Conor me puso en pie. Yo vi al individuo caído. Su cara parecía hundida. El hombre gemía y arrojaba sangre por la boca y la nariz. Conor me sostenía, mientras yo probaba de correr, cojeando.
Los otros nos perseguían, gritaban, y las piedras repiqueteaban alrededor de nuestros pies. Conor cayó. Había recibido una pedrada en la espalda. Le levanté, y nos apoyamos el uno contra el otro, mientras la turba se nos venía encima. ¡Oh, Dios mío, papá! ¡Dios mío, mamá! Conor…, vamos a morir… Conor…
¡Y entonces se obró un milagro! De repente, la turba se detuvo y retrocedió; yo vi una lluvia de piedras y pedruscos volando hacia ellos. ¡Ah, Dios sea loado, eran santas piedras católicas, venidas del Bogside, que nos protegían! Sin pérdida de tiempo, entramos en nuestra zona.
Ambos nos sentamos, jadeando y llorando, junto al pozo de la comunidad; luego nos arrastramos hasta el agua para efectuar unas reparaciones y prepararnos una explicación verosímil que ofrecer a nuestros padres. Yo no sabía qué podríamos contarles. Estábamos cubiertos de sangre y teníamos las ropas hechas jirones. Hablamos de huir y luego enviarles una carta…, quizá pudiéramos emigrar a Boston. Debimos pasar una hora sentados allí, hasta que vino un sacerdote, nos tomó de la mano y nos llevó de nuevo a casa de Kevin O'Garvey.
Allí, plantados delante de Tomas, teníamos tanto miedo, casi, como cuando cruzábamos la catedral a la carrera.
—Unos chicos se han enterado de que llevábamos dos peniques cada uno, y entonces se ha reunido toda una cuadrilla…
—Sí, serían diez o doce, al menos.
—Sí, y recios.
—Sí, fornidos de veras.
—Bueno, pues se han puesto a perseguirnos, ¿comprendéis?, con palos.
—Y cuchillos.
—Yo creo que uno hasta tenía un arma.
—¿Estáis seguros de que ha sido así realmente, muchachos? —preguntó Tomas.
Conor bajó la cabeza, la movió negativamente y murmuró algo.
—¿Qué has dicho, Conor? —preguntó su padre.
Conor lo repitió, pero él siguió sin entenderle.
—¿Querrías decirlo de nuevo de modo que te oiga?
—Hemos entrado en la catedral protestante —dijo Conor. Y ambos nos pusimos a llorar ruidosamente.
—Muy bien —dijo Tomas—, buscad un par de ramas de fresno, traedlas y bajaos los pantalones.
Hicimos lo que se nos ordenaba y nos inclinamos con el culo al aire, esperando. Tomas, que ahora parecía dos veces más alto, como ocurría siempre que se ponía furioso, empuñó la vara de fresno y se plantó junto a nosotros. Yo pienso que, por una vez, hasta Conor rezaba.
—¿Estáis arrepentidos? —inquirió Tomas.
—Sí, estoy arrepentido —contesté yo—, nunca estuve más arrepentido… Nunca…, jamás…, nunca…, jamás…
—¿Y tú, Conor Larkin?
—No, papá. A mí sólo me pesa que tengan la iglesia tan llena de maldad.
El suspiro que exhaló aquel hombre se habría oído por la mitad del Bogside. Arrojó el palo, se dejó caer sobre el heno, se cogió la cabeza y combatió las lágrimas con unas carcajadas histéricas.
—Casi nos habíais vuelto locos de miedo. Abrochaos esos necios pantalones y venid acá.
No creo haber hallado nunca nada tan tibio, bueno y suave como el regazo de Tomas Larkin, al sentarme y rodearme él con aquel robusto brazo suyo.
—Sí —suspiraba repetidamente—. Sí, y ahora ya lo sabéis. Aquella chusma de allá arriba bastaría para hacerle volver a uno al seno de la fe católica Romana, de veras que sí.
En la catedral, el reverendo Oliver Cromwell MacIvor echaba espuma ante el ultraje infligido al templo por los dos diablillos papistas. Excitando a la congregación hasta el frenesí, les hizo salir fuera, mientras su retumbante voz de barítono hendía el aire con el Adelante, soldados cristianos. Los fieles le seguían y cantaban con él, llenos de ira. MacIvor los llevó hasta la plaza y celebró un servicio religioso, al aire libre, con una oratoria de fuego infernal que penetraba como las púas de las horcas de los demonios vengadores. La turba se convirtió en muchedumbre y se elevó el grito pidiendo sangre papista… Un enjambre de gente abandonaba la plaza buscando un lugar apropiado donde desahogar el furor; primero zumbaban en círculos, sin objetivo concreto, después el hervor se orientó hacia el Bogside, enconándose, por el camino, hasta un frenesí loco.
Mi padre entró corriendo en el establo de O'Garvey, parloteando excitadamente acerca de que los protestantes habían perdido el juicio. Él y Tomas habían de presentarse en el Comité de Defensa del Bogside, que estaba en estado de alerta con ocasión del día de los Aprendices. Conor y yo teníamos que irnos al centro del Bogside, donde correríamos menos riesgo. Sólo entonces nos dimos cuenta de la excitación creciente del exterior.
—Yo voy con mi padre —dijo Conor.
Fergus O'Neill era el alma más dulce que hubiera adornado nunca a Inishowen. Por primera vez en mi vida, le vi arremeter contra alguien.
—¡Tú te irás a un lugar seguro, con Seamus! —gritó—. Ya hemos sufrido bastantes cochinas estupideces vuestras por un día. ¡En marcha!
Conor no se movió. La respuesta la tenía escrita en la cara; era un mensaje de terquedad pétrea.
—Y no vayas a defenderle, Tomas. No permitiré que ese chico se haga partir la cabeza y yo tenga que explicárselo a Finola.
—Fergus, por amor de Dios…
—¡No, no y no! ¡No me dejaré convencer!
—Tendrás que atarle y llevártelo en vilo —respondió Tomas—. Yo jamás ordenaré a un hijo mío, en un momento como éste, que huya corriendo.
Viendo a los dos firmes contra él, mi padre se arrojó sobre una paca de heno y se llevó las manos a la cabeza.
—Mairead me suplicaba que no nos llevásemos los chicos a Derry. Y yo le he prometido a Finola, sobre la santa Cruz, que no permitiría que ocurriera lo que está sucediendo ahora precisamente. Hombre de Dios, ahí fuera hay una muchedumbre dispuesta a lincharnos.
—La turba no se marchará, Fergus —replicó Tontas—. Si Conor no se enfrenta hoy con ella, mañana también la tendrá aquí.
Mi padre blandía las manos desesperadamente y se las estrujaba.
—Al diablo, dices tú. Quítame esa carga de encima, hombre. Yo asumí la responsabilidad, y piensa que he de vivir con una de aquellas dos mujeres.
—Yo me voy con papá —repitió Conor.
—¡Oh,
Jaysus
! —gimió el mío.
Personalmente, yo no me he distinguido nunca por mi bravura, excepto estando al lado de Conor. A mí no me gustaba la idea de desobedecer a mi padre, ni la de hacer frente a aquella enloquecida turba de protestantes…, pero había llegado el momento…, un momento en que un muchacho ha de portarse como un hombre. ¿Cómo podría seguir viviendo en la casa contigua a la de Conor, si ahora le abandonaba? ¿Verdad que me entiendes? Cerré los ojos, apreté los puños y balbuceé:
—Si tratas de guardarme en un lugar seguro, me escaparé y buscaré a Conor. Sé tirar piedras tan bien como el primero de Ballyutogue. Es la verdad. Pregúntaselo a Conor. Vamos, pregúntaselo.
Kevin O'Garvey asomó la cabeza.
—Conviene que os presentéis al Comité de Defensa. Ahí fuera la situación se pone fea de verdad… Y llevad esos chicos a un lugar seguro.
Hubo un silencio prolongado.
—Santos y mártires —dijo papá con amargura—. Lo único que producimos en este país son santos y mártires. Dios nos ayude, Tomas, si hemos hecho lo que no debíamos.
—Lo sé —respondió Tomas.
—Será mejor que vayamos todos juntos —dijo mi padre—. Nuestro delegado del Comité de Defensa esta en William Street.
Abandonamos, pues, el establo tal como habíamos vivido toda la vida, juntos, codo a codo.
Fuera de las murallas de la ciudad, William Street era una arteria de primer orden entre el Bogside y el centro comercial, abajo, a la orilla del agua. Las experiencias pretéritas habían enseñado al Comité de Defensa que William Street era la vía de acceso indefectible en caso de motín. Nos enviaron, pues, al cruce de las calles William y Rossville, donde se había improvisado una barricada sobre carretas volcadas y montones de trastos inútiles. Conor y yo nos unimos a un grupo de muchachos que reunían piedras sueltas, y después levantamos el empedrado de la calle para proveernos de proyectiles. Entretanto, Tomas y Fergus trabajaban unas manzanas más allá, evacuando ancianos jubilados de varias calles, en su mayoría personas débiles, incapaces de defenderse, domiciliadas en un sector que, tradicionalmente, recibía los primeros golpes de una revuelta.
Bowie Moran, canoso veterano bogsideño de una docena de motines, era él comandante de nuestra barricada y estaba dando órdenes como un general de la Corona. Cuando regresaron nuestros padres, la muralla que habíamos levantado parecía inexpugnable, y las piedras y guijarros que habíamos reunido formaban un respetable montón. Había allí varias docenas de hombres y muchachos, muchos de ellos armados de palos, y todos con la convicción de estar en lugar seguro.
Por un instante hubo un murmullo de alivio, cuando vimos varias carretadas de
constabularys
que se derramaban William Street arriba.
—No alimentéis esperanza alguna —aconsejó Bowie— en cuanto empiece la lucha. Sea donde fuere, esa gente resultará tan inútil como las tetas de un verraco.
¡Del mismo modo me amilané yo! La negra masa de humanidad que habíamos visto horas antes subía, viniendo de la Strand, y llenando la calle de una acera a otra. Tal como Bowie había predicho, los
constabularys
desaparecieron de la vista. El ruido que producía el ulular de aquella gente tenía menos calidad humana todavía que el festejo anterior. La mayoría llevaban mangos de hacha o duelas de barrica con grandes púas en una de las puntas. La turba aquella destrozaba los escaparates, entraba en las tiendas, arrojaba las mercaderías a la calle y luego lo incendiaba todo. Avanzando lentamente, dejaron atrás nuestra barricada, sin que ni ellos ni nosotros abriésemos las hostilidades; después se dirigieron hacia las casas evacuadas y las abrieron a mazazos. A los pocos minutos, el aire hedía a causa de las columnas de negro humo. Algunos chavales nuestros querían salir a luchar fuera de la barricada; pero Bowie les obligó a quedarse. Decía que los
constabularys
no esperaban otra cosa que aprehender a aquellos de los nuestros que se extraviaran.
Al atardecer, todos los comercios católicos de los alrededores de William Street eran un revoltijo, y una manzana entera, de treinta casas, había quedado arrasada hasta el suelo por el incendio. Cuando terminó con las propiedades sin defensores, la turba se volvió hacia la barricada y se dirigió contra nosotros a oleadas, blandiendo proyectiles y chillando.
—¡Mueran los cerdos papistas!
—¡Abajo los pisaterrones!
—¡Mierda para el Papa!
—¡Mueran los traidores!
Por estos momentos, francamente, yo había ensuciado ya los pantalones y deseaba de todo corazón que Fergus hubiese convencido a Tomas antes de alejarnos de allí. Aquello era como…, bueno…, como una especie de sueño…, una oleada tras otra corriendo hacia nosotros y bombardeándonos.
—¡Botellas incendiarias! —gritó Bowie.
Todo lo que había en la barricada que pudiera arder se pobló de llamas; nosotros retrocedíamos tambaleándonos, tosiendo e intentando apagar el fuego a pisotones. ¡Venían a chorro! Un diluvio de piedras cayó contra nosotros. Yo chillaba, inclinado sobre mi padre, que había caído, y trataba de arrastrarle más atrás. El terror total y absoluto me invadió cuando vi a Tomas Larkin tendido de espaldas, terriblemente quieto y con la cabeza manando sangre. Allí arriba, sobre mí, la oleada negra se lanzaba contra nuestra barricada y un fuego cruzado de proyectiles diversos cerraba el paso a la luz del sol. Unos hombres recogieron a Tomas y a mi padre y lo llevaron a lugar seguro. Cuando los orangistas perforaron nuestra barricada, les recibimos con un fuego graneado de guijarros. Por toda la calle se veían manchas de sangre; los hombres corrían con las manos a la cabeza, se arrastraban o permanecían inmóviles en el suelo. Otros se azotaban recíprocamente como maníacos.
Conor estaba al lado de Bowie, luchando como diez, y de mí debo decir que tampoco me desenvolvía nada mal tirando piedras. Les hicimos retroceder y recibimos la oleada siguiente a pie firme; pero ellos volvieron otra vez.
Tomas Larkin, a pesar de estar medio muerto, corrió hacia la primera fila, levantando protestantes por encima de su cabeza y haciéndolos volar por el aire. Estaba furioso como un salvaje y nos contagiaba su locura a todos, y así fue como saltamos por encima de la barricada y los perseguimos calle William abajo, que ahora estaba cubierta de docenas de heridos suyos. Pero se reagruparon y atacaron una vez más, haciéndonos retroceder hasta el punto de partida. Nos salvó una patrulla móvil del Comité de Defensa, compuesta de expertos en el manejo de las hondas y que les infligió un castigo terrible.
Aunque ya no volvieron a asaltar en masa nuestra posición, oíamos el ruido del cristal al romperse, acompañado de gritos y más gritos, hasta que la oscuridad trajo una variedad nueva de terror. La noche seguía su curso con una lentitud inquietante, preñada de horrendas maldiciones y limitadas intentonas de ataques por sorpresa de los orangistas. De las murallas de Derry bajaba interminablemente una lluvia de proyectiles y teas incendiarias, quemando varias filas más de chozas.
Los protestantes lograban, de vez en cuando, penetrar en las otras barricadas, pero la escuadra móvil de honderos los sometía a un castigo terrible.
Las tropas inglesas se pasaron la noche tranquilamente en sus cuarteles de la otra orilla del río. Eran más inútiles todavía que el
Constabulary
. Los soldados no intervinieron hasta el amanecer, cuando se dieron cuenta de que el Comité de Defensa tenía la rodilla en el pecho de los orangistas. Creo que nadie lo esperaba. Cuando las autoridades hicieron el balance de bajas, se vio que los protestantes habían recibido una paliza superior que la de los católicos, y se puso fin a la diversión.