Trinidad (35 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Los ojos de Roger se dulcificaron y abandonaron las reservas por primera vez desde que ella le conocía. Con voz entrecortada y un gesto afirmativo, el joven Hubble contestó:

—Creo que me gustaría.

El pabellón de caza de los Hubble, Knockduff, estaba enclavado en un bello paraje de los montes Urris, en la otra parte de Inishowen, entre los cabos Lenan y Dunree, con una obsesionante panorámica sobre la bahía Swilly.

A pesar de tantas incertidumbres en cuanto a si era el tipo adecuado para amante de Caroline, Roger Hubble era sólo un hombre. En fin de cuentas, no estaba dispuesto a dejarla marchar…, como tampoco ella estaba dispuesta a renunciar a él. Ambos demostraron comprender, profunda aunque calladamente, la esencia de la unión de una pareja, fundiéndose el uno con el otro como dos grandes fuerzas que se respetaban recíprocamente por completo, dispuesto cada uno a someterse al otro en aquellas cosas que el otro era superior. Dispuesto cada uno a idolatrar, magnificar, absorber la fuerza del otro, en lugar de atacarla. Y finalmente, una especie de miedo acabó de cimentar la unión. Ahora que habían llegado hasta este punto cada uno por su parte y habían hecho este descubrimiento juntos, el miedo de perderse, el uno al otro, señaló de una vez y para siempre el fin de los juegos estúpidos entre ellos.

Como regalo de bodas para su suegro, lord Roger fundió sus líneas ferroviarias con las de sir Frederick, creando el primer ferrocarril trans-Ulster, y la vizcondesa Caroline ingresó en la camada de los Hubble para empezar su reinado.

16

Nos acercábamos a la época de la cosecha con paso inseguro. Las elecciones eran como un peso tremendo, amenazador, que pendía sobre nosotros. Los rumores se sucedían, repentinos como rayos de verano, preñados de malos agüeros. Se hablaba de la caída vertical de los precios de la lana, los cereales y el ganado, de un recorte de los beneficios comerciales y de imponer derechos de aduana a Irlanda. También circulaban rumores sobre aumentos de los precios de los arriendos y sobre nuevas evicciones. Mientras el padre Lynch y otros agentes de Dios y la Corona despotricaban incesantemente contra los impíos fenianos, el mayor Hamilton Walby se convertía en un demagogo, al estilo del reverendo O. C. MacIvor. Lo malo del hacendado era que cuanto más se enfadaba más se le embarullaban las palabras, hasta hacerse incomprensibles. La campaña electoral, moderada al principio, había degenerado en un ensayo de fanatismo. «Autonomía», «Kevin O'Garvey» y «Parnell» se habían convertido en las blasfemias más indecentes del idioma.

La época de la cosecha era siempre tiempo de ansiedad, porque establecía el balance del trabajo del año y señalaba el momento en que ya no se podía eludir la respuesta a cómo sobrevivir durante el invierno. Hamilton Walby había logrado sembrar el miedo a las represalias que una victoria del partido irlandés desencadenaría.

El Royal Irish Constabulary irlandés, que contrataba a muchachos campesinos empobrecidos bajo sueldos míseros y había instaurado el soborno y la confidencia como una manera de vivir, se beneficiaba por aquellos días de un Hamilton Walby y un Roger Hubble singularmente generosos. Los demás vivíamos con un nudo corredizo en el cuello, nada flojo precisamente. Continuamente identificaban sediciosos auténticos o imaginarios y procedían a otras detenciones de carácter público.

Estábamos trastornados. Los hombres de la especie de Tomas Larkin y Daddo Friel tenían muchos problemas por conservar la unidad. Al acercarse la fecha de las elecciones, emergió de pronto a la superficie la fea amenaza del «secuestro», una práctica abandonada desde hacía lustros. El secuestro consistía en apoderarse del ganado y las herramientas si se retrasaba en el pago de las rentas o los préstamos. Para que los
constabularys
entraran en acción bastaba con la sola palabra del dueño de la tierra, y a menudo sin proceso legal. Si a uno le quitaban el ganado y los aperos, se veía obligado a aceptar el dinero de un prestamista a unos réditos exorbitantes para poder pagar el rescate y seguir viviendo. Con gran frecuencia el ganado lo trasladaban a lugares designados para guardarlo, a varias millas del domicilio de sus dueños, y mientras duraba el secuestro de los animales no los alimentaban. Lo cual, sumado a las fatigas del regreso, originaba a veces tales pérdidas de peso que el grano que se necesitaba vara hacérselo recuperar se llevaba todas las ganancias que hubiera podido rendir.

Kevin O'Garvey y la Liga Campesina tuvieron que emplear más de dos semanas de forcejeos legales para poner fin a los secuestros; pero por entonces el mensaje que se nos dirigía había llegado sobradamente a su destino, y el mal ya estaba hecho

Luego vino la notificación de que todos los colegios electorales se montarían en las plazas de los pueblos o bien en el centro de zonas con gran densidad de población protestante. Antiguamente, los terratenientes utilizaban papeletas de votación de determinados colores, para controlar las elecciones, y Dios se apiadase del arrendatario que osara rebelarse. Aunque para estas elecciones habían prohibido las papeletas de colores, obligarnos a votar en barrios hostiles venia a resultar casi lo mismo.

Una semana antes de las elecciones, se puso en juego una última intimidación. En todas las comunidades católicas pegaron carteles ofreciendo empleos de una semana de duración en la cantera y como peones en ferrocarriles, carreteras y canales. El quid estaba en que a los únicos que se contrataba era a los que tenían voto, y el período de trabajo los tendría lejos de su pueblo el día de las elecciones. A los nuestros los llevarían en barco a Sligo y a Meat, a pesar de que en los mencionados lugares había cientos de parados que habrían podido ocupar los puestos.

Sumado y mezclado todo, el plan consistía en alejar a más de quinientos votantes del distrito, número suficiente para asegurar la victoria de Hamilton Walby. Sólo un idiota sin remedio habría dejado de ver lo que se escondía tras este soborno; pero nuestra situación económica era tal que pocos pudieron resistirse. Además, nuestra gente calculaba que, de un modo o de otro, Walby robaría las elecciones, después de todo; por consiguiente, muy bien podían aprovechar aquella semana suplementaria de trabajo. Se repetía en pequeña escala lo del 1800, cuando los ingleses sobornaron al Parlamento de Dublín para que se autodisolviera y aceptara la Ley de Unión con Inglaterra. En aquella pretérita fecha lo consiguieron creando nuevos pares irlandeses en la Cámara de los Lores y manipulando escaños en la de los Comunes. Este soborno de ahora no tenía tanto alcance, ni mucho menos, pero lo habían calcado sobre el mismo sucio modelo.

No había más que una manera de combatir la estratagema. Tomas Larkin, Daddo y los demás cabecillas del partido irlandés se reunieron y acabaron por acordar que a todo el que se presentara para los empleos citados se le sometería a un ostracismo total. Pero si Hamilton Walby echaba mano de armas pretéritas para sus tácticas, nosotros esgrimíamos otras más antiguas todavía. El ostracismo era la más terrible que se pudiera emplear contra nuestra gente. El castigo de los renegados haciéndoles objeto del boicot de la comunidad, habida cuenta de nuestro estilo de vivir siempre tan unidos, era una prueba que pocos hombres serían capaces de soportar. Uno corría el peligro de que sus vecinos no volvieran a dirigirle la palabra en toda la vida.

Tal era la atmósfera en la víspera de la primera elección libre que se celebraba en Ballyutogue después de siglos de dominación británica.

Conor, Tomas y yo bajamos a la plaza. Me pareció la caminata más larga de mi vida. Reinaba una tensión abrumadora. Sabíamos que el hacendado y los orangistas no se rendirían caballerescamente, y nos habíamos preparado a todo evento. Los demás hombres de la parte alta del pueblo aguardaban en el cruce de caminos, para ver si Tomas lograba salirse con la suya. El miedo paralizaba a todo el mundo. Nuestra gente no entendía bien el proceso de depositar el voto; se sentía confundida como si se tratara de una carga más, y no quisieran llevarla.

La noche anterior, sin ir más lejos, Tomas confesó que habían querido sobornarle, ofreciéndole tantas tierras como ya tenía, y, además, fértiles y libres de deudas. Imagino que nos lo dijo para que supiéramos que él perdía más que nadie al emitir el voto.

Cuando llegamos nosotros tres, la plaza parecía una concentración de orangistas, aunque sin tambores. El silencio, un silencio feo y penetrante, nos saludó desde unos ojos encendidos, inflamados todos por el odio. El colegio electoral se encontraba arriba, en la cámara del magistrado, aquella misma sala del jurado que había administrado justicia a los labradores irlandeses durante cerca de doscientos años. Nosotros nos quedamos allí de pie hasta que el reloj dio la hora en que debía abrirse el colegio electoral, momento en que empezamos a cruzar la plaza.

Causaba extrañeza ver a Luke Hanna viniendo hacia nosotros. Había sido siempre un hombre razonable, pero era gran maestre, y de los más entrados en años, y volvía con los de su especie. Luke y Tomas se miraron de hito en hito durante toda una eternidad. Luke se sentía desconcertado; evidentemente, no esperaba ver a Tomas por allí. No podía creer que hubiera rechazado el soborno. Él y el hacendado se equivocaron lamentablemente al creer que habían encontrado su precio.

—¿Qué estás pensando, Luke?

—Te convendría reflexionar sobre las desventajas de lo que vas a hacer; y reflexionar en bien de tu pueblo —respondió Luke, atropelladamente.

—Apártate —le pidió Tomas.

Luke Harina sintió pánico, pues sabia que tendría que derribar a Tomas Larkin para que los otros volviesen la espalda como corderos. En un barullo no había ni que pensar, pues eran demasiadas las cosas que convenía tener en secreto y no podían exponerse a que una investigación ulterior las hiciera salir a la luz del día.

—Este año no compraremos lino —dijo Luke—. Y que ninguno de tus muchachos busque trabajo como arriero, y tampoco en los muelles.

Luke se difuminaba bajo la mirada de su antagonista y retrocedió un paso; aunque luego, cuando Tomas pasaba junto a él, lo cogió por el brazo.

—No seas tonto, Tomas. He visto un plan magistral para quitaros una tercera parte de los campos. Si tu gente vota hoy, lo pondrán en práctica; y tú cargarás con la responsabilidad de lo que ocurra, si entras ahí.

Alrededor de la plaza, los orangistas se acercaban lentamente, como una turba dispuesta para un linchamiento. Tomas los miraba casi risueño.

—Ninguna de las royas que han asolado nuestros campos se puede comparar con la roya humana que nos llegó del otro lado del mar de Irlanda. ¿Por qué no declaráis la guerra a vuestra propia ignorancia?

Estas fueron las palabras de Tomas Larkin al entrar en la sala del tribunal del magistrado, firmar en la lista y pedir la papeleta de votación. Conor y yo vimos, con nuestros propios ojos, cómo la metía dentro de la urna. Cuando hubo terminado se plantó fuera, junto al umbral, cruzados los brazos y mirando aquella turba en ebullición, como el hombre más tranquilo y fuerte que haya habitado este mundo.

Entonces vinieron los otros, del cruce de caminos. Mi padre, Fergus, Billy O'Kane y Grady Mulligan. Primero venían de dos en dos y de tres en tres, y luego a docenas, cruzando la plaza y entrando en la sala electoral.

Pasarían días antes de que se supieran los resultados. En Ballyutogue todo marchó bien, pero en otros lugares hubo incidentes. Nosotros nos encerramos en nuestras casitas para hacer frente al invierno. A pesar de la amenaza de que no habría trabajo, al otro lado del charco hubo los mismos puestos que todos los años, y los que se hallaban en el filo mismo de la supervivencia hicieron la fatigosa travesía.

La tempestad de la noche aquella en que llegó la noticia fue normal, un fuerte chaparrón ni mejor ni peor que los muchos que solían caer en noviembre. En la casita de los Larkin se había reunido cosa de una docena de mujeres, mi madre entre ellas, para hacer encaje en tejidos de lino terminados, tarea nocturna, gracias a la cual entraban unos peniques más en la casa. Las mujeres se reunían en buen número para ahorrar velas.

Tomas y Fergus se dedicaron un rato a remendar arneses; luego sacaron el tablero de «glink», fabricado en casa. El «glink» era precisamente el juego en que mi padre podía aventajar a Tomas, y gritaba de contento cada vez que cogía en la trampa un acoso contrario o desbarataba una doble defensa. Conor y yo disponíamos de un libro de estudio: el catecismo, naturalmente, que leíamos por millonésima vez.

Estando así, se oyó fuera un estruendo tan fuerte que dominó limpiamente los ruidos de la tormenta. Fui el primero en llegar a la puerta. Y no faltaba más, era el carruaje de Kevin O'Garvey con la mitad del pueblo detrás lanzando gritos y alaridos como endemoniados. Kevin entró en la habitación principal, chorreando agua y jadeando después de haber corrido furiosamente toda la noche, desde Derry, para darnos la noticia, riendo y llorando al mismo tiempo, ¡de que había triunfado!

Ya pueden figurarse que estalló inmediatamente una histeria general, seguida al poco rato de una orgía de licor. Ustedes no saben de ningún velatorio como el que celebramos aquella noche por el mayor Hamilton Walby, el hacendado de Lettermacduff.

En noviembre del año de gracia de 1885, Kevin O'Garvey fue elegido para el Parlamento británico como uno de los ochenta y seis miembros del partido irlandés que consiguieron escaños. El problema de la libertad de Irlanda, después de siglos de ocupación británica, ya no volvería a quedar enterrado nunca más.

La estrella de Parnell había llegado al cenit. El hombre distante que se expresaba con más rigor escuchando, aquel exterior impasible que lloraba por dentro en presencia de una injusticia, el tímido cuya fuerza moral destacaba clara, poderosamente, el protestante que defendía la causa de los católicos, el terrateniente descendiente de ingleses que acaudillaba a los sin tierra, el genio educado en Cambridge, capaz de reunir y dominar un conglomerado de irlandeses enloquecidos, estaba en su apogeo. En verdad, ciertamente, Charles Stewart era el rey, sin corona, de Irlanda.

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