La victoria de Parnell disparó, en la comunidad protestante del Ulster, una inflamada reacción muy acorde con las líneas preanunciadas por Frederick Weed, quien había efectuado acertados preparativos para unificar a los elementos divergentes. El partido de Defensa de la Unión, cuyo núcleo habían formado ya él y unos centenares de componentes de la nobleza campesina en las logias de caballeros, creció como una marea iniciada en los Orange Halls de la provincia.
La Orange Society se ceñía ahora el cinto para representar el papel que tenía señalado. Desde su concepción, durante las guerras campesinas de cien años atrás, había ido cayendo en el descrédito. Una conducta alborotadora por parte de unos hombres alborotados había provocado la repulsa de la nobleza campesina y del gobierno. No obstante, a lo largo de su diversificada historia, el espíritu del orangismo, que exigía la degradación del católico indígena, impregnaba a la comunidad protestante.
Aunque declarada fuera de la ley en algunas ocasiones, la Orange Society continuaba medrando activamente bajo endebles disfraces que la presentaban como una colección de sociedades benéficas y de clubs de bebedores. A medida que iban transcurriendo los decenios de 1800, el odio sectario se convirtió en un elemento permanente y característico de la vida del Ulster, y la Orange Society transformó su mancillada imagen, dejando de constituir una banda de maleantes para convertirse en un baluarte inspirado en la Reforma, contra los papistas. En el seno de la oficialidad británica se formaron cabildos secretos, mientras la expansión legal de la Orden alargaba sus tentáculos hasta Inglaterra, Canadá y Escocia. La sociedad devino respetable gracias a una avalancha de predicadores, anglicanos y aristócratas. Los terratenientes y los industriales, todos ellos antes tan altaneros, veían cómo el antiguo orden se iba destruyendo siendo así que habrían podido apelar a los militares y correr sobre los nativos, haciéndoles catar las herraduras de sus caballos. Se precisaba un nuevo centro de poder, un poder de masas de gente, y la Orden de Orange era la indicada para suministrarlo. De ella nació el brazo político, el partido para la Defensa de la Unión con Inglaterra, el partido unionista, que unía a todos los elementos protestantes bajo una sola bandera.
Después de las elecciones, sir Frederick voló a Londres en busca de apoyo. Sobre la tormenta en ascenso cabalgaba sir Randolph Churchill, quien se dejó convencer para realizar una gira por la provincia, y desembarcó en Larne, con sir Frederick, a comienzos de 1886. El joven Churchill, ultraconservador e imperialista declarado, tenía algo más de treinta y cinco años y aborrecía a Gladstone y todo lo liberal. Todavía le quedaba odio suficiente para dedicarlo a Parnell, el anarquista irlandés, que ahora estaba maniobrando y negociando, en beneficio propio, con los dos partidos británicos.
El brillante, aunque inestable, aristócrata se decía que si lograba derrotar la inminente Ley de Autonomía para Irlanda, el gobierno de Gladstone caería. Con lo cual volvería al poder su partido conservador, y, por añadidura, las aspiraciones de Parnell quedarían enterradas durante lustros.
En última instancia, a Churchill le impulsaba una ambición personal despiadada, implacable. A este fin, calculó astutamente que el único naipe que se podía jugar era el de la Orden de Orange y que había que trasladarse al Ulster y pulsar las cuerdas de la antigua paranoia protestante en una comunidad encabritada, enfurecida por la arrolladora victoria de Parnell. El Ulster protestante le abrió los brazos.
Caroline eligió para su luna de miel la península de Bere, salvajemente agreste y mítica, en el sudoeste de Irlanda, con preferencia a Venecia, España y otros lugares de rigor. Y la encontró más agreste y oculta de lo que había imaginado. Por su parte, Roger reconocía que, a través de Caroline, se le había abierto una puerta que creía cerrada, para él, por toda la vida. Y supo agarrarse inmediatamente a esta experiencia, poniendo al descubierto su carácter íntimo y esforzándose en realizar descubrimientos, a su vez. Había quedado abierto el camino para largos ratos de conversación, de amoroso autoexamen, lo cual preparaba el terreno para otras aventuras conjuntas, más íntimas y atrevidas.
El idilio quedó interrumpido de pronto, temporalmente, por la intempestiva aparición de sir Frederick. Después de enredarse en mal pergeñadas expresiones de pesar, sir Frederick alegó que la situación era tan grave que debían regresar a Londonderry para atar cabos y tapar grietas en el Oeste, mientras él recorrería el Este en compañía de Churchill. Para resarcirles de tan inoportuna injerencia, prometió enviarlos luego a un lugar exótico del norte de África, un lugar donde podrían satisfacer las más eróticas fantasías y del cual ni siquiera Caroline tenía noticia.
La cruzada Churchill resultó mucho más espectacular de lo que podía esperarse. Unas concentraciones monstruo en el Ulster Hall de Belfast y por los condados orientales inflamaron pasiones que ya estaban a punto de estallar. Al mismo tiempo, en Inglaterra crecía la simpatía por la causa en nombre del Ulster. Adictos miembros del partido liberal que se habían mostrado partidarios del gobierno autónomo para Irlanda se sentían trastornados, las sólidas filas que formaban antes vacilaban ahora. La salida de Churchill de Belfast señaló el comienzo de tres días de disturbios contra los barrios católicos de la ciudad.
Internándose tierra adentro en el «Red Hand Express» particular de Weed, lord Randolph encontró una llave mágica en Lugan en forma de un grito de batalla que repitió luego a las enfervorizadas turbas de Portadown, Armagh y Dungannon.
—La autonomía no llegará aquí, entre vosotros, como un ladrón nocturno —les repetía a las embravecidas masas protestantes—. Yo os aseguro que en esta hora, la más negra que hayáis vivido, no os faltarán millares de corazones ingleses y de manos inglesas que unirán su suerte a la vuestra y compartirán vuestro hado. Yo os digo con orgullo, humildad y resolución: ¡EL ULSTER LUCHARÁ Y EL ULSTER ESTARÁ COMO DEBE ESTAR!
A medida que la campaña de Churchill iba alcanzando todo su ímpetu, la consigna de EL ULSTER LUCHARÁ Y EL ULSTER ESTARÁ COMO DEBE ESTAR salía como un trompetazo en todos los periódicos por todos los ámbitos del Reino Unido. Roger se sumó a la comitiva a tiempo para tomar parte en la concentración de Ballymena, que estudió con esmero y frialdad puramente impersonales. El hechizo de Churchill había galvanizado a la sociedad entera, sin distinción de clases, a nobles y plebeyos por igual. Después de la reunión, Roger se encerró con su suegro y Churchill en el castillo de lord Taggart-Royce, barón de Ballymena, donde solicitó que la última aparición ante el público tuviera lugar en las murallas de Derry. Al fin y al cabo, eran el símbolo más sagrado de la Corona protestante de Orange. Luego ¿qué mejor heraldo de un triunfo final? La propuesta parecía sobradamente lógica, y Churchill la aceptó.
—Allá sufrimos ciertos problemas exclusivamente nuestros —continuó Roger, después de haber conseguido la primera petición—. Escasez de población, falta de comunicaciones y una sensación de aislamiento.
—Creo que podríamos llamarlo mentalidad de asediado —interrumpió sir Frederick.
—En efecto —contestó Roger—. Lo que yo desearía es exponer nuestra decisión de conservar el Oeste, pero manifestada de un modo que hiciese temblar la tierra.
Sería muy conveniente convocar una reunión especial en Hubble Manor antes de la concentración general. Podríamos reunir a los dirigentes de los tres condados para organizarlos y calentarlos; algo así.
Churchill se había habituado a pedir consejo a sir Frederick y dirigió una mirada curiosa en dirección a éste. Weed quedó impresionado, una vez más, por la astucia de su yerno. Constituiría toda una solemnidad reunir en Hubble Manor a todos los hombres poderosos o con ascendiente sobre las masas y ver a Roger descendiendo como un águila y arrebatando la dirección política del Ulster occidental. Roger conseguiría de un solo golpe lo que él había alcanzado a fuerza de años en Belfast.
«Muy bien, chaval —pensó Weed—. Me estás jugando una treta, pero te cobraré un precio.»
Mientras daba una larga chupada al cigarro, elaboró la respuesta.
—Aparte del interés de Roger, por sus inversiones, la idea me parece acertada. Decididamente, el Oeste necesita una base de poder y un dirigente único y enérgico del nuevo partido unionista. Dejando aparte toda consideración familiar, Roger y Caroline son, indiscutiblemente, las personas adecuadas para esta misión. —Los ambiciosos se comprenden bien mutuamente. Era de rigor que ahora se amansaran el uno al otro—. Sólo insistiría en una cosa —continuó sir Frederick—. Para garantizar el éxito de las reuniones, me gustaría que el reverendo O. C. MacIvor figurase entre los oradores principales.
Por primera vez desde que se conocían, sir Frederick creyó notar que Roger acusaba el golpe, y halló en ello un placer supremo.
—Se me antojó un sujeto un poco bronco —dijo Churchill—, pero cierto que somete a la turba a una especie de magia; debo reconocerlo en su honor.
—Sí, y las mejores reuniones de propaganda que usted haya visto fueron aquellas en que intervenía él. Bueno, ¿qué opinan, caballeros?
—A mí me parece muy bien —contestó lord Randolph.
—¿Roger?
—Delicioso, sencillamente delicioso —dijo Roger.
La vizcondesa Caroline se lanzó de cabeza a los preparativos, aunque todavía no estaba familiarizada con las condiciones, buenas y malas, de Hubble Manor. Y empezó reuniendo el necesario ejército de cocineros, criados, personal de limpieza, carpinteros, pintores y mozos de establo. La Manor, y particularmente el Long Hall quedaron libres de moho y se les dio toda la luz y alegría que el tiempo disponible permitió. Se repararon tiendas para que sirvieran de albergue y de centro de recepción, y se trajo de Belfast todo un tren de víveres junto con una orquesta, cantores y actores para divertir a los reunidos.
Roger se preparó para el nuevo papel, dejando a un lado la antipatía que le inspiraba desde siempre la Sociedad de Orange. A todos los grandes maestres de los tres condados se les envió invitaciones en forma de veladas convocatorias. Con un golpe maestro, lord Roger hizo que cada sacerdote protestante quedara afiliado automáticamente al nuevo partido unionista, y también a ellos se les aconsejó que asistieran.
Mientras los preparativos continuaban a una velocidad loca, el vizconde y la vizcondesa de Coleraine fueron hasta Cookstown para escoltar personalmente a lord Randolph por el Oeste.
Después del
Dios salve a la reina
y la invocación, el vizconde Hubble pasó, casi tímidamente, de la mesa de la presidencia a la tribuna, enfrentándose con una multitud de casi seiscientas personas. Sobre ellas, en un extremo del
hall
, colgaba de las desnudas viguetas una Union Jack gigante, que tenía por pareja una gigante bandera del Ulster colgando en el otro. Detrás de Roger, un rótulo igualmente gigante cubría toda la anchura del
hall
, con estas palabras: EL ULSTER LUCHARÁ Y EL ULSTER ESTARÁ COMO DEBE ESTAR.
Sir Frederick seguía los preparativos y observaba la llegada del momento de la verdad con una punzada de envidia. Roger y su hija formaban una entidad que por la rapidez y la decisión de sus actuaciones se había colocado en cabeza de todos. La entrada en escena de la vizcondesa había deslumbrado por completo a la torva colección de ulsterianos.
Pero sir Frederick no tenía la más leve idea del golpe de efecto que su yerno escondía en la manga. Lord Roger se había acercado al atril con aire casi tímido y había pronunciado una bienvenida formularia como diciendo: «Es un gran día para vosotros, gente vulgar, porque esta empresa nos reúne a todos.»
Cuando se puso a mencionar la larga historia de saqueos y renacimientos de Hubble Manor, Weed le vio alegando sus derechos a la jefatura fundándose en la permanencia de su linaje. Hasta aquí, muy bien. Pero en seguida vino la primera salida inesperada. Roger declaraba tranquilamente que lord Churchill había tenido la idea de celebrar la reunión final de la gira en el histórico Long Hall. Al dar una importancia exagerada a Hubble Manor, se situaba a sí mismo como centro del universo del Ulster occidental.
Porque si bien se habían juntado por un objetivo común, Roger daba por descontado, sin que cupiera la menor duda, que él y la nobleza campesina eran los padres benévolos, protectores y jefes de las masas protestantes.
—Se me ha pedido que aceptara el honor, y humildemente lo acepto, de asumir la jefatura de los unionistas del Oeste.
Ni Churchill había tenido la idea de celebrar la reunión allí, ni nadie había tenido la de situar al joven Roger en la junta directiva unionista, pero nadie estaba dispuesto a romper la unidad entre los convocados oponiéndose a esta audaz maniobra inspirada por la sed de poder, y todos la dejaron pasar sin comentarios.
No obstante, sir Frederick se preguntaba si Roger y Caroline iban de común acuerdo en esta cuestión y hasta qué punto podrían llegar si se lo proponían de veras.
—Es para mí un gran placer presentarles a ustedes al primero de los oradores que les dirigirán la palabra sobre el tema de la separación económica de Inglaterra. No necesitaría que nadie me lo presentase a mí, porque es mi padre político, y tampoco necesita que se lo presentaran a ustedes, pues ¿quién no ha oído hablar en el Ulster de sir Frederick Murdoch Weed?
Mientras Roger rubricaba el deslumbrante tributo, sir Frederick apago el cigarro y bebió un último sorbito del vaso que contenía ginebra, y no agua, a la vista de varias docenas de ministros de la templanza. Luego dobló la espalda y se dirigió refunfuñando hacia la tribuna, disimulando la irritación que le causaba la treta de Roger, cuya mano estrechó con un apretón que parecía símbolo de la unidad del este y el oeste, de la riqueza, el poder y la estirpe del Ulster. Eran los dos capitanes del barco.
—No nos hagamos la menor ilusión sobre las consecuencias de la autonomía —empezó diciendo sir Frederick—. Significaría un golpe de muerte en toda Irlanda para los descendientes de protestantes, y nada menos. Mis antepasados y yo vinimos al Ulster —dijo, identificándose estrechamente con el estado llano que Roger había desplegado ante él— y de una arcilla despótica hicimos un verdadero Edén. Basta dirigir una mirada a la ignorancia y la miseria de las otras tres provincias irlandesas para ver quién ha hecho algo aquí. Y ahora esa mismísima gente atrasada, inepta, dirigida por Parnell y sus políticos de taberna de chusma, junto con la charanga del Papa, tienen la cara de decir que ellos, que no saben gobernarse a sí mismos, van a gobernar el Ulster.