Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
En consecuencia, decidimos dormir en el campo cuando el tiempo fuese bueno, y en el hotel, fonda o posada, como personas respetables, cuando hiciese mal tiempo o nos sintiésemos inclinados a hacer otro cambio de ambiente.
Montmorency acogió este convenio con muestras de aprobación, pues no gusta de la romántica soledad. Su idea de lo divertido son las cosas ruidosas, y si estas pueden ser de baja estofa, mejor. Al mirarle, uno se imagina que es un ángel enviado a la tierra, por algún motivo oculto de los mortales, con forma de fox-terrier. Existe algo de “¡oh-que-terrible-mundo-y-cómo-me-gustaria-hacerlo-más-noble-y-mejor!” en su expresión que ha llevado lágrimas de ternura a ojos de sentimentales ancianas y sensibles ancianitos. Cuando vino a casa, pensé que no podría conservarlo mucho tiempo, y al verle sentado en la alfombra, mirándome con sus expresivos ojuelos, pensaba: “¡Oh, este perro no vivirá mucho tiempo! El día menos pensado será arrebatado a los cielos...”
Pero cuando hube pagado por media docena de pollos que asesinó alevosamente, y lo saqué, gruñendo y pataleando, de ciento catorce peleas callejeras, y una indignada mujer — ¡que me tildó de criminal! – me trajo un gato muerto para que comprobase la clase de animal doméstico que poseía y fui denunciado por un vecino a causa de “poseer un perro semisalvaje” y me enteré de que el jardinero había ganado treinta chelines apostando por Montmorency en un concurso de “matar ratas contra el reloj”, entonces comencé a sospechar que, quizá, después de todo, le dejarían permanecer una temporadita en este mundo.
Merodear en las cercanías de las cuadras y unirse a una partida de los menos honorables perros que se puedan encontrar en la ciudad, llevándolos en formación de combate por los barrios bajos a pelear contra otros perros tan poco honorables, es la idea que Montmorency tiene de la “vida”, y por eso, tal como dije antes, dio su más entusiasta aprobación a la sugerencia de hoteles y bares. Y habiendo así liquidado los arreglos de dormir a satisfacción de los cuatro, lo único que quedaba discutir era el equipaje; pero apenas empezamos a hablar sobre el particular, Harris manifestó tener suficiente oratoria para una noche y propuso salir a echar una canita al aire; había descubierto un lugar muy cerca donde encontraríamos un whisky digno de ser bebido.
Jorge dijo tener mucha sed (¡no sé cuando Jorge no está sediento!), y como por mi parte sentí el presentimiento de que un poco de coñac caliente con una rodaja de limón, aliviaría mi malestar, se aplazó el debate por común acuerdo hasta la siguiente noche; los asistentes se encasquetaron sus sombreros, abandonando el recinto ordenadamente.
Se ultiman los planes.— El sistema de trabajo de Harris.— Como un jefe de familia cuelga un cuadro.— Jorge hace una observación sensata.— Delicias de bañarse temprano.— Precauciones para casos de peligro.
A la tarde siguiente volvimos a reunirnos para concluir nuestros planes.
— Ahora, lo primero que hemos de hacer es decidir lo que llevaremos – dijo Harris.— Tomad lápiz y papel... Tú, Jerome, escribirás lo que te dicte... Jorge, vete a buscar el catálogo...
Esto pinta a Harris de pies a cabeza, siempre dispuesto a encargarse de todo y presto a dejarlo todo sobre los hombros de los demás. ¡Cómo me recuerda a mi pobre tío Podger! Jamás se ha visto en hogar alguno alguna conmoción semejante a la que sucedía en su casa cuando se disponía a hacer algo. Un día le trajeron un cuadro – de cuyo valor artístico prefiero no hablar – y en lugar de colocarlo en su sitio, como era de esperar, limitaron sé a dejarlo en un rincón del comedor. La tía Podger, mujer eminentemente ordenada, preguntó que debía hacerse, y su marido respondió alegremente:
— No te preocupes, querida, de eso voy a encargarme yo...
Inmediatamente procedió a despojarse de su chaqueta y comenzó sus actividades enviando a la criada a buscar dieciséis peniques de clavitos, al poco rato uno de los niños tuvo que salir corriendo detrás de ella para decirle que medida tenían que ser, y, desde ese instante, la casa se convirtió en un pequeño manicomio.
— ¡Anda, Will, ve a buscarme el martillo! – gritaba el tío Podger.— Tú, Tom, tráeme la regla...! ¡Sí! ; ¡También necesitaré la escalera de mano!... Y ¡una silla de la cocina!... Jim, vete a casa del señor Goggles y dile: “muchos recuerdos de papá, que espera que su pierna esté mejor, y si hace el favor de dejarle la escala métrica...”. Tú, María, no te muevas, alguien ha de aguantarme la luz... Ah, cuando la chica regrese que vaya a comprar un cordel... Tom, ¿dónde está Tom? Tom, ven aquí, dame el cuadro.
Cogió el cuadro, que se le resbaló de las manos, e intentando evitar la rotura del cristal sólo consiguió cortarse; lleno de furor dio vueltas buscando su pañuelo, que no encontraba, pues lo llevaba en el bolsillo de la chaqueta que se quitara para trabajar y cuyo paradero ignoraba. Toda la familia se vio obligada a dedicarse a su búsqueda mientras el tío Podger, rezongando imprecaciones, no paraba de moverse en todas direcciones.
— ¿Es que en esta santa casa nadie sabe donde está mi chaqueta? ¡En mi vida he visto gente igual! ¡Seis personas y no pueden encontrar una cosa que no hace cinco minutos que la llevaba! ¡En nombre de... !
Al fin, cansado de andar, se sentó, levantándose en seguida de un salto:
— ¿Lo veis? ¡He tenido que ser yo quien la encontrara! – exclamó indignado.— ¡Y precisamente en esta silla donde acabo de sentarme...! Cuando hay que buscar algo valdría más pedirlo al gato que a vosotros...!
Y después de perder media hora en vendarle la mano y encontrar otro cristal, y conseguir que las herramientas, la escalera y la silla estuviesen a mano, reanudaba su tarea. Todos, incluyendo a la criada y a la asistenta, estábamos de pie, en semicírculo, dispuestos a ayudarle; dos personas sujetaban la silla, otra le cogía por las piernas, un cuarto ayudante le pasaba los clavos, y el que hacía el número cinco le daba el martillo. El tío Podger cogió el clavo por la punta – con el natural resultado de pincharse – y lo dejó caer.
— ¡Vaya...! – exclamó quejumbrosamente.— ¡Ya se me ha caído!
Nos pusimos de rodillas buscándolo afanosamente, mientras él seguía en la silla, gruñendo si es que pensábamos hacerle pasar toda la noche en semejante posición; finalmente apreció el clavo, mas en ese instante el martillo desapareció misteriosamente.
— ¿Dónde está el martillo?...¿Qué he hecho con el martillo?... ¡Santo cielo!...¡Seis personas dando vueltas, con la boca abierta, y no saben lo que he hecho con el martillo! – decía indignado.
Encontramos el martillo y la situación pareció recobrar su anterior normalidad; empero entonces no distinguió la marca hecha en la pared, y tuvimos que subirnos a la silla, junto a él, a ver si la veíamos. Cada uno la descubría en un lugar diferente; nos llamó tontos, uno por uno, ordenándonos bajar; cogió la regla volvió a medir, lo que le dio como resultado que el lugar en cuestión debía ser a treinta y una y tres octavos de pulgada del rincón, e intentó hacer un cálculo mental. A nuestra vez probamos de calcular la distancia, más se obtuvieron tantos resultados como personas se encontraban en la habitación, lo que dio motivo para zaherirnos mutuamente. En la discusión que siguió, se olvidó el primer número y el tío Podger tuvo que medir de nuevo, utilizando en esta ocasión un trozo de cordel; y en el instante crítico, cuando el honorable anciano se balanceaba en la silla a un ángulo de cuarenta y cinco grados, queriendo llegar tres pulgadas más allá de lo posible, resbaló y cayó sobre el piano, lográndose un efecto maravillosamente musical, dada la exactitud con que todos los miembros de su cuerpo acariciaron el teclado. La tía María, avergonzada del vocabulario que su esposo reservó para semejante ocasión, protestó, añadiendo que espectáculos de esta clase eran contraproducentes para la pedagogía infantil.
Finalmente, el tío Podger, logró encontrar la famosa marca, apoyó encima un dedo de su mano izquierda, y asiendo el martillo con la derecha dio un golpe con toda sus fuerzas era de esperar, el clavo no se hundió en la pared; en cambio, oyóse un grito de dolor y el ruido del martillo al caer sobre los pies de alguien.
— Querido Podger – dijo tía María suavemente,— la próxima vez que tengas que colgar un cuadro, sería mejor que me lo avisases con tiempo... Así lo tendré todo a punto para irme con los niños a casa de mamá mientras tú terminas de decorar nuestra casa...
— ¡Oh, vosotras, mujeres... lo complicáis todo! – repuso el tío Podger animándose — ¡Si yo disfruto haciendo cositas de estas!
Volvió a probar suerte; al segundo golpe el clavo hundióse en el yeso arrastrando medio martillo, y tío Podger se precipitó contra la pared como si tuviese interés en aplastarse la nariz. Tuvimos que volver a buscar la regla y el cordel que, naturalmente, habían vuelto a extraviarse; se hizo un nuevo agujero y a eso de media noche el cuadro estaba colgado, aunque un poco torcido, mientras el aspecto de la pared era el de haber sufrido las constantes caricias de un gigantesco rastrillo, y todos nosotros, menos el tío Podger, teníamos el mismo aire de unos condenados a trabajos forzados.
— ¿Lo estáis viendo? – exclamó, bajando pesadamente de la silla y “aterrizando” en los pies de la criada.— ¡Si es facilísimo!...Y pensar que mucha gente llamaría a un operario para una cosita como esta...
Estoy convencido, y este convencimiento no dejo de expresarlo a menudo, de que cuando Harris envejezca pertenecerá a la misma clase de persona que mi tío.