Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Estuvimos hablando de estas cosas como si cada mañana fuésemos a tomar grandes baños.
— No os podéis imaginar lo agradable que es despertarse temprano a bordo de una barca y zambullirse en las frescas y cristalinas aguas – exclamó poéticamente el bueno de Jorge.
— Es lo mejor para tener apetito a la hora del desayuno – dijo Harris, – por lo menos a mí siempre me da más hambre.
— Si el baño a de producirte más hambre... ¡protesto! – repuso Jorge, severamente. – Ya es bastante fatigoso acarrear las provisiones que tu estómago requiere normalmente, sólo falta aumentarlas...
— Tienes razón, muchacho – dije yo; – sin embargo, ¿no se te ha ocurrido pensar que es preferible ver a Harris limpio y fresco que llevar menos provisiones?
— Si, claro... – asintió Jorge de mala gana. Y no se discutió más este punto.
Decidimos llevarnos tres toallas; así habría mayor libertad de movimientos.
— Y por lo que se refiere a nuestra indumentaria – murmuró Jorge, — creo que tendremos suficiente con un par de trajes de franela; cuando estén muy sucios los lavaremos en el río.
— Oye, Jorge, ¿tú has probado alguna vez de lavar en el río? – le interrumpimos Harris y yo.
— ¡Oh, nunca!, pero unos amigos míos...
Harris y yo incurrimos en la debilidad de creer que unos jóvenes respetables, sin posición ni influencia, y sin ni pizca de experiencia en asuntos de esta índole, podían lavarse la ropa en las orillas del Támesis; más tarde, demasiado tarde desgraciadamente, supimos que Jorge era un solemne embustero que no entendía ni jota en cuestiones de limpieza. ¡Si llegan a ver cómo quedaron esos trajes!, pero – como acostumbran a escribir los autores de folletines — nos estamos anticipando a los acontecimientos.
Jorge insistió en que llevásemos ropa interior de recambio y gran cantidad de prendas menudas, pues en caso de naufragio nos vendrían muy bien. También insistió en que nos lleváramos varias docenas de pañuelos para secar los heterogéneos objetos que formaban nuestra impedimenta. Y con un par de polainas de cuero de canotaje y un salvavidas, por si, desgraciadamente, nuestra barca se hundía, completamos la lista de lo que nos era absolutamente preciso.
Las provisiones. – Objeciones contra el petróleo por su peculiar perfume. – Ventajas del queso como compañero de viaje. – Una esposa abandona el hogar conyugal. – Precauciones para no naufragar. – Actúo de embajador. – No existe nada más molesto que los cepillos de dientes. – Harris y Jorge acondicionan sus cosas. – Deplorable conducta de Montmorency. – Nos vamos a dormir.
Discutimos el asunto “provisiones”.
— Empezaremos por el desayuno – dijo Jorge, que jamás deja de ser un muchacho eminentemente práctico, – Necesitamos una sartén...
— Las sartenes acostumbran a ser indigestas – interrumpió Harris.
— ¿Quieres hacer el favor de callarte? – pedí a Harris con, debo confesarlo, escasa amabilidad.
— También necesitamos una tetera – continuó Jorge, – una olla y un hornillo a bencina... sobre todo... ¡nada de petróleo! – concluyó con una mirada significativa, y Harris y yo fuimos de su misma opinión.
Cierta vez que fuimos de excursión tuvimos la mala ocurrencia de llevarnos un hornillo a petróleo, pero fue por primera y última vez. Lo teníamos a proa y su perfume se extendió hasta la popa, saturando todo cuanto hallaba a su paso. Cruzó el río y hasta la atmósfera quedó envenenada. En cualquiera de las direcciones que soplase el viento, este u oeste, norte o sur, de las nieves árticas o las soledades del desierto, sus ráfagas llegaban perfumadas de petróleo; hasta la puesta de sol subió el maldito perfume, y los rayos de luna destilaban, positivamente, petróleo.
Al llegar a Marlow intentamos deshacernos de la embarcación, dejándola cerca del puente; fuimos a dar una vuelta por la ciudad para ver si así cambiábamos de aire; más inútil, la ciudad entera era puro petróleo (¿cómo podía vivir la gente en semejantes condiciones?). Pasamos delante del cementerio y se hubiese dicho que los cadáveres habían sido enterrados en petróleo del menos refinado; la calle Mayor hedía a petróleo — Santo cielo, ¡y pensar que seres humanos vivían en ese horrendo lugar! – Nadie podrá imaginar las millas que anduvimos por la carretera de Birmingham sin resultado alguno; los prados y los bosques también estaban invadidos por aquel nefasto perfume.
Al filo de la medianoche, y estando ya en las cercanías de Londres, nos reunimos en un campo solitario, debajo de un roble herido por el rayo, y juramos – he de confesar que toda la semana habíamos prorrumpido en las imprecaciones usuales a la gente del pueblo, pero esta era una solemne ceremonia y fue necesario buscar nuevas expresiones, — y juramos, vuelvo a repetir, con horribles palabras, no volver a llevar petróleo en una barca, excepto en caso de vida o muerte.
He aquí por qué nos contentamos con bencina, sustancia bastante desagradable de sí, pues deja su regusto a garaje en todas las provisiones.
Como componentes del desayuno sugerimos huevos y jamón, cosas ambas de fácil preparación, carne fría, té, pan y mantequilla, aunque nada de queso. El queso es pariente cercano del petróleo, tan pegajoso y tan ansioso como este. Codicia el bote para sí solo, atraviesa el cesto donde va y transmite su olor peculiar a todos los comestibles de a bordo. Si lleváis queso en una embarcación, no podréis decir que coméis pastel de manzana o salchichas de Francfort o fresas con crema. ¡Todo es perfume de queso y gusto de queso!
En cierta ocasión un buen amigo mío adquirió un par de quesos en Liverpool; magníficos quesos, estaban aquello que se llama a punto y eran verdaderamente apetitosos. Su olor poseía la fuerza de doscientos caballos; podía garantizarse una expansión a más de tres kilómetros a la redonda y asegurar que derribaría a un hombre a más de doscientos metros de distancia. Como entonces me encontraba en Liverpool, mi amigo me pidió le hiciera el favor de llevarlos a Londres, pues no pensaba marchar antes de un par de días, en cuya fecha los quesos se habrían echado a perder.
— Si, hombre, encantado – le dije sin saber lo que hacía.
Fui al hotel a recogerlos y subí a un coche, un destartalado carricoche, arrastrado por un pobre animal asmático y sonámbulo, además de patizambo, a quién su propietario en un momento de delirio bautizó con el pomposo título de caballo. Dejé los quesos en la imperial y emprendimos la marcha con un suave ritmo que no excedía la marcha media de los coches. Íbamos con la misma alegría de una campanas redoblando a muerto cuando al volver una esquina, el viento llevó al olfato del animal una bocanada de “aire de queso”; inmediatamente se despabiló, murmuró algo entre dientes y arrancó furioso a tres kilómetros por minuto. El viento continuaba llevándole los mismos efluvios, y antes de llegar al extremo de la calle corríamos a una velocidad escalofriante. Fue necesario utilizar los servicios de dos forzudos mozos, sin contar al cochero, para que se detuviera en la estación, aunque he de confesar que no creo que eso hubiese sido posible si uno de ellos no hubiese tenido la suficiente presencia de espíritu de taparle la nariz con el pañuelo, quemando un trozo de papel de embalaje a continuación.
Saqué el billete y entré en el apeadero con mi gran paquete. La gente, con muestras del más vivo respeto, se apartaba cediéndome el paso. El tren estaba lleno hasta los topes y no tuve más remedio que subir a un departamento donde había siete personas. Un anciano, de ásperos modales, hizo algunas objeciones, pero, quieras o no, subí, colocando mis quesos en el portaequipajes. Al cabo de unos segundos creí dar muestras de buena educación haciendo una observación banal, y dije:
— ¡Que día más caluroso!
Nadie se tomó la molestia de contestarme. Hubo una pausa que duró bastante rato hasta que de pronto el anciano murmuró:
— ¡Que olor más fuerte!
— Sí, desagradable... ¡asfixiante! – exclamó mi vecino.
Ambos comenzaron a respirar con fuerza; a la tercera aspiración de aire se sintieron mareados, y sin decir una sola palabra salieron del departamento. Una señora de formas demasiado rotundas, se levantó exclamando:
— ¡Parece mentira...! Molestar de esta manera a una mujer honrada... – y cogiendo un maletín y ocho paquetes también se marchó.
Los restantes cuatro viajeros permanecieron inmóviles hasta la próxima estación, donde subió un hombre de solemne aspecto, que parecía pertenecer al honrado gremio de enterradores, quien se sentó en un rincón murmurando:
— Hum... se diría que por aquí hay un niño muerto...
Y los pasajeros se precipitaron, en vergonzosa huida hacia a la puerta, empujándose para salir antes.
— Tendremos el vagón para nosotros solos – dije amablemente, y el desconocido respondió riendo alegremente:
— ¡Hay gente que se preocupa por tonterías...!
Sin embargo, durante el trayecto fue cambiando de expresión, parecía como si lentamente le agobiasen tristes pensamientos. Al llegar a Crewe creí conveniente invitarle a beber. Nos dirigimos a la fonda de la estación, donde estuvimos golpeando el mostrador con los paraguas y dando palmadas más de un cuarto de hora, hasta que una mozuela hizo su aparición, inquiriendo si “por casualidad” queríamos algo.
— ¿Qué va a tomar? – pregunté a mi acompañante.
— Media botella de coñac, señorita – repuso este sin tan siquiera mirarme y apenas hubo dado fin a su copa desapareció encaminándose a otro vagón. He de confesar que su proceder me pareció bastante grosero.
A pesar de que el tren iba atestado, a partir de Crewe permanecí en la más absoluta de las soledades; en cada estación que se detenía, los viajeros viendo mi compartimiento vacío, exclamaban alborozados:
— ¡María, sube aquí...!
— Venid... hay sitio...
— Tom, nosotros subimos en este.
Y corrían, arrastrando sus equipajes peleándose delante de la portezuela para subir primero. Alguno lograba abrirla, subía, y caía de espaldas en brazos de los demás, que a su vez se asomaban, percibían el olor y, retrocediendo, medio asfixiados, corrían a amontonarse en los otros coches, aunque fuese pagando suplemento de primera clase.
Al llegar a la capital, me apresuré a llevar los quesos a la familia de mi amigo, y cuando hice mi aparición en la salita donde su esposa me aguardaba, esta exclamó intempestivamente:
— ¿Qué ha ocurrido?... Por favor, dígame que ha pasado. ¡No me oculte nada!
— No ha ocurrido nada, querida señora, sólo son unos quesos que Tom compró el Liverpool y me pidió que se los trajera... Hágase cargo que por parte mía no existe la menor culpabilidad...
— Estoy convencida de ello; de todas maneras ya hablaré con mi marido sobre esto.
Mi amigo prolongó su estancia en Liverpool y tres días más tarde, al ver que aún no había regresado, su esposa vino a verme:
— ¿Qué instrucciones le dio Tom? – preguntó interesada.
— Recomendó ponerlos en sitio fresco y que nadie los tocara.
— Seguro que nadie los tocará... ¿Los ha olido él?
— Supongo que sí, pues al parecer sentía enorme interés hacía ellos.
— ¿Cree usted que se enfadaría si diese un “soberano” a alguien para que se los llevara, enterrándolos muy lejos?
— Temo que su marido no sonreiría nunca más.
De repente se le ocurrió una idea luminosa:
— ¿Podría guardarlos usted? Permítame que se los envíe.
— Mi querida señora – repuse cortes pero firmemente – me gusta muchísimo el perfume del queso, y el viaje que he hecho en compañía de ellos lo consideraré siempre como el feliz término de un día de placer. No obstante, en este mísero mundo en que vivimos hemos de pensar un poco en nuestros semejantes... La dama bajo cuyo techo tengo el honor de vivir, es viuda y, posiblemente huérfana. Mucho me temo que la presencia de estos quesos podría ser conceptuada como un atropello, y nunca permitiré que se pueda decir de mí que he atormentado a una pobrecita viuda huérfana.
— Tiene usted razón – dijo la esposa de mi amigo – Ahora, bien, he de decirle una cosa, y es que voy a disponer las ropitas de los niños y nos iremos a un hotel mientras estén intactos los quesos. ¡Rehúso terminantemente vivir en tan perfumada compañía!
Y como es mujer de palabra, dejo la casa en manos de una criada, a quien antes preguntó solícitamente si podría soportar ese olor.
— ¿Qué olor? – inquirió la fámula.
La llevó al lado de los quesos, recomendándole agudizar sus facultades perceptivas; al cabo de unos segundos descubrió un ligero aroma, como de melón, y convencida de que la atmósfera no perjudicaría a la buena sirvienta, la esposa de mi amigo abandonó el hogar conyugal.
Los gastos del hotel ascendieron a doce guineas, y mi amigo, después de echar cuidadosas cuentas, llegó a la conclusión de que los quesos venían a resultarle a razón de ocho chelines y seis peniques la libra.
— Sí, me gustan. Es verdad que me gustan esos quesos. Casi diría que siento una locura hacía todo lo que sea queso pero, francamente, me resultan demasiado caros, comparados con mis ingresos.
Y decidió deshacerse de ellos; intentó tirarlos al canal, más vióse obligado a rescatarlos, pues los bateleros pretendían que el olor les causaba mareos. Días después los llevó al cementerio de su parroquia; el guarda los descubrió, armando un escándalo monumental; a su entender se trataba de un perverso complot llevado a cabo con el propósito de resucitar a los muertos para privarle de sus honrados ingresos. Mi pobre amigo finalmente, pudo zafarse de ellos llevándolos a un pueblecito costero en cuya tibia arena los enterró. Esto dio como resultado que aquel villorrio, humilde y desconocido, ganase una reputación de “clima extremadamente vivo” – detalle que hasta aquel día no había sido descubierto por nadie – y, desde entonces cada año llegan caravanas de anémicos y tuberculosos en busca de la salud perdida.