Authors: Laura Gallego García
Se estremeció al pensar en él. Trató de apartarlo de su mente, pero se resistía a abandonar sus recuerdos, especialmente en aquellos días en los que no tenía nada que hacer y sí mucho en qué pensar. Especialmente en aquellas noches, en las que, en la tienda de Hor-Dulkar, le resultaba imposible olvidar los momentos íntimos que había compartido con Kirtash, tiempo atrás, en la Torre de Drackwen.
«Sólo es poco más que un niño —se dijo a sí misma, irritada—. Aunque sea el hijo de Ashran, aunque sea un shek... no es más que un crío, y lo poco que ha heredado de los humanos son sus debilidades y defectos.»
Pero, a pesar de todo, no podía dejar de pensar en él.
Se dio la vuelta, irritada, tratando de dormir. Pensó en aplicarse un hechizo de sueño, pero desechó la idea; si lo hacía, dormiría tan profundamente que sería difícil despertarla, y quería mantenerse alerta, por lo que pudiera pasar.
Fue una suerte que tomara esta decisión, porque cuando llegó Allegra a buscarla estaba completamente despierta.
Fue Rhiz quien le dio la noticia. Entró en la tienda sin avisar, y Gerde se incorporó de un salto, sobresaltada.
—¿Cómo te atreves...?
—Perdón por despertarte, Señora de Kazlunn —dijo Rhiz con calma; pero a la luz de la antorcha que portaba, a Gerde le pareció ver que sus ojos reían, burlones—. Ha venido un hada preguntando por ti. Dice que es urgente.
Gerde frunció el ceño. Pocos feéricos tenían tratos con ella.
Al fin y al cabo, ella era Gerde, la traidora, la renegada.
—¿Un hada? ¿Viene sola?
—Ha dicho que no necesita a nadie más para ajustarte las cuentas —dijo Rhiz; y esta vez no pudo disimular un tono socarrón en su voz.
—¡Aile! —escupió Gerde, irritada.
Se incorporó, molesta; se echó el pelo hacia atrás y tanteó a su alrededor en busca de su ropa.
—Vaya, alguien se atreve a plantarte cara —dijo Hor-Dulkar—. Vuelve a la cama, preciosa; mis guerreros se encargarán de ella.
—Aile no luchará contra ninguno de ellos, bárbaro —murmuró el hada—. Ha venido a buscarme a mí.
Terminó de vestirse y se puso en pie. Respiró hondo. Cierto, podía dejar que los bárbaros se encargaran de Aile. Si era verdad que había venido sola, su magia no le serviría de nada contra trescientos guerreros Shur-Ikaili. Pero había tenido la osadía de decir, probablemente delante de todo el mundo, que ella sola se bastaba para vencer a la Señora de Kazlunn. Si Gerde enviaba a los guerreros de Dulkar a luchar contra Aile, quedaría de manifiesto que ella sí necesitaba a todo un ejército de bárbaros para acabar con su rival.
—Es un desafío —le explicó al Señor de los Nueve Clanes. Entre ella y yo.
El bárbaro entendió. Asintió. Entre los Shur-Ikaili también se hacían así las cosas. Jefe contra jefe, uno contra uno. Solo así se demostraba quién era el más fuerte.
Gerde sintió que Rhiz la miraba ahora con cierto respeto. Las mujeres bárbaras eran feroces guerreras, pero pocas vencían a todos los hombres de su clan, uno tras otro, hasta que nadie más se atrevía a desafiarlas. Rhiz lo había hecho atrás, y por eso era la señora del Clan de Uk. Rhiz sabía lo que era un desafío. Pero, hasta ese mismo momento, había dudado de que Gerde, que hechizaba a los hombres en lugar de luchar contra ellos, tuviera valor para aceptar un desafío y pelear de igual a igual.
Esta vez le tocó al hada dirigirle una sonrisa burlona. Rhiz frunció el ceño, pero la siguió hasta el exterior.
No aguardaron a Hor-Dulkar. En silencio, las dos mujeres recorrieron el campamento. Sintieron sobre ellas las de los guerreros, que salían de sus tiendas para verlas pasar. Se había corrido ya la voz de que la Señora de la Torre de Kazlunn había sido desafiada; su rival era otra hechicera feérica, se decía, que también había sido señora de una torre de hechicería tiempo atrás. Una hechicera mayor y de más experiencia. Por fin, Gerde había encontrado una rival de su talla.
Allegra la esperaba en los límites del campamento. Los guerreros del Clan de Uk, que eran quienes estaban acampados allí, la mantenían estrechamente vigilada, a pesar de que la maga no se movía. Simplemente estaba allí, quieta, esperando.
Gerde se detuvo a unos pasos de ella. No le sorprendió que hubiera llegado hasta allí desde la cercada Nurgon; Allegra era una hechicera poderosa y era capaz de eso, y de mucho más.
—Aile —dijo Gerde por todo saludo.
—Gerde —respondió la maga—. Veo que la vida de las praderas te sienta bien.
Ella frunció el ceño. Desde que vivía con los bárbaros, su ropa estaba siempre arrugada, su pelo revuelto y su rostro marcado por oscuras ojeras. Detestaba aquel lugar, y era obvio que Allegra se había dado cuenta.
—¿Qué es lo que quieres?
—Ya lo sabes. Quiero desafiarte a la manera de los Shur-Ikaili. Pelearemos, a nuestro estilo, y la vencedora se lo llevará todo. La vencedora será la nueva Señora de la Torre de Kazlunn.
—No puedo aceptar tus condiciones. La Torre de Kazlunn no me pertenece a mí, sino a mi señor, Ashran. No importa lo segura que esté de mi victoria, no importa que acabe contigo esta noche; mi señor no vería con buenos ojos que arriesgase la torre en un duelo.
—Veo que el tiempo te va volviendo más prudente —sonrió Allegra—. O tal vez es Ashran quien te ha inculcado algo de sensatez. En cualquier caso, entiendo tus objeciones. De acuerdo; no lucharemos por la Torre de Kazlunn. Lucharemos por la libertad de los hombres Shur-Ikaili.
Se oyeron varios vítores. Todo eran voces femeninas.
—Nosotros ya somos libres, bruja —gruñó Hor-Dulkar, que acababa de llegar—. No te atrevas a insinuar lo contrario.
Las mujeres murmuraron por lo bajo. Gerde se dio cuenta, en aquel mismo momento, de que estaba en desventaja. Porque todos los hombres la apoyarían, sí, pero todas las mujeres estaban con Allegra. Por propia voluntad. Si el hechizo fallaba, perdería el apoyo de los hombres. Pero las mujeres seguirían a favor de Allegra.
No; debían solucionar aquello ellas dos solas.
—Acepto el desafío —dijo, con orgullo—. Tú y yo, Aile. Nadie más debe interponerse.
—Que así sea —asintió Allegra.
Se alejaron un poco más del campamento para no causar daños. La mayoría de los bárbaros las siguieron, intrigados, pero manteniéndose a una prudente distancia. Las dos hadas se colocaron frente a frente. Se miraron.
Gerde percibió que algo cambiaba en torno a Allegra, la brisa comenzaba a moverse, la energía fluía y la recorría por dentro, renovándola. Era su forma de prepararse para el combate. Gerde la imitó.
Permitió que la magia fluyera desde su interior y fuera acumulándose en torno a ella.
La magia que un unicornio le había entregado tanto tiempo atrás.
Apartó aquellos pensamientos de su mente. Frunció el ceño, y se concentró en lo que estaba haciendo.
Allegra sonreía. No lo consideró una buena señal. Molesta alzó las manos, dispuesta a borrar a la hechicera del mapa para siempre. Susurró las palabras de un hechizo, palabras que se deslizaron por su garganta y por su lengua, palabras pronunciadas en idhunaico arcano, el idioma de la magia. Aquellas palabras sonaban como un cántico misterioso y prohibido, y dieron forma a la magia que había en su interior, transformándolo en algo nuevo, diferente. Gerde abrió las palmas de las manos y vio la energía acumulándose en ellas. Sabía lo que tenía que hacer.
Fuego.
Levantó las manos por encima de la cabeza. Las tenía envueltas en llamas; oyó las exclamaciones de sorpresa de algunos de los bárbaros, pero no les prestó atención.
Los feéricos odiaban y temían el fuego casi tanto como los sheks. El fuego destruía los árboles, los bosques, la vida. Para las hadas, ni siquiera el asesinato era un crimen tan grave como quemar un árbol. No había piedad para los incendiarios que caían en manos de feéricos. Los plantaban en el corazón del bosque y los transformaban en árboles, y ya nada podía devolverles su forma original. Nunca más.
Los únicos feéricos que empleaban el fuego eran los magos. Pero incluso ellos lo utilizaban con muchas precauciones, y solo cuando lo consideraban estrictamente necesario.
No obstante Gerde, que había traicionado a los suyos, que se había aliado con Ashran, que había intentado matar a un unicornio, sentía que ya no tenía límites. Si había hecho todo eso, estaba más cerca de servir al Séptimo que a Wina, la diosa de todo lo verde, la madre de los feéricos. Si había hecho todo eso, también podía usar el fuego.
Con un grito salvaje, arrojó aquel fuego contra Allegra, con toda la violencia de que fue capaz. Por un momento vio el brillo de las llamas reflejado en los ojos negros de Allegra, su expresión de terror...
O tal vez lo imaginó. Porque las llamas se deshicieron en torno a la maga, sin causarle el menor daño.
—Qué previsible eres, niña —sonrió Allegra—. Y qué poco conoces a tu oponente.
—Pero... —balbuceó Gerde.
Se calló enseguida, sintiéndose ridícula.
—Protegí a un dragón, Gerde. Lo vi incendiar los árboles de mi casa. Tuve que perdonárselo. Tuve que asimilar la idea de que el fuego podía ser mi aliado. Pero ahora dime... ¿está la magia de tu parte... todavía?
Gerde captó el peligro unas centésimas de segundo antes de que Allegra alzara las manos. Se apresuró a levantar una protección mágica a su alrededor. El ataque de Allegra chocó contra la barrera y se deshizo.
Gerde contraatacó. Echó a correr hacia Allegra, ligera como una centella; sus pies descalzos apenas tocaban el suelo. Allegra alzó sus defensas mágicas en torno a ella... pero, de pronto, la imagen de Gerde se desdobló, una, y otra, y otra vez. Y Allegra vio a ocho Gerdes corriendo hacia ella, rodeándola, ocho pares de ojos negros reluciendo de ira, ocho melenas color aceituna agitándose en el aire, dieciséis manos cargadas de energía mágica dispuesta a buscar el cuerpo de su enemiga.
Allegra cerró el escudo en torno a ella, pero Gerde, la de verdad, la golpeó por detrás. Allegra sintió que se quedaba sin respiración. Su magia la había protegido de una muerte segura, pero el golpe había sido muy fuerte. Se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. Las ocho Gerdes se rieron, con ocho risas burlonas y cantarinas. Allegra trató de levantarse. Alzó entonces la cabeza y vio una espiral de negros nubarrones que se estaba formando justo sobre ella. Gritó, rodó a un lado, evitó que el rayo le cayera encima. Alzó las manos y desplegó su protección antes de que cayera la segunda centella.
El rayo rebotó en el escudo de Allegra, y su magia lo desperdigó en todas direcciones, como si de un abanico se tratase. Allegra oyó chillar a las ocho Gerdes. Las vio tratar de protegerse del rayo reflejado por su magia. Vio desaparecer a siete de ellas. Vio caer de rodillas a la octava, jadeando, ilesa pero agotada.
Allegra también estaba muy cansada. Las dos cruzaron una mirada, de rodillas sobre la hierba, respirando con dificultad.
—Ríndete, Gerde. Regresa a la Torre de Kazlunn ahora que aún puedes.
El hada apretó los dientes.
—Jamás.
Se levantó con la agilidad de un corzo y atacó de nuevo. Y Allegra respondió...
Cuando el primer rayo de sol del primero de los soles ya asomaba por el horizonte, aún seguían peleando. Estaban agotadas, y no parecía que ninguna de las dos fuera claramente superior a la otra. Allegra era más vieja, y los años pasados en la Tierra habían hecho disminuir su poder; pero Gerde debía mantener activo el encantamiento que hacía que los hombres Shur-Ikaili, en especial el Señor de los Nueve Clanes, la contemplaran embelesados, como si en su vida hubieran visto una criatura tan bella.
Fue entonces cuando la magia de Allegra empezó a fallar.
Se dio cuenta de ello cuando uno de sus conjuros actuó con menos fuerza de la que ella había esperado. Titubeó apenas un segundo. Sabía que aquello sucedería tarde o temprano; la magia de los hechiceros no era inagotable, consumía muchas energías y ellas llevaban ya mucho rato utilizando al máximo su poder. Pero Gerde no daba señales de agotamiento, todavía no, y Allegra supo que tendría que resistir un poco más. Deseó que Gerde no se hubiera dado cuenta de lo que le estaba sucediendo.
A partir de aquel momento se mostró más cauta. Se limitó a defenderse y a esquivar los ataques, reservando fuerzas para cuando se le presentara una buena oportunidad de utilizarlas.
Gerde lo notó.
—¡Estás acabada, Aile! —exclamó, triunfante—. ¡Reconoce tu derrota!
Alzó las manos, y dos espirales de energía verde brotaron de sus palmas. Allegra se lanzó a un lado, tratando de esquivarlas. La magia de Gerde golpeó el suelo e hizo germinar de él dos matas de plantas espinosas, que se movieron buscando los tobillos de Allegra. El hada se apresuró a apartarse; conocía bien aquellos brotes, y sabía que eran venenosos. Por el rabillo del ojo vio que Gerde volvía a la carga. Parecía dispuesta a sembrar toda la pradera de arbustos venenosos.
—¡Se pueden sacar cosas mejores de la tierra, Gerde! —le espetó, irritada.
Se volvió hacia ella para lanzar el conjuro que llevaba un rato preparando, un conjuro que transformaría a Gerde en una estatua de piedra. Pronunció las palabras... pero nada sucedió. Allegra se miró las manos, desconcertada.
—¡Te has quedado seca, vieja! —gritó Gerde—. ¡Ahora sí que ya no tienes escapatoria!
Allegra respiró hondo, sin dejarse llevar por el pánico. Se concentró. Sintió que su enemiga se preparaba para lanzar un ataque final. Esperó, con calma.
Gerde llevó a cabo su último hechizo. En esta ocasión, y como burla final, volvió a emplear el fuego, en un conjuro muy similar al que había utilizado en los primeros momentos del duelo. Lanzó todo su poder contra Allegra, que seguía sin moverse, sin reaccionar, con los ojos cerrados.
Los bárbaros dejaron escapar gritos de asombro cuando la magia de Gerde cruzó el espacio que las separaba, como una centella de fuego, en dirección a Allegra...
... y entonces ella abrió los ojos y alzó las manos, y su rostro presentaba una terrible expresión de ira que dejó sin aliento a cuantos la contemplaron. Allegra gritó y puso en juego su propio poder.
El poder de Aile Alhenai, que había sido la Señora de la Torre de Derbhad, emergió de su interior con la violencia de un meteoro; detuvo el ataque de su rival a menos de un metro de su cuerpo, y lo lanzó hacia atrás con tanta fuerza que empujó también a Gerde y la arrojó de espaldas contra los árboles cercanos, que estallaron en llamas.