Authors: Laura Gallego García
Shail lanzó un grito de advertencia y arrojó, casi sin pensarlo, un conjuro de fuego contra la serpiente alada. Le dio en un ala, y el shek chilló, furioso. Se volvió violentamente hacia ellos.
—¡Has descubierto nuestra posición! —dijo Alexander.
Shail no estaba en condiciones de responder. Había quedado agotado tras aquella irreflexiva explosión de magia.
El shek ya se abalanzaba sobre ellos, y los rebeldes se dispersaron. Alexander dio un salto y se internó en el bosque, hacia el lugar donde había caído el dragón de Kestra. Shail sintió que tiraban de él para ocultarlo en alguna parte.
El shek descendió entre los árboles, pero no fue capaz de llegar hasta ellos porque la maleza era demasiado intrincada. Un aire helado recorrió aquella zona del bosque, y permaneció allí incluso después de que la serpiente hubiese remontado el vuelo.
Cuando el peligro inmediato hubo pasado, los rebeldes prosiguieron su camino, unos en pos de los feéricos que defenderían sus fronteras, otros hacia lo más profundo del bosque.
—Deberías irte con ellos, mago —le dijo un silfo—. No estás en condiciones de pelear.
Shail negó con la cabeza, agotado y tiritando de frío.
—No —decidió—. Tengo que ir a buscar a Alexander. Tengo... tengo un mal presentimiento.
Esta vez fue Christian quien tropezó con Jack. Los dos rodaron por la hierba.
—¿Qué...? —empezó Jack, aturdido.
Se incorporó un poco y apretó los dientes para no gritar de dolor. Estaba física y psicológicamente destrozado.
Christian ya se había puesto en pie, pero se tambaleaba un poco. Respiraba pesadamente. Los dos miraron a su alrededor. Se encontraban en una explanada que ambos conocían muy bien, bajo un suave cielo estrellado. Sin lunas.
—Limbhad —murmuraron a la vez.
Cruzaron una mirada. Christian fue el primero en reaccionar.
—¡Victoria! —dijo solamente, y Jack entendió sin necesidad de más palabras.
—¡Tenemos que volver!
—Pero ¿cómo? Ashran ha cerrado la Puerta tras nosotros.
—¡Pues ábrela! ¿A qué esperas?
—Ya te dije que no puedo; ya no tengo poder para abrirla.
—¡Pero va a matar a Victoria! —gritó Jack, hecho un manojo de nervios.
—¡Ya lo sé, no hace falta que me grites! —gritó Christian a su vez—. ¿Crees que no me he dado cuenta? ¡Entiendo las cosas más deprisa que tú!
—¡Deja de hacerte el listo! ¡Planeaste tú el asalto, y mira lo que ha pasado! ¡Tu inteligencia superior nos ha llevado directamente al desastre!
—¡No me grites! —vociferó Christian, perdiendo la calma. ¡Lo de acudir a la Torre sin Victoria fue idea tuya!
—¡Se supone que la habías dormido!
—¡Y lo hice! ¡No tendría que haber despertado hasta el amanecer! ¿Cómo iba a saber que encontraría la manera de seguirnos?
—¡Porque no cerraste bien el Portal, pedazo de inútil! O eso... ¡o nos has traicionado otra vez! —¿Qué...?
—Estás vivo y a salvo, ¿no? ¡Y pensar que Victoria ha dado su vida por ti, gusano traidor!
Christian no siguió discutiendo. Se transformó violentamente en shek y se arrojó sobre él.
La metamorfosis de Jack también fue casi instantánea. A pesar de lo dolorido que se sentía, expandir su alma en el interior del cuerpo de Yandrak le sentó de maravilla. Inspiró hondo s vomitó una llamarada contra el shek, que chilló de ira y trató de esquivarla.
Pronto, las dos criaturas estaban enzarzadas en tina terrible pelea, luchando por matarse el uno al otro, por conjurar así su rabia, su dolor, su impotencia.
Duró apenas unos minutos. De pronto, Jack sintió que el letal abrazo de la serpiente se aflojaba un poco. Se la sacudió de encima, con un rugido de triunfo, creyendo que por fin había matado al shek. Pero entonces vio que él no estaba muerto: sus ojos irisados lo miraban con cansancio.
«No quiero seguir con esto», dijo en su mente.
Jack se desembarazó de él. Respiró hondo varias veces, cerró los ojos y trató de calmarse. Cuando los abrió, Christian volvía a ser otra vez humano. Le dirigió una mirada sombría.
—No quiero seguir con esto —repitió, esta vez en voz alta.
Dio media vuelta y echó a andar hacia la casa. Jack se dio cuenta de que cojeaba pero, aun así, su paso era ligero. Volvió a transformarse él también, y corrió tras él, como pudo. Se sentía como si le hubiera atropellado un autobús.
—¿Adónde vas?
—A intentar contactar con el Alma.
Jack asintió, pero no dijo nada más.
Entraron en la casa, y un aluvión de recuerdos inundó el corazón de Jack. Se esforzó por reprimirlos y parpadeó para contener las lágrimas. Llevaba mucho tiempo soñando con regresar a Limbhad, pero ahora sentía que sin Victoria aquel lugar no era más que una cárcel fría y oscura, una prisión sin paredes, pero una prisión, al fin y al cabo.
Ninguno de los dos dijo una palabra hasta que entraron en la biblioteca. Allí, al fondo, seguía estando la mesa sobre la cual flotaba la esfera en la que se manifestaba el Alma.
Christian se detuvo en seco.
—Habla tú con ella —dijo con brusquedad—. Todavía no estoy seguro de caerle bien.
Por toda respuesta, Jack colocó las palmas de las manos sobre la mesa y llamó en silencio al espíritu de Limbhad. Ella acudió enseguida a su llamada, y Jack percibió que se alegraba de verle de nuevo. Sonrió.
«Alma, queremos ir a Idhún», le dijo.
La respuesta fue negativa.
Los dedos de Jack se crisparon sobre la mesa.
«Christian es un mago —insistió—. No es gran cosa como mago, pero creo que podría llegar a combinar su poder con el tuyo para llevarnos a los dos.»
La respuesta siguió siendo negativa. La Puerta está cerrada, explicó el Alma.
Jack apretó los dientes y golpeó la mesa con los puños.
—¡Victoria está en peligro, maldita sea! —gritó—. ¡Tenemos que volver, no me importa cómo!
Sintió la mano de Christian sobre su hombro. Se desasió con violencia y se volvió bruscamente hacia él. En sus ojos brillaba la ira del dragón, que por fin había sido liberado de las cadenas que Ashran le había impuesto.
También en los ojos del shek se apreció un destello de he lada cólera, pero Christian retrocedió un paso y alzó las manos.
—No quiero pelear contra ti —dijo con frialdad—. Así no ayudaremos a Victoria, y por otra parte... —vaciló.
Jack se tranquilizó un poco.
—... te pidió que cuidaras de mí —completó a media voz.
Christian esbozó una media sonrisa, triste y cansada.
—Fue lo último que me dijo.
—A mí... me dijo que cuidara de ti. —Sacudió la cabeza—. ¡Espera, hablamos de ella como si estuviera muerta! ¡Y no lo está! No lo está, ¿verdad? —preguntó, con una nota de pánico en su voz. Christian negó con la cabeza.
—Todavía no.
Jack respiró hondo. El vínculo que lo unía a Victoria le decía si ella estaba bien o estaba en peligro, era una intuición, un sentimiento. Pero ese vínculo se rompía cuando estaban demasiado lejos, cuando se encontraban en mundos diferentes. Como cuando él había viajado a Umadhun.
En cambio, el poder de Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente, podía superar cualquier barrera espacio-temporal.
Jack se dejó caer sobre una de las sillas y enterró el rostro entre las manos, destrozado.
Había un enorme hexágono dibujado en el suelo, parecido al que servía de Portal entre las torres de hechicería. Pero los símbolos grabados en sus bordes eran diferentes, por lo que estaba claro que su propósito era otro muy distinto.
—Un hexágono de poder —le explicó Ashran al unicornio. Ella alzó hacia él su clara mirada.
—¿Un hexágono? —repitió—. ¿Y dónde está el séptimo punto
—El séptimo punto, querida, es su centro —respondió Ashran con una sonrisa—. El séptimo punto eres tú.
Ella entendió sin necesidad de más palabras. Tembló un momento, de miedo y de angustia, pero enseguida levantó la cabeza y avanzó hasta situarse en el centro.
La habitación estaba a oscuras. Tan sólo había dos fuentes de luz, aparte del brillo sutil del cuerno del unicornio: la suave luminiscencia azulada que emanaba del hexágono y una tenue aura plateada que envolvía el cuerpo de Ashran. Victoria lo miró, reparando en ello por primera vez.
—Es el poder de las lunas —le explicó el Nigromante—. El poder robado a las Damas de la Noche, que hoy nos muestran su rostro en todo su esplendor. Por eso tenías que venir ahora, Lunnaris. Es irónico... eres la criatura más querida y mimada por las diosas y, sin embargo, lo que voy a hacer esta noche contigo no habría sido posible sin el poder arrebatado al Triple Plenilunio.
Victoria bajó delicadamente la cabeza, pero no dijo nada. Dobló las patas delanteras y se echó en el suelo, en el centro del hexágono luminoso.
Ashran la miró un momento.
—Si haces esto por mí —le dijo con suavidad—, ellos dos estarán a salvo. Te lo prometo.
El unicornio cerró los ojos.
—Haz lo que tengas que hacer —dijo, e inclinó la testuz hacia él; su cuerno perlino palpitó un momento en la semioscuridad.
Ashran sonrió.
Las tropas de los sheks no tardaron en cruzar el río, en persecución de los rebeldes. Los szish trataron de mantener el orden en sus filas, pero muchos soldados humanos, enardecidos por la batalla y la victoria, penetraron en el bosque sin control.
El rey Kevanion fue uno de ellos. Amrin lo detuvo cuando ya estaba a punto de internarse en la espesura, con la espada desenvainada.
—¡Espera! No creo que sea buena idea entrar en Awa antes de que los sheks lo hayan destruido.
Kevanion se rió. No fue una risa agradable.
—¡Cobarde! —le espetó—. ¿De qué tienes miedo? ¿Acaso tu hermano mayor todavía te impone respeto?
El semblante de Amrin se ensombreció.
—No, no es él quien me preocupa. Awa es el corazón de Derbhad. Los feéricos no nos dejarán pasar tan fácilmente.
—Hadas que pelean con espadas de madera y armaduras de hojas secas. Estoy temblando de miedo.
—Esas hadas han resistido a los sheks durante quince años. Kevanion. Eso es más de lo que hemos conseguido tú y yo.
—¡Nosotros hemos conseguido mucho más! ¡Estamos en el bando de los vencedores! Escúchame bien, Amrin. Tu hermano ha sido derrotado, huye de nosotros y ahora es vulnerable. Si lo dejamos escapar, puede que no tengamos otra oportunidad. Y cuando acabemos con él, la rebelión habrá terminado. ¿Acaso no quieres que se acabe esta guerra?
Amrin no dijo nada. Kevanion le dirigió una última mirada desdeñosa, reunió a un grupo de soldados en torno a sí y, emitiendo un grito de guerra, se internó en el bosque.
El rey de Vanissar no se movió. Sintió entonces una fría presencia junto a él, y se volvió. Era un hombre-serpiente. Amrin 1o conocía. Se llamaba Usseth y era uno de los generales del ejército de los szish.
—¿Qué ordenan tus amos? —preguntó el rey suavemente.
—Hemosss de dar caza a los rebeldesss, majessstad. Pero no de esssa forma — añadió, señalando el lugar por donde Kevanion se había marchado.
—Lo suponía —asintió Amrin—. Bien, traed uno de los carros para abrir camino entre la maleza. Reunid un grupo de cincuenta personas. No creo que el bosque nos deje entrar en grupos más numerosos —añadió, echando una mirada pensativa a la amenazadora sombra de Awa.
Usseth asintió, y corrió a obedecer la orden.
Momentos después, el rey y el general se adentraban en la maleza, tras uno de los carros acorazados, capitaneando una pequeña tropa compuesta por humanos y szish. Caminaban con precaución, pues ya habían visto lo que las hadas eran capaces de hacer.
Según avanzaban, el bosque se tornaba cada vez más oscuro. Las frondosas ramas de los árboles impedían que pasara la luz de las lunas, y las enredaderas tejían un techo vegetal sobre sus cabezas. Los troncos eran cada vez más gruesos, tanto que algunos de ellos no habrían podido abarcarlos diez hombres con los brazos. Las plantas crecían salvajes e indómitas, v las flores los envolvían con su perfume embriagador.
El carro avanzaba, despejando la maleza. Pero llegó un momento en que los troncos estaban tan juntos que le impidieron continuar. El carro se detuvo, con un chirrido. La compuerta superior se abrió, y del interior emergió uno de los tripulantes, un oficial del gremio de constructores de carros de Thalis.
—No vamos a poder pasar por aquí, majestad —dijo—. Tardaríamos toda la noche en talar uno solo de estos árboles.
Amrin respiró hondo.
—Bien. Volved atrás, pues. Continuaremos nosotros.
Se oyó un murmullo inquieto entre la tropa. El oficial dejó caer la compuerta; enseguida, los raheldanos pedalearon de nuevo en el interior del carro, y éste volvió a ponerse en marcha, con un chirrido. Momentos después, los soldados de a pie se quedaron solos.
—¡En marcha! —dijo Amrin simplemente.
Rodearon los árboles, pasando por el único hueco que había, en fila de a uno.
Cuando estuvieron todos, prosiguieron la marcha, en silencio.
Entonces, una risa burlona y cantarina se oyó en algún lugar del bosque, una risa femenina, juguetona, pero que les puso los pelos y las escamas de punta. Los soldados alzaron sus armas y miraron en torno a sí, desconfiados. Pero no vieron a nadie.
Amrin se volvió hacia el szish que tenía más cerca.
—¿Y bien? ¿Dónde están?
Pero el hombre-serpiente negó con la cabeza. En esta ocasión ni siquiera podían percibir el calor de los cuerpos de sus enemigos.
—¿Qué clase de magia es ésta? —se preguntó Amrin.
Tiritó. La humedad de Awa se colaba por debajo de sus ropas y le helaba los huesos, y la atmósfera era cada vez más inquietante.
Se oyó entonces un siniestro crujido. Todos dieron un respingo y se giraron, sobresaltados. Y descubrieron que los árboles se habían movido un poco, cerrándoles el paso, como una muralla vegetal. Algunos se precipitaron sobre los troncos, golpeándolos con las espadas. El mago que acompañaba al grupo lanzó un conjuro de fuego, pero la madera estaba tan húmeda que no prendió.
—Dejadlo essstar —dijo Usseth—. No conssseguiréisss que nosss permitan sssalir.
—Eso sólo nos deja un camino —hizo notar el rey.
Armándose de valor, la compañía siguió avanzando.
A partir de entonces, Amrin empezó a tener la sensación de que el propio bosque los iba guiando en una dirección determinada, cerrando caminos aquí, abriéndolos allá. Sabía que debía de ser una trampa, pero de todas formas no podía hacer nada al respecto, así que siguieron adelante.