—Hoy ya me lo han dicho otra vez.
—Mira, hombre, sir Frederick y Crawford no tienen reparo alguno en que tú y yo seamos católicos, si vales lo suficiente para entrar en el club. Sin embargo, ya tenemos un católico romano más de lo que solemos, y para que acepten otro conviene que superes al que ya está.
—Lo supero —afirmó Conor.
Al entrar en el terreno y dirigirse hacia el túnel, los jugadores miraban a Conor con respetuoso odio. Él sabía que le estaban tomando las medidas y que durante la hora, el día y la semana siguientes recibiría palos, golpes y otras delicadezas que le pondrían a prueba para determinar si era digno de la compañía de aquellos hombres. Unos saludos, escasos y fríos; sin apretones de manos.
—Ah, de paso —dijo Conor—. Había un chaval de Derry llamado Mick McGrath que hizo la prueba unos ocho años atrás. He repasado unas fotografías del equipo. Y no he podido localizarlo.
—¿Un McGrath de Derry? ¿Un católico romano?
—Sí.
—Lo recuerdo vagamente. No pasó de los juveniles. Sufrió una lesión. Luego pasó a trabajar en el astillero. Me parece recordar que me dijeron que se había marchado. Habla con el número suficiente de curas de Belfast y quizá lo encuentres.
—¡Conor! ¡Conor Larkin! —llamó una voz.
—¡Vaya! ¿Quién había de pensarlo? ¡Nada menos que Jeremy Hubble! ¿Cómo estás, peque?
Lord Coleraine no era hombre ni muchacho, sino una cosa intermedia. Con sus diecinueve años era un hierbajo lozano y fuerte.
—Veamos, echémoste un vistazo, Jeremy. ¿Qué tal tienes a mano la navaja estos días?
—¡Conor, qué alegría verte!
—También me la da el verte a ti. ¿Cómo está tu encantadora madre?
—Perfectamente. Estará contentísima al saber que te he encontrado.
—¿Y tu hermano Christopher?
—Ah, está en Londres, estudiando en la Escuela de Economía y en el Colegio de Abogados. Leyes, negocios y cosas así.
—¿Acaso trabajas para tu abuelo?
Jeremy tenía una sonrisa luminosa como la de su madre.
—Yo estudio para oveja negra. Al terminar el año iré al Trinity de Dublín, pero abuelo y yo estamos confabulados para que vaya de gira con el equipo. Ya sabes, yo soy de la plantilla del juvenil. —Jeremy se detuvo de repente, advirtiendo que Conor llevaba el uniforme de entrenamiento, y una sonrisa ensanchó su hermosa faz—. ¿Vas a jugar con los Boilermakers?
—Es muy probable —respondió Conor, posando la mano en el hombro del muchacho—. De veras que no quiero sacar ventaja de amistades pasadas, pero si consigo que me admitan en el club trabajaré en el astillero. Quizá, quizá pudieras pedirle una cosa a tu buena madre.
—¿Qué, Conor?
—Oh, es una tontería.
—No, dímelo; insisto.
—Desde que tenía tu edad, poco más o menos, tengo unas ganas locas de trabajar en los trenes. Sería la ilusión de mi vida si pudiera trabajar de herrero en el taller de locomotoras.
Jeremy lanzó el destello de otra sonrisa, guiñó el ojo y desapareció por el túnel para cambiarse. Conor se sonrojó ante aquella tanda de buena suerte. Los acontecimientos marchaban tal como le convenía. Si él cumplía como le correspondía, Jeremy le plantaría en el centro del astillero.
Varios días después de la primera actuación, seguían llamando a Conor para los entrenamientos. Los jugadores le miraban con malos ojos y le habían apodado «el herrero»; pero las tentativas por mantenerle fuera del club salían bastante caras.
A los pocos minutos de las primeras topadas, Conor se hallaba indefectiblemente en posesión del balón y obligado a correr con él. Claro, se lo habían tirado flojo y mal para dar ocasión a que la manada se le echase encima. Apenas sus manos lo habían apresado, los cuerpos saltaban sobre él con impacto audible, amenizado por una variedad de zancadillas, golpes en los riñones, coces, golpes con los antebrazos, golpes a las espinillas y rodillazos.
Conor prefería no pagar en la misma moneda, sino jugar al rugby. Rebasaba a los zagueros de menor talla y dejaba sin sentido a cierto número de los más fornidos. El deseo de devorarlo vivo se iba moderando incesantemente por la necesidad en que se hallaban los otros de velar por su propia integridad personal.
En cuanto Conor dejó bien sentada su capacidad de sobrevivir, las otras cualidades de su juego se hicieron patentes. Era un chutador fenomenal y hombre de mano segura lo mismo al pasar que al recibir. Sabía aprovechar con gran criterio sendas y ángulos para atajar a los zagueros más rápidos. Y cuando ponía la mano encima de un atacante, no había que discutirlo, el atacante rodaba por el suelo. Pero su faceta más brillante era la facilidad con que sabía llevar el balón junto a la línea de meta enemiga y abrirse paso con aterradora potencia entre los que intentaban atajarle.
A pesar de la sorprendente demostración, Conor distaba mucho de ser un jugador refinado; poseía defectos que le menoscababan considerablemente. Tanto Derek Crawford como Doxie O'Brien consideraron que lo lógico sería ponerle en el equipo de los juveniles y desear que su proceso de perfeccionamiento fuese mucho más rápido que el de acumulación de edad.
Una llamada para que se presentara en la oficina de sir Frederick nunca dejaba de trastornar el delicado equilibrio gástrico de Derek Crawford. El entrenador se acercaba al edificio como si estuviera al final de un largo tablón que saliera fuera de la borda. En esta ocasión, sin embargo, al entrenador le sorprendió ver que el rostro de sir Frederick no tenía el ceño malhumorado habitual, y más todavía ver a lady Caroline paseando por la oficina.
—Derek —dijo sir Frederick, yendo al caso sin rodeos—, lady Caroline tiene un interés personal por el tal Larkin.
—Sí, señor. —Crawford suspiró de alivio—. Lo imaginé al oír a lord Jeremy. ¿No trabajó en Hubble Manor hace algún tiempo?
—Sí, en efecto —respondió Caroline.
—¿Qué tal marcha? —inquirió sir Frederick.
Crawford se rascó la mandíbula.
—Tiene madera, no cabe duda. Es fuerte como un co…, perdone, milady, fuerte como un toro. Tiene un buen par de manos, bota bien el balón; pero ya sabe usted, nuestro equipo es el Boilermakers, y ese hombre pasa de los treinta años. Sencillamente, no puedo decir qué tal resistirá la paliza del partido semana tras semana. Luego está el detalle de los secretos importantes del juego. Se necesita tiempo y experiencia para aprenderlos.
—Larkin es muy inteligente —adujo Caroline, simplificando en exceso la cuestión—. Se pondrá en forma rápidamente.
—Quizá sí, pero yo no quiero seguir perdiendo partidos sólo para que él aprenda antes.
Sir Frederick tamborileaba sobre la mesa e intercambiaba miradas con su hija.
—Derek, ¿qué te parecería si lo llevásemos como reserva?
Hasta el momento, Weed se había mostrado más bien afable y sin exigencias. Crawford comprendía, no obstante, que la «petición» traía gancho.
—Si yo pudiera someterle a un entrenamiento intensivo…, hacerle forzar el paso…
—¿Qué necesitarías, Derek?
—Pues… —respondió Crawford, inquieto— digamos que se le dieran clases muy especiales. A mi entender, Robin MacLeod es quien más entiende en rugby de todos nosotros. Si sir Frederick no tuviera inconveniente en permitir que MacLeod dejara el trabajo muy temprano y se dedicara a entrenar a Larkin, digamos dos o tres horas diarias, antes de que lo hiciéramos jugar en el equipo…
—Me parece muy bien. Ve y arréglalo así.
Crawford exhaló un suspiro. El estómago se le había puesto furioso.
—Hay otro pequeño problema. Tenemos seis católicos romanos en el equipo. Y nunca hemos tenido siete. Si Larkin entra, sustituirá a Bart Wilson. Como usted sabe, Bart juega bien, y es de los antiguos; el cambio podría ser impopular. Quiero decir que Bart es una figura importante en la Orden de Orange. Eso de que a mitad de temporada se le reemplazase por un católico podría caer mal por Belfast Este.
—Bah, tonterías —refunfuñó Weed. Dio un mordisco a la punta del cigarro, cortando un trozo y haciéndolo rodar luego entre los labios en actitud meditativa—. Llamaré a Bart personalmente y le indicaré que abandone, en bien del equipo. Se le brindará un puesto de capataz, de modo que no sufra disminución en sus ingresos.
—En este caso —dijo Crawford— lo encontrará completamente leal al bien del equipo. Y él personalmente cuidará de acallar todo intento de murmuración. —El entrenador se levantó y salió visiblemente aliviado.
Weed levantó los brazos en un gesto indicador de que había capitulado a los deseos de su hija, la cual le dio un pellizquito en la mejilla y le dijo que era un encanto.
—Ah, de paso —añadió—, Larkin trabajará en la herrería.
—Hummm, sí, eso me imagino; es herrero, o algo así, creo.
—Apenas se le puede llamar herrero, Freddie. Ya viste el trabajo que hizo en la Manor. No creo muy adecuado que un artista del hierro se entretenga herrando caballos. Por pura casualidad, Jeremy dijo algo acerca de que Larkin sentía una preferencia por la fragua contigua al taller de locomotoras.
—Oye, Caroline, aquella gente se toma muy en serio lo de la antigüedad de cada uno en la empresa… No puedo exponerme a disgustar a todo el astillero.
—¿Sabes qué se me había ocurrido? Sería una idea formidable que Larkin hiciera algo que tú pudieras regalar para el nuevo Ayuntamiento. ¿Comprendes? Si hace un trabajo especial no cabe el cuento de la antigüedad ni caben celos mezquinos.
—¡Buen Dios, lo tenías meditado hasta el último detalle! De acuerdo. Es más de lo que quería conceder; pero te complaceré. Ahora viene tu capítulo de concesiones. Jeremy acompañará al equipo en su gira.
—Freddie, yo no he concedido tal cosa.
—Oh, claro que sí. Ya ves, yo me he dejado desplumar sin protesta.
—Freddie, ese muchacho hace lo que quiere de ti. Si ha de entrar en el Trinity necesita unas clases preparatorias especiales. No puede irse a trotar por los Midlands.
—Ah, sí; puede muy bien.
—Christopher tiene un año menos que Jeremy y está a mitad de un curso dificilísimo.
—Quid pro quo, querida Caroline,
quid pro quo
. Yo acabo de echar patas arriba, por ese Larkin, la distribución que había hecho; y tú habrás de cumplir tu parte del convenio.
—Eres un canalla. Roger se pondrá loco de cólera.
El padre soltó una carcajada estentórea.
—De Roger te encargas tú, cariño. Además, tener a ese
paddy
tuyo en el equipo te proporciona un argumento de mucho peso.
—No te comprendo.
—Oye, ¿qué mejor acompañante para Jeremy que ese Larkin? Un día quizá convenga recordar que fueron buenos amigos, etcétera, etcétera.
Caroline fijó los ojos en la sonrisa picaresca de su padre y comprendió que el viejo se saldría con la suya.
—Muy bien —suspiró—, pero deja que se lo comunique a Roger cuando me parezca oportuno.
Matthew MacLeod y una pandilla de compañeros suyos se apretujaban contra la ventana de la cocina. Dentro, su papá y Conor Larkin casi no dejaban espacio libre en la reducida dependencia.
—¡Ese es! —exclamó Matt—. ¡Conor Larkin!
—Oh, fijaos qué alto y fuerte. Con los pies que tiene sería capaz de tardar un rato en caerse aun después de que le hubieran pegado un tiro.
—Papá dice que cuando echa a correr sería capaz de pasar a través de una pared de ladrillos. Ayer, en el entrenamiento, marcó un ensayo, a pesar de tener a tres hombres colgando de diversas partes del cuerpo.
Las dos casas, contiguas, de los MacLeod en Tobergill constituían mojones de cierta categoría. Morgan, el patriarca, fue capataz del muelle seco «Big Mabel» y pilar de la Casa de Orange y la iglesia. Su hijo Robín era uno de los mejores jugadores de rugby de Belfast. Siempre que Robin traía a su casa un compañero de equipo, los vecinos lo consideraban una solemnidad.
Robin MacLeod tomó afecto por Conor Larkin apenas se dieron cabeza contra cabeza en el terreno de juego. En cuanto a Conor, Robin MacLeod le recordaba en muchos aspectos a Mick McGrath. Tenía una complexión por el estilo de la de Mick, sólida, era pronto y combativo y lucía una cabeza poblada de rizos bermejos. En el campo, Robin era el cerebro director y la centella del Boilermakers, y cuando le encargaron de entrenar a Conor, que había pasado a formar parte del equipo, congenió con él desde el primer momento.
A Matt le habían echado a la calle, pero Lucy revoloteaba por allí, entrando y saliendo un número no programado de veces. Y precisamente cuando los dos jugadores se disponían a realizar un estudio en serio, entró el abuelo Morgan.
—Es un placer extraordinario, por cierto —dijo Morgan, sacudiendo la mano de Conor.
Después de unos cumplidos entró Nell, y luego vinieron cierto número de vecinos, todos los cuales deseaban hacer unos comentarios con el nuevo jugador del Boilermakers para después poder dar la noticia y emitir sus impresiones en la taberna. El puesto de delantero centro libre no tenía nada de sectario. Lo que importaba era el equipo. A Conor se le aceptaba como a uno de los ejemplares más sobresalientes de su religión, un hombre con un oficio, como ellos mismos.
—¡Por amor de Cristo, no dejes entrar a esos pelmas y podremos trabajar! —gritó Robin a Lucy después de una nueva interrupción.
—¿Sería mejor que nos fuésemos a mi refugio? —preguntó Conor.
—No, dentro de unos días ya se habrán habituado y nos dejarán en paz.
Robin había trazado un programa a fin de que Conor se enterase a fondo de las jugadas del equipo, de sus adversarios, club por club, de las tretas especiales y de las reglas. Y le impresionó vivamente la penetración intelectual de Conor en lo referente al juego. Esta temporada la única cosa que los Boilermakers lograban inflamar era el estómago de Derek Crawford. Robin estaba decidido a entregar un jugador bastante pulido para que pudiera ingresar en el equipo y participar en la gira por los Midlands.
Antes de una semana todos los vecinos de Tobergill Road en dos tabernas a la redonda habían venido a presentar sus respetos. Todo el mundo, excepto Shelley MacLeod. A Conor le hicieron sentir a sus anchas con toda la familia, pero en cierto modo se le dio a entender que la hermana de Robin tenía algo de ave solitaria, era un poco altiva.
Al saber que su hermano entrenaba a un jugador nuevo, Shelley se mantenía deliberadamente alejada de casa de Robin. Era, real y efectivamente, una muchacha del Shankill y de vez en cuando podían traerla a la sesión de cerveza Guinness de las noches de los sábados, pero se mantenía distanciada durante largos períodos, mostrándose bastante extraña con sus familiares. Los compañeros de Robin, aunque honrados y dignos, le parecían una pandilla sosa y tosca, con mentalidad y deseos de simios. Un jugador más tenía muy poco interés.