Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
— No, Harris, de ninguna manera puedo permitirte que te tomes un trabajo que nos corresponde a todos... Tráete el papel y el lápiz... Jorge escribirá lo que le dictemos... – dije con firmeza.
Tuvimos que retirar la primera lista, pues resultaba evidente que la corriente superior del Támesis no permitiría la navegación de una barca lo suficientemente grande para contener todo cuanto anotamos como indispensable. Este imprevisto percance nos tuvo, durante largos segundos, mustios y preocupados.
— ¿Sabéis una cosa? ¡Estamos equivocados! – exclamó Jorge. – No debemos pensar en lo que podríamos llevar sino en lo que necesitaremos...
De vez en cuando, nuestro buen amigo Jorge tiene rachas de inteligencia y sentido común realmente sorprendentes; a esto llamo poseer la perfecta sabiduría, y no precisamente por la excursión que nos ocupa, sino por lo que se refiere al viaje por el río de la vida.
¡Cuánta gente carga su barca, poniéndola en peligro de volcar, con una serie de cosas absurdas que consideran necesarias al placer y comodidad del viaje y que, en realidad, sólo son lastres inútiles! ¡Cómo amontonan, casi hasta cubrir los mástiles, elegantes trajes y grandes cajas, criados inútiles, colecciones de “amigos” – sujetos vestidos y “hablados” a la última moda – que no tienen el menor afecto por su anfitrión, que a su vez les paga con la misma moneda!; con aburridas fiestas, en las que nadie se divierte, con etiquetas y modas con pretensiones y ridícula ostentación y con el temor al que dirán — ¡el más pesado y absurdo de todos los lastres!, — con placeres enervantes y múltiples vaciedades que, semejantes a la corona de hierro llevada por los criminales de la Edad Media, oprimen la doliente cabeza de quien los posee.
¡Todo es lastre, hombrecito, todo es lastre! Échalo por la borda, sin contemplaciones, alegremente. Eso es lo que hace la barca tan dura de maniobrar, lo que puede llegar a hacerte desfallecer bajo la enorme tensión nerviosa de patronearla tan cargada. Eso es lo que convierte tu travesía en algo infinitamente peligroso, que no te permite un momento de despreocupación ni te da tiempo para contemplar las nubes que juegan en el cielo, ni los resplandecientes rayos de sol que irisan los remolinos de los riachuelos, ni como los grandes árboles, que crecen en ambas orillas, se miran en las claras aguas, ni admirar los bosques con sus sinfonías de verdes y dorados, ni los lirios, vestidos de blanco y amarillo, ni los junquillos y las orquídeas salvajes ni los azules nomeolvides. ¡Echa todo eso, por la borda hombrecito! Que tu barca de la vida vaya ligera, cargada sólo con lo necesario: un hogar plácido y sencillos placeres, uno o dos amigos dignos de ese nombre, alguien que te quiera y a quien querer, un gato, un perro y unas pipas, lo suficiente para comer y cubrirte y un poquitín más de lo suficiente para beber — ¡la sed suele ser peligrosa! – De esa manera te será más fácil gobernar tu barca, no tendrás tantos riesgos de volcar y, si así fuera, tampoco tendría gran importancia; la mercancía de calidad no se encoge con la humedad. Tendrás tiempo de soñar y trabajar, de contemplar la luminosa claridad de la vida y escuchar la música eolia que las manos del Creador tañen con las cuerdas de los corazones de los hombres; podrás... ¡Perdón, perdón, me olvidaba...!
Dimos el papel a Jorge, que empezó a escribir en seguida:
— No llevaremos tienda de campaña – afirmó, — sino una barca con toldo. Es mucho más sencillo y cómodo.
Su sugerencia nos pareció muy buena mereciendo nuestra total aprobación; lo que no sé es si alguna vez han visto ustedes una cosa semejante. Se fijan aros de hierro de trecho en trecho en la borda, recubiertos con una lona y bien sujetos con tornillos de metal; de esta manera una barca corriente queda convertida en una especie de casita flotante bastante confortable, aunque los amantes de la ventilación quizá le encuentren algún inconveniente; mas en este mundo “todo tiene sus inconvenientes”, como dijo aquel individuo que a poco de fallecer su suegra le presentaron la cuenta del entierro.
Jorge propuso que nos llevásemos:
Una manta de viaje para cada uno.
Una linterna.
Jabón.
Peine y cepillo, de uso general.
Cepillo de dientes, de uso particular.
Una palangana.
Polvo dentífrico.
Una máquina de afeitar, y
Dos toallas de baño.
(¿Verdad que esto parece un ejercicio de la escuela Berlitz?)
Me he dado cuenta de que cada vez que uno se dispone a pasar unos días en un lugar donde haya agua realiza una serie de preparativos con la idea de lo mucho que va a bañarse; no obstante, una vez allí no se despliega la misma actividad natatoria.
Algo parecido me sucede siempre que voy a un pueblo de mar; cuando estoy en Londres y pienso en el viaje formo propósito de levantarme temprano para zambullirme en las azules aguas del océano; empaqueto cuidadosamente la toalla y el traje de baño (he de confesar que me lo compro de un bonito tono rojo vivo, porque, además de ser uno de mis colores favoritos, es el que va mejor a mi cutis); sin embargo, al llegar al pueblo encuentro que aquellos vehementes deseos de madrugar han disminuido bastante y, en lugar de anhelar saltar de la cama, toda mi obsesión consiste en permanecer en posición horizontal el mayor tiempo posible, por lo menos hasta la hora del desayuno.
He de confesar, avergonzado, que la virtud sólo ha triunfado en una o dos ocasiones en que me hizo levantar a las seis y media; me puse el traje de baño, cogí la toalla y, a medio vestir, salí sombríamente rumbo a la playa; pero, ¡ay de mí!, el premio a mi virtud nunca ha sido muy satisfactorio que digamos. Parece como si cuando me levanto temprano soplase un viento del este particularmente cortante y particularmente reservado para mí, y como si encogieran las piedras de tres cantos, dejándolas en la superficie para que tropezara, y como si afilasen las rocas, cubriendo sus puntas como si no las viese. Además, diríase que el mar se ha trasladado a dos millas de distancia a fin de que tenga que caminar un buen rato, saltando a la pata coja, y tiritando en un palmo de agua helada, frotándome el cuerpo para disminuir el frío. Al fin llego al lugar donde se ha retirado el mar y me encuentro frente a un personaje tan insolente como brutal, una enorme ola me coge haciéndome caer sentado en una roca – colocada a este solo efecto, — y antes de poder prorrumpir en un “ay” tan enérgico como doloroso y comprobar los “perjuicios” sufridos, la ola regresa, llevándome casi a alta mar, me esfuerzo frenéticamente en ganar la orilla, preguntándome si volveré a ver mi hogar y mis amigos; me arrepiento de no haber sido más bueno con mi hermanita cuando chico (quiero decir cuando era niño), y en el instante en que abandonaba toda esperanza, resignándome a lo irremediable, otra ola se retira dejándome sobre la arena igual que un caracol marino. Me pongo de pie, y mirando en torno a mí hago el triste descubrimiento, ¡triste para mi amor propio!, de que estaba nadando frenéticamente para salvar mi vida en cuatro palmos de agua. Vuelvo a regresar a la pata coja, me visto y llego a casa, fatigadísimo y cabizbajo, caminando con la elegancia de un cangrejo, aunque afirmando, naturalmente, que he tomado un baño delicioso.