Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
—No puedo tener pensamientos tan pecaminosos, nunca podría levantar una arma con intenciones malignas contra alguien a quien amo —contestó Arn, avergonzado, como si de todas maneras acabase de tener ese pensamiento.
—Te ordeno que lo pienses, estamos ocupándonos de teorías y eso no significa nada. Bien, ¿teóricamente cómo me atacarías?
—Creo que no me acercaría a ti de frente —empezó Arn, indeciso, pensando un rato antes de proseguir obedientemente con la cuestión—. Si me acercase a ti de frente, tu fuerza y tu alcance rápidamente serían decisivos a tu favor. Debería esquivarte un buen rato, circular a tu alrededor, esperar y esperar hasta…
—¿Sí? —dijo el hermano Guilbert con una sonrisa—, ¿Hasta que qué?
—Hasta que… tuviese una posibilidad, hasta que te hubieses movido tanto que tu fuerza y tu peso ya no estuviesen a tu favor. Pero nunca haría…
—¡Ahora has pensado por ti mismo! —interrumpió el hermano Guilbert—. Y ahora algo más importante. La idea del padre Henri de no informarte sobre quién eras es fácil de comprender con simple lógica, ¿verdad? Debemos vigilar a toda costa que el niño no se vuelva presuntuoso, debemos salvarlo de toda soberbia, especialmente tratándose de cosas que en nuestro entorno, pero no en donde estuve antes de llegar aquí, se consideran viles. He entrenado a muchos hermanos durante mi vida en Outremer; no hacíamos otra cosa cuando no estábamos en guerra. Pero aun así he visto pocos hombres que tuviesen los dones de Dios que tienes tú en cuanto al manejo de las armas, y tú tienes dos secretos que te hacen muy fuerte y creo que conoces uno de ellos.
—Puedo cambiar de la mano derecha a la izquierda —contestó Arn en voz baja mirando a la mesa delante de él. Era como si se avergonzase sin saber por qué.
—Exactamente —constató el hermano Guilbert—. Y ahora te diré cuál es tu segundo secreto. No eres un hombre especialmente alto como yo. Por eso, más de la mitad de los hombres con los que te podrías encontrar con una espada allí afuera parecerían más grandes y altos que tú. Pero lo único que has practicado en tu vida es precisamente luchar contra alguien más grande, es lo que sabes hacer mejor. Por eso no temas a un hombre que parezca grande, más bien teme a aquel que sea de tu misma altura o más pequeño. Pero otra cosa muy importante. El temor a la soberbia que tanto preocupó al padre Henri realmente existe, aunque tal vez no de la manera que él lo imaginó. He visto morir a muchos hombres precisamente por ser soberbios, porque en medio de una lucha contra un adversario inferior, o tal vez uno que parecía más pequeño, llegaron a admirarse demasiado a sí mismos. Por Dios que he visto morir hombres con una sonrisa de soberbia aún en los labios. Recuerda esto y recuérdalo bien. Porque aunque todos tus compatriotas allí afuera fuesen inferiores a ti en un ejercicio, cosa que creo, cualquiera de ellos te podría herir o matar en el momento en que te afectase la soberbia. Es como si el castigo de Dios cae más rápido sobre aquel que peca con armas en la mano. Porque lo mismo pasa con la ira o la avaricia. Por eso te digo, y no lo olvides nunca, que el arte que has aprendido dentro de estos sagrados muros es un arte bendito. Por consiguiente, si alzas tu espada en pecado estarás muy cerca del castigo de Dios. Por tercera vez, no lo olvides nunca. Amén.
Cuando el hermano Guilbert hubo acabado su explicación se quedaron callados un rato. Arn con la mirada ausente fija en una de las tres llamas flameantes, mientras el hermano Guilbert lo contemplaba a escondidas. Era como si estuviesen esperándose el uno al otro y ninguno se atreviese a decir nada primero, por miedo a que el otro tal vez quisiese hablar de otra cosa.
—¿Quizá te preguntes cuál fue el pecado que me llevó a dejar los templarios para venir a los cistercienses? —preguntó finalmente el hermano Guilbert.
—Sí, por supuesto —contestó Arn—. Sin embargo, no te puedo imaginar como un grave pecador, querido hermano Guilbert. Sencillamente, no encaja.
—Será más bien porque no te puedes imaginar el mundo de ahí afuera, porque ese mundo está lleno de pecados y tentaciones, es un tremedal, es una tierra con muchas trampas cavadas. Mi pecado fue la simonía, el peor pecado en el conjunto de reglas de los templarios. ¿Sabes siquiera lo que es?
—No —contestó Arn, sincero y a la vez asombrado. Había oído hablar de miles de pecados, grandes y pequeños, pero nunca de la simonía.
—Es cobrar por hacer los trabajos del Señor —contestó el hermano Guilbert con un suspiro—. Dentro de nuestra orden administrábamos mucho dinero por aquí y por allá, y a veces era difícil distinguir lo que era pecado y lo que no lo era. Pero no me voy a disculpar, he confesado mi pecado y aún hoy estoy haciendo penitencia por ello. Por tanto, no me fue permitido morir bienaventurado por la causa de Dios con la espada en la mano. Así es. Pero si no hubiese sido porque mi pecado me trajo a este servicio pacífico, nunca me habrías conocido y entonces hubieses sido un hombre totalmente diferente del que eres hoy. También hay que pensar detenidamente en ello, ya que Dios tiene un propósito con todo lo que sucede.
—Prometo no defraudarte, ni decepcionarte, mi amado hermano —dijo Arn rápidamente con emoción.
—Ejem —dijo el hermano Guilbert, inclinándose hacia adelante y mirando con regocijo la cara infantil de Arn y sus ojos desmesuradamente abiertos—. Deberías esperar un poco con tus promesas, porque antes de lo que te imaginas tendrás que hacer algunas. Ahora, sin embargo, nuestra conversación ha terminado y te ordeno pasar la noche entre la misa de medianoche y la misa matutina en nuestra iglesia. Busca a Dios en tu corazón durante esta noche de tormenta, la orden viene del padre Henri. Así que date prisa y duerme un poco, y nos vemos en la misa de medianoche, tal vez.
—Como me mandes, obedeceré —murmuró Arn, levantándose e inclinándose ante su maestro, y luego salió hacia su celda, donde se mentalizó para despertarse para la misa de medianoche y no dormirse. Después se durmió inmediatamente.
El hermano Guilbert se quedó un rato pensativo a la luz de las velas flameantes. Luego las apagó y se dirigió con pasos largos hacia la herrería, en la que dos hermanos novicios habían mantenido el fuego vivo durante su conversación con Arn. No había acabado del todo, ahora iba a usar lo último que le quedaba de los aceites secretos que había conseguido en Outremer y tenía que arreglar algunos detalles de los ornamentos.
Tras la misa de medianoche, Arn se quedó solo en la iglesia de Varnhem y pasó las primeras horas arrodillado ante la tumba de su madre, frente al altar. Para estos ratos largos de oración estaba permitido utilizar unos cojines suaves que se podían ir a buscar a la sacristía.
Estaba aturdido por el hecho de no reconocerse a sí mismo. Era como si fuese dos personas a la vez, y uno, el que conocía y sabía que era, era el hermano novicio Arn de Vitae Schola, más que de Varnhem. Y el otro era Arn Magnusson de Arnäs, que era más como una inscripción que él mismo. En esta noche tormentosa oró porque Dios lo guiase para encontrar lo bueno en estos dos y pidió a san Bernardo que lo llevase por el camino correcto de la vida y que no tropezase con todo el pecado del que parecía estar lleno el mundo ahí afuera, y finalmente oró para evitar ante todo el pecado de la soberbia.
Evitar ante todo la soberbia no era tanto por su propia convicción, como por su conocimiento de que este pecado era el que el padre Henri y el hermano Guilbert habían temido tanto como para ocultarle secretos.
Sus oraciones hicieron cesar el viento y parar el tiempo. O mejor dicho, al hundirse con todos sus sentidos en las oraciones dejaba de existir el tiempo. Por eso amaneció rápidamente y con el amanecer amainó la tormenta.
Ante su sorpresa, entró todo el coro y se colocó detrás del altar, y algunos de los cantores del coro le guiñaron un ojo amablemente y como en secreto. Entonces supuso que habría una misa de despedida del tipo que había cuando algún hermano bastante más importante que él se iba de viaje.
Pero luego oyó por el chirrido de las poleas y las cuerdas que estaban bajando la gran pila bautismal al lado del pórtico de la iglesia, y cuando se giró para mirar por el rabillo del ojo vio cómo preparaban agua para la pila bautismal. Ya no entendía nada en absoluto de lo que estaba pasando.
De repente el coro entonó el más majestuoso de todos los cánticos de alabanzas al Señor, el himno sobre el reino eterno y el poder eterno. Inmediatamente se dio cuenta de que los cantores tomaron su trabajo con la máxima seriedad, y realmente lo hicieron lo mejor que pudieron y fue en algunos pasajes, en los que los acompañaba murmurando y con los ojos cerrados, que sintió como si tuviese frío y luego calor y su pecho se llenó con una luz sagrada y fue alzado por la fuerza oculta del cántico hacia el Señor.
Pero cuando durante un pasaje lento alzó la mirada, descubrió que algunos de los cantores estiraban un poco el cuello mirando hacia la pila bautismal, naturalmente sin perder el tono lo más mínimo, y al girarse vio un espectáculo que era lo más extraño y sorprendente que había visto jamás. Allí abajo estaba el padre Henri bendiciendo una espada sostenida por el hermano Guilbert. Salpicaron la espada con agua bendita como si la bautizasen. ¡Era tremendo, una espada en la casa de Dios!
Cuando hubieron cantado todos los versos del majestuoso himno Te Deum, se acercaron al altar el padre Henri y el hermano Guilbert; el hermano Guilbert llevaba la espada entre sus brazos estirados como si fuese una hostia u otro objeto sagrado. Colocaron la espada con cuidado en medio del altar y el padre Henri entonó el
Pater Noster
y todos lo acompañaron, murmurando la oración. Luego el padre Henri se giró hacia Arn y le indicó que se pusiese muy cerca de la tumba de su madre, y cuando hubo obedecido, el coro empezó a entonar un himno nuevo en francés, el cual Arn jamás había oído antes y el cual los cantores no dominaban tan bien como los demás. Arn estaba tan emocionado por todo lo incomprensible que no llegó a entender las palabras del qanto. En cambio, sus ojos desmesuradamente abiertos engullían todo lo que ocurría ante él.
Luego cogieron la espada del altar y la colocaron exactamente encima de la tumba de su madre, delante de él, con la empuñadura dirigida hacia el altar y la punta hacia Arn. Era una espada increíblemente bella con una hoja que brillaba de un duro acero blanco, de un tipo que Arn jamás había visto. La empuñadura de la espada estaba formada de manera que las doradas varas de parar formaban una cruz y por encima del travesaño de la cruz había grabada una inscripción que no podía ser malinterpretada: in hoc signo vinces, «por este signo vencerás», es decir, únicamente por este signo se puede vencer, comprendió Arn inmediatamente.
La empuñadura de la espada estaba formada exactamente para las manos de Arn; la midió y vio que se acoplaría a su mano como una parte de él mismo. El dorado brillaba como recién hecho; en la fuerte luz del sol, el brillo del oro daría una sensación de más seguridad en las paradas, pues el dorado no tenía nada que ver con riqueza o con presunción.
Entonces el padre Henri y el hermano Guilbert se arrodillaron ante Arn al otro lado de la tumba de su madre y la iglesia quedó en absoluto silencio, como si todo el mundo contuviese la respiración. El padre Henri le susurró al hermano Guilbert que mejor continuara él, ya que era quien mejor lo conocía. El hermano Guilbert sonrió rápida y pálidamente ante la atenuación, también emocionado por este remarcable momento. Luego se giró hacia Arn y lo miró a los ojos.
—Arn, nuestro amado hermano —empezó a decir en francés y no en latín y en una voz alta que retumbaba bajo las bóvedas de la iglesia—, presta ahora el siguiente juramento que te dictaré:
Yo, Arn Magnusson, juro por Jesucristo,
por el Santo Sepulcro y el Templo
que la espada que ahora recibo
nunca será alzada en ira
o para mi propio beneficio.
Esta espada servirá la buena causa de Dios,
la verdad, el honor de mis hermanos y el mío propio.
Con esta fe y por este signo venceré.
Pero si cedo en mi fe,
Dios con razón me abatirá.
Amén.
Arn tuvo que repetir el juramento primero dos veces en francés y luego una tercera vez en latín mientras asía la espada por la hoja con las dos manos. Después el padre Henri cogió la espada, la besó y la levantó mientras rezaba una oración en silencio con los ojos cerrados. Luego se dirigió a Arn con estas palabras:
—No olvides nunca tu juramento a Dios, hijo mío. Esta espada que ahora será tuya mientras vivas es una espada bendita que solamente tú o un templario del Señor puede llevar. Esta espada y otras como ella son las únicas que serán admitidas en la casa de Dios, recuerda también eso. Y lleva tu espada sin faltar al amor a Dios y sin faltar al honor que esta espada conlleva.
Con manos algo temblorosas, el padre Henri le entregó la espada a Arn, que pareció dudar antes de aceptarla finalmente. Era como si tuviese miedo de que la espada le quemara.
Pero cuando por fin la tuvo en sus manos, el coro entonó otro nuevo himno de alabanza que no conocía, lleno de alegría y también en francés.
Arn se marchó ese mismo día. Pero esta partida de Varnhem fue mejor preparada que su primer viaje, que había terminado rápidamente en desgracia. El caballo que ahora montaba era el semental
Chimal
, que ya había hecho su labor para la cría durante un año y no tendría que volver hasta que le tocase de nuevo. Habían vestido a Arn con ropas de telas grises y rojas, como un hombre del mundo inferior; ni siquiera él mismo podía recordar la época cuando de niño había llevado otra ropa diferente de la de un hermano novicio. Y le habían cortado el cabello de manera que ahora le estaba corto pero igualado alrededor de la cabeza y no quedaba rastro de la tonsura.
El hermano Rugiero le había proporcionado un pesado morral que nadie le quitaría tan pronto saliese afuera de los muros; esta vez, no. En el morral también llevaba una buena colección de plantas, que debía mantener húmedas en unos sacos de cuero, y semillas y huesos de frutas.
A su cinto colgaba la poderosa espada en un sencillo portaespadas de cuero, la espada que, sin embargo, era ligera en su mano como si se convirtiese en una parte viva de su cuerpo cuando la blandía y que estaba tan perfectamente equilibrada que él, sin dificultad, podría estar derecho y limpiarse con ella las uñas de los pies sin siquiera asirla con las dos manos.