—Sé perfectamente cómo son —replicó Tomas.
—Malcolm no es mal chico. En su propia casa no es peor que yo.
—Quizá. Quizá todos ellos sean buenos en sus casas. Pero cuando se reúnen en pandilla y llevan esa maldita faja se convierten en una manada de animales.
—Eh, para un poco…
—Una manada de animales, malvados, carniceros.
Eran amigos esos dos; lo habían sido casi siempre. Al fin habían aprendido a vivir en mutua compañía. Ambos se sentían ofendidos. Ahora fue mi padre quien se llevó a Tomas, dejando a Luke Hanna, profundamente lastimado, bajo el árbol de los ahorcados.
Yo caí en un sueño estupendo y recuerdo que entré en Derry como a través de una neblina. Tambores y fogatas rompían el silencio y la oscuridad de la noche. Habíamos cruzado las líneas enemigas en las colinas que rodeaban la ciudad. Todos los clanes escoceses se hallaban concentrados en sus respectivos campamentos, excitándose los humores para la batalla que librarían por la mañana. Y nosotros estábamos en las tierras bajas, donde se habían concentrado nuestros clanes —nuestros
septs
— con picas y arqueros vestidos de pieles. Nuestro rey, sujetando un par de perros lobos por sus correas, llamaba a los cabecillas a concejo para rechazar a los usurpadores.
Si bien la casa de Kevin O'Garvey en Bogside era tan buena como la primera, Teresa O'Garvey plantaba la tradicional tabla de patatas en el patio de la fachada y criaba cerdos y gallinas en la parte de atrás. Este sembrado de patatas, legado del tiempo del hambre, venía a ser una especie de manto de seguridad. Los animales los tenían porque siempre había alguien que le pagaba de este modo los honorarios de abogado de Kevin.
Kevin había construido sobre el establo un segundo piso que sirviera de posada a la corriente continua de peticionarios de la Liga Campesina que llegaban de las zonas rurales. Ahí dormimos nosotros.
La excitación de encontrarnos en Derry nos despertó antes de que cantara el gallo. Nuestros padres y Daddo Friel se habían marchado ya. Nos vestimos apresuradamente, acercamos los rostros a la bomba de agua y luego nos fuimos a la cocina, donde se había reunido una docena, o más, de visitantes a comer gachas y tortas de avena.
Tomas nos dijo que nos divirtiéramos todo el día, porque ellos estarían ocupados; pero nos advirtió severamente que nos mantuviéramos apartados de las ceremonias de los Aprendices. Salimos, pues, de casa de O'Garvey con los bolsillos lastrados por el peso de dos peniques para cada uno y habiendo de decidir si gastábamos aquella suma sin precedentes en una panadería o en la confitería. Mientras caminábamos junto a la muralla, luchando con ese dilema, la música vino a hostigarnos, y el monolito dedicado al reverendo Walker, protestante, que salvó a Derry de caer en poder del rey Jaime durante el asedio, se levantaba como grave recordatorio. Por su manera de levantar los ojos hacia la columna, pude adivinar lo que pasaba por la menta de Conor.
—Ya sé qué piensas —dije—. Nuestros padres nos despellejarán a golpes. Además, es demasiado peligroso subir ahí arriba.
El señuelo era irresistible, para muchachos como Conor Larkin.
—Tú puedes quedarte aquí abajo, si quieres —me dijo—. Te veré luego.
—¡Conor! ¡Espera! Voy contigo.
En realidad no quería ir, pero sentía tanta repugnancia, al menos, a quedarme. Oh, Jesús, san Patricio y santa María, el corazón se me subía a la boca mientras corríamos Bishop Street Without arriba. Yo me santiguaba a cada diez pasos. Conor se paró un momento bajo Bishop's Gate. Esperé que un milagro le hiciera cambiar de idea. No hubo milagro.
—Pórtate como un protestante —me dijo.
—¿Cómo? Fíjate en el color de mi cabello. Llamea. Si me cogen me lo cortarán.
—¡Bah, qué importa que pierdas el cabello, siempre que conserves la cabeza!
Nos internamos en tierra prohibida por Bishop Street Within. Y vimos muchísimas Union Jacks y banderas del Ulster. Poniéndome las manos en los bolsillos con el aire más natural y despreocupado que supe adoptar, quise expresar mi tranquilidad silbando, pero tenía los labios demasiado secos para adelantarlos siquiera en el gesto requerido. Mi valor aumentaba minuto a minuto al ver que no nos cubrirían de alquitrán ni nos emplumarían. Corrimos hacia la cima de la muralla y presenciamos una tormenta de actividad. De súbito, las multitudes se agolparon por toda la longitud de Bishop Street, sobre la plaza y abajo hacia Shipquay Gate que estaba más cerca del río Foyle.
—¡Oh, mira, Conor! —grité, señalando hacia el puente.
—¡Jaysus!
—exclamó él—.
¡Jaysus!
Pronto notamos que estábamos situados en el mejor punto de observación posible de todo Derry y nos quedamos mirando con unos ojos que se nos salían de las órbitas.
Una negra masa de hombres se derramaba por Carlisie Bridge con la banda atacando furiosamente el Adelante, soldados cristianos. Detrás venía una hilera de carruajes dorados ocupados por funcionarios y aristócratas. Pude reconocer a lord Hubble, a su hijo y al mayor Hamilton Walby. Detrás de los carruajes venían legiones de orangistas que desfilaban contoneándose, con sus sombreros negros, sus trajes negros y sus negros paraguas bien plegaditos…, además de sus negras bocas. Aquel océano negro y su negra marea aparecían salpicados por rociadas de lirios anaranjados, símbolo de la Orden de Orange, y «williams» olorosos, en honor del rey Guillermo, que llevaban en las cintas de los sombreros, solapas y fajas, y que revelaban si sus portadores eran «morados» o «negros», «escarlata» o «azules» —es decir, indicaban la jerarquía de sus portadores en el seno de las logias— y los pechos aparecían cubiertos de muchas cintas de colores para alardear de los servicios militares prestados a la reina.
Seguían bandas y bandas y más bandas. Conté setenta. Delante de la bandera de cada logia iba la correspondiente banda de caramillos, tambores, gaitas y acordeones. Aunque no leíamos muy bien, entendíamos los nombres de algunas. Había la
LOGIA DE OLIVER CROMWELL,
la de
DEFENSORES DE DERRY,
la de
HIJOS DEL REY GUILLERMO,
la de
LOS AUTÉNTICOS CHICOS AZULES DE COLERAINE,
la de
LOS FIELES PANADEROS DE BELFAST,
la de
DESCARGADORES LEALES DE LONDONDERRY
(a Derry lo llamaban Londonderry), la de los
HONORABLES MUCHACHOS COMBATIENTES DE ENNISKILLIN,
la de los
MUCHACHOS DEL IMPERIO
y, naturalmente, la de la
TEMPLANZA ABSOLUTA DE BALLYUTOGUE.
Y veíamos otras banderas y pinturas en sus tambores Lambeg, diciendo
: «Fe de nuestros padres.» «Recordad el Boyne.» «En glorioso, bienamado y reverenciado recuerdo del buen rey Billy.»
Ahí, sí, los ojos nos ardían y el cerebro nos estallaba con tanta lectura rara, pero al cabo de una hora habíamos sacado el quid de la cuestión, porque todo aquello se repetía y volvía a repetir hasta el infinito. Al frente de cada logia iba un predicador. A su lado, un hombre con un cojín de terciopelo; sobre el cojín, una Biblia dentro de una urna de cristal; y sobre la urna, una corona. Junto al portador de la Biblia iba otro hombre con una espada desenvainada, reluciente. Yo pensaba todo el rato que nosotros éramos de verdad los cristianos dementes.
El gentío continuaba afluyendo por el puente para bajar por Foyle Street, cerca de la costa y después penetrar en la ciudad amurallada por la puerta de Shipquay y subir colina arriba, cruzar la plaza y pasar por delante de una mesa de revista a la que estaban sentadas, ahora, todas las Señorías. Pasada la plaza se dispersaban y algunos subían los peldaños de la muralla hasta que ésta sostuvo a una compacta muchedumbre. Andaban tan apretados que no podían moverse entre ellos, sino que continuaron marchando en el mismo orden, dejando oír el martilleo acompasado de sus pies, y se alinearon sobre la cima del barrio de chozas, revestidas de planchas de hojalata, del Bogside.
Mientras la mitad de aquellos hombres cantaban una cosa, la otra mitad cantaba otra, en una tremenda mezcla de discordancias. Conor y yo nos acercamos poquito a poco a una fila de unos veinte tambores Lambeg que redoblaban locamente. Las tiras de cuero de las muñecas de los que los tocaban se hundían en la carne, de forma que los parches no tardaron en quedar teñidos del color de la sangre.
El tiempo pasa despacio, muchachos,
Hace ya doscientos años
Que a las murallas de Derry
No se asoman los rebeldes.
Cuando la banda de James
Vino hasta la Puerta del Obispo,
Con la espada y el escudo,
La hicimos retroceder.
Sabíamos que Dios nos iba
A ayudar en las batallas
Y que la sangre enemiga
Muchas noches correría.
De pie ante las murallas,
Decidíamos morir,
O vencer y combatir
Silbando, ululando, chillando y sin dejar un momento de tocar los tambores, se metían las manos en los bolsillos y sacaban monedas de cuarto de penique y medio penique que arrojaban al Bogside. Yo me puse a temblar, de modo que Conor tuvo que cubrirme con sus brazos.
—¡Cerdos papistas!
—¡Abajo Parnell!
—¡No a la autonomía!
—¡Mierda para el Papa!
Con una fuerte andanada,
Dios deshizo la avalancha.
Jacobo quedó derrotado
La bandera por las aguas arrastrada
Con gran gozo fue izada
Sobre el barco saltarín
Que salvó a los Aprendices
De la pena de morir.
Luchad, pues, y no os rindáis.
A nuestras santas batallas,
Es preciso que acudáis.
De Derry con nuestra espada,
Guardaremos las murallas.
Pueden estar seguros que yo tenía protestantes de sobra para todo el día. Me moría de ganas de bajar de la muralla y buscar el refugio de Bogside y de mi padre, pero a Conor Larkin le tenía hipnotizado aquel frenesí creciente y me cogía de la mano y me arrastraba hacia todas partes. ¡Oh, Jesús, yo me sentía el cabello de color rojo! Los orangistas se dividían en grupitos, algunos sobre la muralla, otros por las calles, todos cantando y danzando como locos.
En esto se inició un movimiento hacia la catedral anglicana, adonde se dirigían, escoltados por los policías, los dignatarios de la tribuna desde donde se pasaba revista a la manifestación.
—Mira —decía Conor—, allí está el conde de Foyle y toda la barahúnda de su especie.
—¡Oh, Conor, por favor, por favor, por favor, marchémonos de aquí!
Pero Conor se acercaba más y más a la catedral, como un pedazo de acero a un imán gigante. Y esto no presagiaba nada bueno. La plazuela estaba llena de personajes que se ladeaban los sombreros de copa, y hacían reverencias a las damas, y se estrechaban las manos solemnemente, y luego iban entrando en el templo.
—Vamos a entrar —dijo Conor.
Yo me cogí a la barandilla de hierro y doblé el brazo sobre ella. Conor tiraba de mí.
—Vamos, peque —me decía—, nos escabulliremos hacia la parte de detrás —viendo que realmente quería entrar, yo me sujetaba a la baranda como para salvar el pellejo—. Bah, Seamus, en cuanto nos hayamos metido en el campanario, ellos ni se enterarán y apuesto a que desde allí podremos ver todo el interior de la catedral.
—Conor —suplicaba yo—, tú sabes que entrar ahí es pecado mortal. Sumado a todo lo que hemos hecho hoy, eso nos valdrá diez mil años de purgatorio.
Conor me soltó y se dirigió hacia el campanario él solo. Por razones que ignoro totalmente, me encontré a su lado, y él me sonrió y me dio un codazo en las costillas. Juntos avanzábamos hacia el país de irás y no volverás.
La función se desarrollaba monótonamente en un anglicano soso. Lord Arthur Hubble se sentaba en el presbiterio, en una fila de sillas de diácono, llenas hoy de nobleza rural, grandes maestres de Orange, aristocracia, militares y altas jerarquías de la administración. Arthur tenía un aire plácido que contrastaba con los hervores de su interior. Aquel horrible mes terminaría pronto y podría huir en busca de Clara y lejos de la pesadilla del Ulster.
Lord Arthur miraba a hurtadillas a Roger, sentado en el banco de la familia. Roger se había tragado todo entero al ratoncito de Rankin y se lanzaba a unas aventuras que aterrorizaban al viejo Hubble. Junto a él, Frederick Weed, aquel hombre huraño, dominador, se comportaba igualmente como un gato agradecido.
Arthur se revolvía inquieto en su semitrono. A su vera, el espantoso reverendo O. C. MacIvor respiraba orgásmicamente, aumentando su malestar. Haber traído a ese hombre a la catedral parecía una pura vulgaridad.
O. C. MacIvor captaba la inquietud de lord Hubble. A pesar de su cara lisa y suave y su apariencia engañosamente angélica, practicaba el arte de estremecer a los que le rodeaban. El predicador estudiaba la concurrencia de la catedral como lobo que se prepara para el ataque.
Al bautizarlo le pusieron Enoch; pero él se había cambiado el nombre de la misma manera que lo cambiaba todo en provecho de su propia causa. Hoy había de ser el día que diese un paso de gigante; y a pesar de la trascendencia del momento, o no estaba nervioso, o no lo daba a conocer en nada. Sonriendo brevemente, saludaba a su benefactor, sir Frederick, sentado allá abajo, en la esfera del poder y la riqueza.
Por el momento, él daría tiempo al tiempo y serviría a ese poder y esa riqueza hasta que le conviniera seguir otra conducta. Se terminaron los sermones en tiendas azotadas por el viento, recogiendo peniques, se acabaron las tristes comedias de traer a Belfast falsos «jesuitas arrepentidos», se acabó la pamplina de poner en escena misas negras para aterrorizar al rebaño, se acabaron los trucos de las curaciones por la fe, se acabó secuestrar menores de edad católicos que luego veían la luz gracias a él, se acabó estafar a viudas, se acabaron los falsos diplomas en teología. De hoy en adelante, predicaría en auténticas casas del Señor, y aquellos altos y poderosos cerdos asquerosos de ahí abajo aprenderían a respetarle… no… no a respetarle, a temerle.