Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Aquella mañana lucia un sol demasiado esplendoroso para que las siniestras informaciones de Jorge hicieran la menor mella en nuestro ánimo, y al darse cuenta que perdía lastimosamente el tiempo, se levantó, cogió el cigarrillo que acababa de liarme y se marchó silbando alegremente.
Harris y yo dimos fin a los restos del desayuno; luego llevamos el equipaje a la puerta y nos pusimos a esperar pacientemente la aparición de un pesetero. (Nunca hubiese imaginado cuánto abultaba nuestro equipaje; llevábamos el baúl, un maletín de mano, dos cestos de provisiones, un lío de frazadas, cuatro o cinco abrigos y gabardinas, varios paraguas, un melón solitario dentro de una bolsa – por sus dimensiones no pudo ir en los cestos, – dos libras de uva en otra bolsa, una sombrilla japonesa de papel y, finalmente, una sartén de mango demasiado largo que envolvimos en papel gris. Todo esto constituía una especie de pirámide que, sin saber por qué nos abochornaba y preocupaba). Los coches de alquiler brillaron por su ausencia, empero nuestra calle convirtióse en el punto de tránsito de innumerables golfillos que se detenían cautivados por el imprevisto espectáculo. El primero que se acercó a curiosear, fue el dependiente de Biggs, el dueño de la frutería, cuya principal habilidad consiste en tomar a su servicio los chicos más groseros y desvergonzados que la civilización haya sido capaz de producir. Si algún chicuelo inaguantable, más insolente y levantisco que los que ya conocemos, aparece en el barrio, podemos asegurar que se trata de la última adquisición de Biggs.
Según me han dicho, en ocasión del asesinato de la calle Great Coran, todo el vecindario dedujo que el dependiente que tenía Biggs hallábase gravemente complicado en el crimen y si, al presentarse a la mañana siguiente en casa de la víctima a recoger la lista, no hubiese tenido a mano una buena coartada, seguro que las cosas le hubiesen ido bastante mal. No he conocido a este honorable ayudante del frutero contra quien se lanzó la acusación, más por la calaña de sus cofrades no me extraña lo más mínimo la afirmación del barrio.
Pues, como iba diciendo, el chico de Biggs fue el primero en comparecer; de momento parecía llevar mucha prisa; sin embargo, al vernos a Harris y a un servidor, acompañados por Montmorency y nuestro equipaje, se detuvo mirándonos con la boca abierta. Harris y yo le dirigimos una severa mirada; esto quizá podría haber afectado a un alma sensible, mas los chicos de Biggs carecen de toda sensibilidad, y haciéndose el distraído se puso una pajita en la boca, contemplándonos de hito en hito. ¡Evidentemente, quería ver toda la función! Minutos después, el chico de la tienda de ultramarinos pasaba por la otra acera y el dependiente del frutero le gritó:
— ¡Oye..., tú...! Los del entresuelo del 42 levantan anclas...
El otro chico cruzó la calle tomando posiciones frente a su compañero.
Entretanto, el “joven hidalgo” de la zapatería se unía a ellos y el “inspector general de los cubos de basura” del Hotel de las Columnas Blancas se paraba, altivo e independiente, junto al bordillo de la acera.
— Por lo visto no quieren perecer de hambre – dijo el “joven hidalgo”.
— Si fueses a cruzar el Atlántico en un cascarón de nuez – se dignó intervenir el “inspector general,” – también te llevarías alguna cosita.
— No, hombre, no van a cruzar el Atlántico – dijo el mozuelo de Biggs – van en busca del explorador Stanley.
A estas palabras siguió un animado coloquio sobre nuestro traslado; una parte de los espectadores, mozalbetes que padecían de insuficiencia mental, decían que se trataba de una boda y que Harris era la víctima, perdón, el novio; los otros, poseedores de mayor sentido común, opinaban que se trataba de unos funerales, designándome como próximo familiar del muerto.
Al fin pasó un coche – he de advertir que nuestra calle pertenece a esos lugares por donde, cuando no hacen falta, suelen pasar innumerables vehículos, sin que se vea ni uno cuando su utilización se hace necesaria; — amontonamos el equipaje y nuestras preciosas personas – previa expulsión de los entrañables amigos de Montmorency que habíanse jurado amor eterno – y marchamos saludados por los aplausos del público y una zanahoria que, como mascota, nos arrojó el chico de Biggs.
A las once llegamos a la estación de Waterloo y preguntamos de que lugar salía el tren de las 11’15. Naturalmente, eso nadie lo sabía. En la estación de Waterloo es imposible averiguar de que andén ha de partir un tren ni cuál es su destino, ni tampoco saben responder a pregunta alguna. El mozo que llevaba nuestro equipaje aseguraba que salía del andén número 2; otro mozo, con quién discutió el nuestro, había oído decir que la salida era del número 1, y por lo que se refería al jefe de estación, este tenía el firme convencimiento de que el tren saldría del andén central.
Para salir de dudas, fuimos a ver al director de tráfico.
— Según me ha dicho uno de los “chicos” de la estación, su tren ha de salir del andén número 3 – nos informó amablemente.
Nos dirigimos al andén número 3 pero los empleados dijeron que este tren debía de ser el expreso de Southampton o, en todo caso, el convoy reservado para el empalme de Windsor, y que allí no tenía nada que hacer el de Kingston; el porqué no lo sabían, aunque estaban segurísimos de ello.
Nuestro mozo dijo que el tren debía estar en el andén superior. Subimos al primer piso, encontrando un maquinista a quien preguntamos si, por casualidad, iría a Kingston
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— Eso no se lo pudo asegurar... existen grandes probabilidades de que sea así, aunque no es seguro... Si a las 11’15 no estoy en Kingston, es probable que a las 9’32 me encuentre rumbo a Virginia Water, o quizá en el expreso de las diez rumbo a Wight u otras estaciones – repuso amablemente.
Pusimos media corona en sus tiznadas manos, diciéndole suplicantes:
— Nadie se enterará de a donde ha ido... Usted conoce el camino, salga disimuladamente y llévenos a Kingston...
— No se lo puedo asegurar, caballeros – dijo titubeando el maquinista – Ahora que... supongo que “algún” tren tiene que ir a Kingston... Bueno... ya iré yo...Denme otra media corona.
Y así fue como salimos hacia Kingston por el “London and South Western Railway”.
Una vez allí supimos inmediatamente que el tren que habíamos tomado era en realidad el correo de Exeter, que se buscó durante horas y más horas en la estación de Waterloo sin que nadie supiera que había sido de él.
Nuestra barca nos esperaba en Kingston, justo debajo del puente. Nos acercamos al embarcadero y una vez acomodado el equipaje, nos instalamos en lo que había de ser nuestro hogar durante ocho días.
— ¿Listos, señores? – preguntó el marinero
— ¡Listos...! – respondimos.
Harris cogió los remos, yo el timón y Montmorency se acomodó en la proa con aire de infinita tristeza, y empezamos a surcar las plácidas aguas del Támesis, que durante quince días iban a ser nuestra morada.
Kingston. –Notas instructivas sobre la historia antigua de Inglaterra. –Observaciones interesantes sobre el roble tallado y la vida en general. –El triste caso del joven Stiwings. –Divulgaciones sobre la antigüedad. –Me olvido que voy al timón. –Los resultados de un descuido. –El laberinto de Hampton Court. –Harris actúa de guía.
Era una espléndida mañana a fines de primavera, o principios de verano, como se quiera decir, de esa estación en que los tonos delicados de la hierba tienden hacia un verde más oscuro, durante la cual el año semeja a una joven virgen, temblorosa por la emoción de sentir que en sus venas late el despertar de su feminidad. Las pintorescas calles de Kingston que bajan hasta las márgenes del río ofrecían un delicioso aspecto iluminadas por los tibios rayos del sol; en las aguas del río se miraban las grandes barcazas que flotaban indolentemente; el sendero cuajado de frondosos árboles a un lado y con graciosos chalets en el otro; Harris, ataviado con una chaqueta naranja y amarilla, encorvado sobre los remos, y a lo lejos los grises contornos del viejo palacio de los Tudor... Todo esto formaba un hermoso cuadro, lleno de luz, alegre y sereno, con tal vida y, al mismo tiempo, tan apacible, que a pesar de lo temprano que era, poco a poco fui sintiéndome presa de una dulce laxitud hasta que se me entornaron los ojos.
Soñaba en Kingston, o “Kyningestum” como lo llamaban en los días en que allí coronaban a los reyes sajones. Cesar cruzó el río por aquel lugar y las legiones romanas acamparon en aquellas colinas. Cesar, igual que Isabel más tarde, parece haber dejado sus huellas en todas partes, pero él era más decente que la reina Bess; no se le ocurrió convertir en cuartel cualquier taberna. En cambio, a la buena reina Virgen se ve que la llenaban de entusiasmo las modestas posadas, pues a doce millas de Londres existen pocos establecimientos de esta clase donde no se haya detenido, visitado o dormido en alguna ocasión.
Ahora me pregunto: suponiendo que Harris cambiara de vida, convirtiéndose en un gran hombre, llegando a primer ministro y muriese cubierto de gloria, ¿colocarían placas conmemorativas en los bares que hubiera visitado?
“Harris bebió en esta casa una copa de Bitter”.
“Aquí bebió Harris dos “grogs” con aguardiente un día de verano del año 1888”.
“En diciembre de 1886, fue echado de este lugar el señor Harris”.
No, no, serían demasiadas placas. Los lugares que adquirirían celebridad serían aquellos que nunca hubiese frecuentado.
“Único lugar de Londres donde Harris no puso los pies”.
Y la gente se abalanzaría a descubrir el misterio de semejante inhibición.
En cuanto al pobre rey Edwy, que estaba un poquitín “tocado”, debió sentir verdadero horror hacia Kyningestun; el banquete de la fiesta de la coronación le resultó demasiado “pesado” – quizá la cabeza de jabalí rellena de ciruelas confitadas le sentó mal (a mí seguro que me indispone una temporadita); a lo mejor bebió demasiado hidromiel y jerez – Por eso se escabulló del suntuoso festín para pasar unos minutos de paz al claro de luna, acompañado por su bien amada Elgiva. Quién sabe si estuvieron acodados cerca de un ventanal, cogidos de las manos, contemplando los reflejos de la pálida reina de la noche, mientras de los salones llegaban, amortiguados por la distancia, las risas y gritos de los comensales. Pero ¡ay!, su felicidad pronto terminó. El salvaje Odo y Dustan hicieron brutal irrupción en la tranquila cámara y, profiriendo salvajes insultos, sin respetar la presencia de la dulce reinecita, obligaron al pobre monarca a regresar a la sala en medio de las imprecaciones y disputas de los invitados.
Años después, los reyes y reinas sajonas eran enterrados al son de bélicas músicas en Hastings y la grandeza de Kingston se eclipsó por mucho tiempo. Cuando Hampton Court se convirtió en palacio de los Tudores y los Estuardos, aquella señorial grandeza volvió a renacer; las reales embarcaciones oscilaban amarradas a lo largo del río y elegantes hidalgos, con vestiduras recamadas de oro y plata, bajaban gentilmente los escalones del muelle, gritando:
— ¡Ah, de la barca...!
El buen número de antiguas mansiones hablan elocuentemente de la época en que Kingston era ciudad real, habitada por la aristocracia y la corte. La gran avenida que conduce a las rejas del palacio, estaba siempre animada. Por ella transitaban cortesanos ataviados con sedas y terciopelos, de tornasolados matices; de sus cintos y cuellos pendían joyas de incalculable valor adornadas con pedrerías preciosas, que bajo los rayos del sol se irisaban en múltiples facetas; circulaban suntuosos carruajes, tirados por soberbios caballos lujosamente enjaezados desde los cuales sonreían hechiceros y radiantes rostros femeninos cual capullos en flor. Aquellas enormes casonas con sus ventanales ojivales, sus voluminosas chimeneas y sus peculiares tejados, hablan de la época de los miriñaques y las altas polainas, de las capas y espadas y de golas bordadas con perlas y complicados juramentos. Fueron edificadas cuando los hombres sabían construir; sus rojos ladrillos han soportado, inmutables, el paso de los siglos y sus escaleras de roble no crujen indiscretamente si alguien intenta bajarlas silenciosamente.