acudirle en el alemán de su infancia, o traducir le era fatigoso, así que se pasó de nuevo a esta lengua, y ya nada más entendí en el momento.

Más adelante, cuando ya había muerto, traté de identificar las palabras que le había oído sin comprendérselas. Busqué el texto original de 'Los dioses de Grecia' de Heine, con una versión en inglés paralela (en español no la encontraba), y sin duda fue esta la estrofa que él me puso en mi lengua, improvisada y tentativamente: 'Nein, nimmermehr, das sindkeine Wolken! Das sind sie selber, die Götter von Hellas, die einst so freudig die Welt beherrschten, doch jetzt, verdrängt und verstorben, ais ungeheure Gespenster dahinziehn am mitternächtlichen Hi-mel...'. Supongo que su pronunciación era buena. Y también me fijé en dos pasajes breves que él debió de recitar en alemán aquel día. En uno el poeta se dirigía a Zeus y le decía, más o menos: 'Pero ni siquiera los dioses gobiernan eternamente, a los viejos los expulsan y los suplantan los jóvenes, como tú mismo depusiste antaño a tu canoso padre...'. El otro era una imagen, aplicada a aquel tropel de deidades desconcertadas y errantes: 'Sombras muertas que vagáis por la noche, débiles como la bruma que ahuyenta el viento...', así las llamaba. Aquellas palabras habrían salido de sus labios en mi presencia, aunque yo entonces no las hubiera entendido. Y me pregunté qué habría pensado en aquella ocasión, al pronunciarlas.

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