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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (77 page)

BOOK: Trinidad
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El New Lodge, un poco apartado, contenía otro enclave católico. Conor pasó por delante de un cuartelillo del
Constabulary
, preparados ya para los combates nocturnos del sábado, lo mismo en los límites que en el interior de las demarcaciones tribales, dobló la esquina y penetró en Shandon Lane, parándose a mitad de una deslustrada hilera de casitas de muñecas hipertrofiadas, con tejas de ladrillo blanco sobre puertas y ventanas. Llamó. Sin saludarle siquiera le hicieron pasar a la habitación donde le esperaba Dan Sweeney, sentado a una mesita cuadrada de madera. Largo Dan levantó la vista; después intensificó la claridad de la lámpara y los dos hombres se pusieron a cambiar impresiones sobre un plano de la ciudad. No parecía que ocurriese nada de particular. En los sectores católicos la gente discurría pausadamente de un bar a otro, de una iglesia a otra. Entre aquella corriente sólo unas pocas preguntas, en voz baja, sobre un antiguo «hermano» o un simpatizante declarado. Conor y sus camaradas eran como diminutas células que flotaran sin rumbo y sin una forma definida, tanteando en busca de puntos donde solidificarse.

Todo continuaba guardado en las mentes de unos cuantos hombres. Mientras la agitación y la presión verbal conseguían las metas apetecidas, o las fallaban, esos dirigentes supremos de la Hermandad andaban sigilosamente en las sombras. Conor había aprendido ya que la paciencia es el elixir de la revolución. Ninguna prosa puede obligar a un hombre con el estómago lleno a salir a las calles y sublevarse, como tampoco ninguna ley puede impedir que un hambriento sí se lance a la calle. Dan Sweeney no tenía prisa. Había dejado de creer hacía ya muchísimo tiempo en milagros inflamados; no le gustaba engañarse a sí mismo. Trazaba sus planes lo mismo que un cirujano.

El Belfast católico acabaría comprometido en una guerra por las calles. Estudiaban minuciosamente la táctica bóer, puesto que el mencionado tipo de lucha requeriría pequeños grupos móviles, aprovechándose del apoyo de la población católica, para retener a gran número de tropas convencionales. Quizá este procedimiento no estuviera al nivel de las normas del cuarto de caoba, pero lo habían ideado para igualar las probabilidades y hostigar, frustrar y desgastar la paciencia de un poder militar tardo y pesado.

¿Cuánto había de tardar? Dos elecciones más, quizá tres, y los conservadores saldrían del gobierno, en Inglaterra. Se hablaría de la autonomía una vez más; pero la gente tenía poca fe en John Redmond y el partido irlandés. Redmond lo intentaría. Y fracasaría. La gente empezaría a ingresar a bandadas en el partido Sinn Fein de Arthur Griffith. Otra cosecha perdida, una depresión más, otro nuevo engaño por parte de los británicos y la gente empezaría a buscar a la Hermandad. Y la Hermandad estaría preparada; sería pequeña, pero estaría bien organizada en unidades concretas y con planes concretos.

Belfast era un problema intrincado. Largo Dan refunfuñaba, quejándose de que esa ciudad estaba siempre a un paso de la demencia. Sabía que Larkin desempeñaba una misión difícil. En todas las demás partes (en Cork, en Dublín, en Galway, en el campo) había una abrumadora mayoría de población católica. La Hermandad siempre encontraba algún simpatizante situado en un puesto clave, y llegado el momento de la acción, la mayoría de la gente los respaldaba. En Belfast todo era protestante y ultrabritánico, y todo estaba bien sujeto: el gobierno, los muelles, el transporte, el
Constabulary
…, todo. Por la fecha del levantamiento, la Hermandad habría preparado unas cuantas unidades combatientes buenas, reclutadas en los purulentos barrios bajos católicos; pero el resto de la población se mantendría leal a la Corona. Y sería un auténtico quebradero de cabeza tratar de hallar alguna persona en un puesto de mando que quisiera colaborar.

Largo Dan dobló el plano y las demás informaciones que Conor había reunido, sin formular elogios ni comentarios.

—Tengo una idea respecto a cómo pasar las armas —dijo Conor.

Dan le alentó con un movimiento de cabeza.

—Me parecería conveniente pedir trabajo en los Talleres Weed.

Largo Dan arrugó el ceño, desconcertado.

—En un conjunto de diez mil obreros empleados en el astillero hay menos de doscientos católicos, de manera que tendrías menos probabilidades de ser admitido que una botella de ginebra en un club de abstemios. Pero aun en el caso de que lo consiguieras, ¿de qué serviría?

—Están los muelles particulares —respondió Conor.

—Sigue.

—No sé si en otros lugares de Irlanda hay mucha vigilancia en los puertos; aquí en Belfast es rigurosa. Tienen un personal de aduanas, protestantes casi del primero al último.

—Así es en todas partes —dijo Sweeney.

—Los Talleres Weed tienen una especie de instalación particular. Hay una corriente constante de material y barcos que van y vienen de Inglaterra casi diariamente. Casi no hay ninguna vigilancia y los pocos veteranos de aduanas no inspeccionan demasiado. He pensado que los astilleros podrían ser una puerta trasera sin vigilancia. No sé qué, dónde, cuándo ni cómo, pero me gustaría introducirme y echar un vistazo.

La única debilidad que tenía Largo Dan era su afición al tabaco. La faz se le contrajo en un gesto de profunda meditación, al mismo tiempo que se rodeaba de una nube de humo. ¡Qué idea! ¡Entrar armas por el baluarte más firme y poderoso que tenían los protestantes en toda Irlanda, los Talleres de Weed Ship & Iron Works! Era una locura; y sin embargo, parecía tan maravillosamente sencillo…

—Nada perderemos intentándolo —dijo—. Claro, supongo que ya has pensado en cómo te las arreglaras para que te den trabajo allá.

—Sí, tenía una idea —respondió Conor.

La expresión irónica de Sweeney se desvaneció.

—¿Cómo?

—Movilizando un par de antiguas amistades.

La mente del viejo rebelde pasaba y repasaba la cuestión.

—Inténtalo —dijo con un gesto afirmativo.

—Sí.

La temporada había sido dura y difícil para el East Belfast Boilermakers, orientada toda ella hacia el desastre. Después de perder sucesivamente ante el Batley, el Rochdale Hornets y el Wigan, el gerente Derek Crawford sobrevivía gracias a un notable consumo de galletas de carbón vegetal, Lavalle's Gout Mixture y una diversidad de específicos para combatir la colitis crónica. Habiendo de jugar todavía más de media docena de partidos en Belfast antes de la gira por los Midlands ingleses, por todas partes se oían gruñidos y murmullos de disgusto, desde Rathweed Hall hasta los hinchas de las tabernas.

Sentado en su oficina, detrás del estadio del Boilermakers, Crawford hacía crujir ruidosamente los nudillos mientras estudiaba las listas de jugadores de todos los clubs de aficionados de los condados vecinos. Pero, al parecer, el mal no tenía remedio.

—Entre —refunfuñó, contestando a unos golpes a la puerta.

Conor entró en la espaciosa madriguera y se acercó a la mesa escritorio.

—Usted no me recordará, probablemente. Hace unos años, en Derry, bebimos un trago juntos. Usted me invitó a una prueba para jugar en su club. Soy Larkin, Conor Larkin.

Crawford le miraba, entornando los ojos, sin llegar a reconocerlo.

—En el Bogside —apuntó Conor.

—¡Jesús! Habrá pasado un siglo, al menos.

—Sí, hace mucho tiempo. He dejado el barco y pensaba venirme a Belfast, de modo que estoy buscando trabajo y equipo.

—¿El Bogside? Vosotros jugabais al fútbol «garlic», ¿no es verdad?

—Es cierto, pero en Australia, hace un par de temporadas, jugué al rugby en la Liga del Norte. Pertenecía a los Melbourne Outbacks.

Crawford estudió las hebras blancas de las sienes y la curtida faz del marinero.

—¿Cuántos años tienes, Larkin?

—Treinta y uno.

Un retortijón en los intestinos contrajo la faz del entrenador, quien luego movió la cabeza negativamente.

—Bueno, nosotros no somos blandengues como los Outbacks. Este año me han derrumbado a tres hombres sin comerlo ni beberlo, y los tres más jóvenes que tú. Es un juego demasiado duro para ancianos.

—Soy bastante duro —aseguró tranquilamente Conor.

A Crawford le gustaba la jactancia en los hombres. Rebuscó por las vaguedades del pasado y recordó algo así como que ese Larkin le había impresionado por su fuerza. Su mirada subió y bajó por el cuerpo del aspirante. En el aspecto de Larkin nada indicaba que se hubiese debilitado. Por otra parte, veinticinco años como entrenador y jugador le habían enseñado que no había nada mejor que un tipo que saltara de un barco e ingresara en un club.

—¿Dónde juegas?

—De delantero centro de apoyo.

«¡Jesús, uno de los puntos más escandalosamente débiles del equipo!», pensó. Bart Wilson lo había ocupado durante nueve años, y entonces, de repente, falló. El equipo no había sabido imponerse en las peleas por falta de fuerza física en la primera línea. Por otra parte, un delantero centro no se te presenta así, salido de un barco.

—¿De veras crees que puedes incorporarte?

Conor levantó los hombros.

—Estoy aquí. En este punto de la temporada no podemos perder nada dejándome probar.

—De acuerdo, Larkin, voy a probarte —dijo el entrenador haciéndose el magnánimo—, pero no te hagas demasiadas ilusiones, ¿eh?

—El juego va acompañado de un puesto de trabajo, ¿no?

—Si vales para el club.

—Soy herrero.

—¡Ah, caramba! —exclamó Crawford—. ¡Doxie!

A la llamada acudió un hombre bajo, con mucha barriga, que parecía desentonar con sus pantalones cortos de rugby. La rubicunda cara de luna lucía una nariz aplastada y otros recuerdos de los servicios prestados al deporte.

—Doxie O'Brien, entrenador de los juveniles y ayudante mío. Te presento a Conor Larkin, paisano tuyo de Londonderry. Quiere que le probemos. Jugó al «garlic» y en la Liga del Norte de Australia…, en los Sidneys Outhouses, o cosa así. Échale una mirada.

Mientras le decía a Conor que esperase fuera, Crawford abrió el cajón de la mesa y desenvolvió una botella de
paddy
.

—No deberías ni probarlo, con lo destrozado que tienes el estómago.

Crawford ignoró la advertencia de Doxie y pasó la botella.

—De veras, sinceramente, me gusta el espíritu de ese hombre —dijo Derek en respuesta a la mirada de extrañeza de Doxie—. Le recuerdo claramente. Fuerte como una chapa de caldera.

—Basura. Tal como va la temporada miras con ojos de deseo a todo descargador del muelle o patinador de buena talla. Una cosa es correr sobre un puñado de micks flacuchos y otra jugar en la Liga del Norte. ¿Qué diablos tenemos aquí, una guardería de niños?

—¿Qué me dices de los Australian Outcasts…?

—¿Y qué requetedemonios saben del deporte allá abajo?

—Lo bastante para que sir Frederick esté pensando en irnos a dar una vuelta por allí; ya ves. Pruébale.

—Por amor de Dios…

—Lárgate, Doxie.

El estadio del Boilermakers, auténtica joya de dieciocho mil plazas y uno de los primeros con armazón de acero, era otra de las golosinas personales de Frederick Weed. Sir Frederick había sido uno de los grandes del rugby en Cambridge, un gallo de pelea de quien se acordarían durante mucho tiempo. Después de Cambridge ganó ocho distinciones en partidos internacionales como miembro del equipo nacional escocés, y después de trasladarse al Ulster, otras dos para el equipo nacional irlandés.

Poco después de inaugurar su astillero, el East Belfast Boilermakers se convirtió en su creación, su
alter ego
, el monumento a sus hazañas pretéritas. Los entrenaba y jugaba en compañía de reparadores de barcos y remachadores hasta que las exigencias de su creciente imperio, y las de su creciente cintura, dictaron que debía retirarse como jugador activo. Pero su interés por el deporte no menguó jamás. Weed organizó un club que era el orgullo del Ulster, azote de Irlanda, y se había conquistado el profundo respeto de los del otro lado del mar. Weed lo proveía de jugadores a los que otorgaba una consideración especial, empleos y preferencias. Esto motivó que él y su equipo tomaran parte en el gran enfrentamiento que la cuestión del profesionalismo desencadenó en el rugby.

El deporte de aficionados era mirado con desdén no sólo por sir Frederick, sino también por los potentados de los industriales Midlands ingleses, donde los jugadores eran mineros y obreros de fábrica y se les regalaba dinero sin recato. Ante la disyuntiva de deshacer sus clubs, lo que hicieron fue repudiar la Rugby Union, de la que procedían, y formar la Northern Rugby League de profesionales. Los Boilermakers se unieron a ella, convirtiéndose en el primer y único equipo profesional irlandés.

Además del salario, una vivienda gratuita en Bangor y el uso de un pabellón de caza en Escocia, el nuevo estadio del Boilermakers encandiló a Derek Crawford, induciéndole a dejar el Brighouse Rangers, del que era copropietario. El estadio estaba al lado del astillero, todo adornado de verde oscuro, el color del Ulster, con un fondo de pequeños muelles, gradas, diques secos y no secos y las cuatro grandes chimeneas de la fundición de acero. Más allá, la extensión azul de la bahía de Belfast, el palco y el pabelloncito particulares que sir Frederick tenía en la terraza eran únicos, lugar de exposición de trofeos, puesto de espectador lujoso como no hubiera otro, con su bar y su comedor.

También únicas eran las instalaciones para uso de los jugadores debajo del estadio, con espacio para cada uno y duchas con jabón y toallas suministradas por el club. Allí había la única sala para jugadores de todo el Reino Unido, con sillones de cuero, una mesa de billar, flechas y un bar con una provisión interminable de Guinness.

No hay que extrañar, pues, que todos los chiquillos de Belfast se viesen ya en el equipo del Boilermakers, porque ello significaba un empleo de los mejores, ser famoso en la localidad, una gira por los Midlands y la oportunidad de ganar un salario doble del normal.

Conor y Doxie O'Brien salían del túnel, y emergían en el campo en el preciso momento que sonaba la sirena del astillero, poniendo en marcha una maciza columna de obreros por King William Channel. Con los cestos de la comida en la mano y la suciedad de la jornada en el rostro, iban acortando el paso y algunos hasta se detenían para mirar unos momentos cómo se entrenaban los héroes.

—No te hagas demasiadas ilusiones —advirtió Doxie, entre dientes.

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