Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
No es sólo la belleza del cuerpo lo que produce orgullo, sino también su vigor y fuerza. El vigor es una especie de poder y, por consiguiente, el deseo de ser superior en vigor debe ser considerado como una especie inferior de ambición. Por esta razón el fenómeno presente será suficientemente explicado al exponer esta pasión.
En lo que concierne a las demás cualidades ventajosas corporales haremos observar, en general, que lo que en nosotros mismos es útil, bello o sorprendente constituye objeto de orgullo, y su contrario, de humildad. Ahora bien: es claro que todo lo útil, hermoso o sorprendente concuerda en producir un placer separado y sólo en esto. El placer en relación con el yo, por consiguiente, debe ser la causa de la pasión.
Aunque no se discutirá si la belleza es algo real y diferente de la facultad de producir placer, no puede ser puesto en duda que la sorpresa, no siendo más que un placer surgiendo de la novedad, no constituye, exactamente hablando, la cualidad de un objeto, sino solamente una pasión o impresión en el alma. Por consiguiente, de esta pasión debe surgir el orgullo, por una transición natural; y surge tan naturalmente que no hay nada en nosotros o concerniente a nosotros que produzca sorpresa que al mismo tiempo no excite esta otra pasión. Así, nos sentimos orgullosos de las sorprendentes aventuras que hemos corrido, las escapadas que hemos hecho y los peligros a que hemos estado expuestos. De aquí el origen del mentir, corriente en el hombre, el cual, sin ningún interés y meramente por vanidad, amontona un número extraordinario de sucesos que o son ficciones de su cerebro o si verdaderos no tienen la más mínima relación con ellos mismos. Su fecunda imaginación los provee con numerosas aventuras, y si este talento falta, se apropian las pertenecientes a otros para satisfacer su vanidad.
En este fenómeno se contienen dos experiencias que si las comparo entre sí, según las reglas conocidas por las cuales juzgamos acerca de la causa y el efecto en anatomía, filosofía natural y otras ciencias, obtendremos un irrefutable argumento en favor de la influencia de la doble relación arriba mencionada. Por una de estas experiencias hallamos que un objeto produce orgullo solamente por la interposición del placer, y esto porque la cualidad por la que produce orgullo no es en realidad más que la facultad de producir placer. Por la otra experiencia hallamos que el placer produce el orgullo por una transición que acompaña a las ideas relacionadas, por lo que cuando suprimimos la relación se destruye la pasión inmediatamente. Una aventura sorprendente que nosotros mismos hayamos corrido se relaciona con nosotros, y por este medio produce orgullo; pero la aventura de otros, aunque pueda causar placer, faltándole esta relación de ideas no excita jamás esta pasión. ¿Qué más prueba se puede desear para el presente sistema?
Hay sólo una objeción a este sistema con relación a nuestro cuerpo, que es que aunque no hay nada más agradable que la salud ni nada más penoso que la enfermedad, los hombres no se sienten comúnmente ni vanidosos de la una ni mortificados por la otra. Esto se explicará fácilmente si tenemos en cuenta la segunda y cuarta limitación propuestas para nuestro sistema general. Se hizo observar que ningún objeto produce orgullo o humildad si no posee algo peculiar a nosotros mismos, así como también que toda causa de esta pasión debe ser en algún modo constante y posee una cierta proporción con respecto a nuestra duración, que es su objeto. Ahora bien: como la salud y la enfermedad varían incesantemente en todos los hombres y no hay ninguno que se halle sometido fija y ciertamente a una u otra, estas ventajas y calamidades son en cierto modo independientes de nosotros y no se las considera enlazadas con nuestro ser o existencia. Que esta explicación es verdadera aparece claro si se considera que siempre que una enfermedad, de cualquier género, se halla tan arraigada en nuestra constitución que no tenemos ninguna esperanza de curar se convierte en un objeto de humildad, lo que es evidente en los viejos, a quien nada mortifica más que la consideración de su edad y enfermedades. Estos intentan ocultar tan largo tiempo como pueden hacerlo su ceguera y sordera, su reuma y gota, y no los confiesan más que con repugnancia y desagrado. Y aunque los hombres jóvenes no se sientan avergonzados por cada dolor de cabeza o resfriado que padecen, no hay tópico tan apropiado para mortificar el orgullo humano y fomentar una humilde opinión de nuestra naturaleza como el saber que nos hallamos sometidos en cada momento de nuestra vida a semejantes molestias. Esto prueba de un modo suficiente que el dolor físico y la enfermedad son por sí mismos causas propias de humildad, aunque el hábito de estimar las cosas por comparación más que por su valor intrínseco nos hace no ver estas calamidades, que hallamos pueden acaecer a todo el mundo, y nos lleva a formarnos una idea de nuestra mente y carácter independiente de ellas.
Nos avergonzamos de las enfermedades que afectan a los otros y son o peligrosas o desagradables para ellos: de la epilepsia, porque causa horror a todo el que está presente; de la sarna, porque es infecciosa; del mal real, porque pasa comúnmente a la posteridad. Los hombres consideran los sentimientos de los otros en un juicio de sí mismos. Esto ha aparecido evidente en alguno de los razonamientos precedentes, y lo parecerá aún más y será más explicado más tarde.
Aunque el orgullo y la humildad tienen por su causa natural y más inmediata las cualidades de nuestro espíritu y cuerpo, que constituyen el yo, hallamos por experiencia que existen muchos otros objetos que producen estas afecciones y que la causa primera es, en cierta medida, obscurecida y perdida por la multiplicidad de las externas y extrínsecas. Nos sentimos vanidosos de casas, jardines, carruajes, del mismo modo que de méritos y excelencias personales, y estas ventajas externas, aunque se hallan muy distantes en sí mismas de nuestra persona, influyen considerablemente sobre una pasión que se halla dirigida a ellas como a su último objeto. Esto acontece cuando los objetos externos adquieren una relación particular con nosotros y están asociados y enlazados con nosotros. Un hermoso pez en el océano, un animal en el desierto, y de hecho todo lo que no concierne ni está relacionado con nosotros, no puede tener influencia en nuestra vanidad, sean las que sean las extraordinarias cualidades de que está dotado y sea el que sea el grado de sorpresa o admiración que puede producir ocasionalmente. Debe estar de algún modo asociada con nosotros para excitar nuestro orgullo. Su idea debe depender, en cierto modo, de nosotros mismos, y la transición de la una a la otra debe ser fácil y natural. Pero es aquí notable que, aunque la relación de semejanza opera sobre el espíritu de la misma manera que la de la causa y contigüidad, llevándonos de una idea a otra, constituye esto rara vez una fundamentación del orgullo o la humildad. Si nos parecemos a una persona en alguno de los elementos valuables de su carácter, debemos poseer en algún grado la cualidad en que nos parecemos a ella, y escogemos siempre esta cualidad en nosotros, para considerarla, más bien que en la reflexión sobre otra persona, cuando sentimos algún grado de vanidad por ella. Así que, aunque una semejanza puede ocasionalmente producir una idea más ventajosa de nosotros mismos, es en esta última en la que la atención se fija y en la que la pasión halla su última y final causa.
Hay casos, de hecho, en que los hombres se muestran vanidosos de parecerse a un gran hombre en su presencia, figura, aire u otras pequeñas circunstancias que no contribuyen en algún grado a su reputación; pero debe reconocerse que esto no va muy lejos ni es un factor considerable en estas afecciones. Para esto doy la siguiente razón. No podemos sentir vanidad jamás por asemejarnos en aspectos insignificantes a una persona, a menos que aquélla posea cualidades verdaderamente brillantes que nos causen respeto y veneración por ella. Estas cualidades, pues, son, hablando propiamente, las causas de nuestra vanidad mediante su relación con nosotros. Ahora bien: ¿de qué modo se relacionan con vosotros mismos? Son aspectos de la persona que valoramos, y por consecuencia enlazados con sus aspectos insignificantes, que se supone también son aspectos de ella. Estas cualidades insignificantes se hallan enlazadas con las que se le asemejan en nosotros, y estas cualidades nuestras, siendo aspectos, son enlazadas con el todo. De este modo se forma una cadena de varios eslabones entre nosotros y las cualidades brillantes de la persona a que nos parecemos. Pero aparte de que esta multitud de relaciones debe debilitar el enlace, es evidente que el espíritu, pasando de las cualidades brillantes a las triviales, debe, por contraste, percibir mejor la insignificancia de las últimas y sentirse, en alguna medida, avergonzado por la comparación y semejanza.
Por consiguiente, la relación de contigüidad o de causalidad entre la cansa y el objeto de orgullo y humildad es sólo requisito para hacer surgir estas pasiones, y estas relaciones no son más que cualidades por las que la imaginación es llevada de una idea a otra. Consideremos ahora qué efecto pueden tener éstas sobre el espíritu y por qué medios se hacen tan necesarias para la producción de las pasiones. Es evidente que la asociación de ideas opera de una manera tan callada e imperceptible que nos damos muy poca cuenta de ella y la descubrimos más por sus efectos que por su sentimiento o percepción. No produce emoción, no da lugar a una nueva impresión de cualquier género, sino que sólo modifica las ideas que el espíritu posee primeramente, y que éste puede reproducir en cualquier ocasión. De este razonamiento, así como de una experiencia indubitable, podemos concluir que una asociación de ideas, aunque necesaria, no es, sola, suficiente para que surja una pasión.
Es evidente, pues, que cuando el espíritu siente una pasión o de orgullo o de humildad ante la presencia de un objeto relacionado existe además de la relación o transición del pensamiento una emoción o impresión original producida por algún otro principio. La cuestión es si la emoción primeramente producida es la pasión misma o alguna otra impresión relacionada con ella. Esta cuestión no podemos tardar en decidirla, pues, aparte de todos los argumentos que abundan en favor de esto, debe aparecer evidente que la relación de las ideas, que la experiencia muestra ser una circunstancia tan indispensable para la producción de la pasión, resultaría enteramente superflua si no secundase una relación de afecciones y facilitase la transición de una impresión a otra. Si la naturaleza produjera inmediatamente la pasión del orgullo o la humildad se hallaría completa en sí misma, no requeriría una ulterior adición o aumento de alguna otra afección. Suponiendo que la primera emoción es solamente relacionada con el orgullo y la humildad, es fácil de concebir para qué propósito puede servir la relación de los objetos y cómo las dos asociaciones diferentes de impresiones e ideas pueden, midiendo sus fuerzas, ayudarse recíprocamente. No solamente se concibe fácilmente esto, sino que yo me atrevo a afirmar que es la única manera en que podemos concebir este proceso. Una fácil sucesión de ideas que por sí misma no produce una emoción no es ni necesaria ni aun útil para la pasión más que favoreciendo la transición entre algunas impresiones relacionadas.
No es preciso relacionar que el mismo objeto causa un grado mayor o menor de orgullo, no sólo en proporción del aumento o disminución de sus cualidades, sino también en relación de la distancia o proximidad de la relación, lo que es un claro argumento de la transición de las afecciones que acompaña a la relación de las ideas, pues todo cambio en la relación produce un cambio proporcional en la pasión. Así, una parte del sistema precedente, concerniente a la relación de las ideas, es una prueba suficiente de la otra, que se refiere a las impresiones, y se halla tan evidentemente fundado en la experiencia que sería perder el tiempo intentar demostrarlo.
Esto parecerá más evidente en casos particulares. Los hombres se sienten vanidosos de la belleza de su tierra, de su condado, de su parroquia. Aquí la idea de la belleza produce, sin más, un placer. Este placer se relaciona con el orgullo. El objeto o causa de este placer es, por hipótesis, referido al yo o al objeto del orgullo. Por esta doble relación de impresiones e ideas se verifica una transición de una impresión a otra.
Los hombres se sienten vanidosos de la temperatura, del clima en que han nacido y de la fertilidad de su tierra natal, de la bondad de los vinos, frutos o vituallas producidos por ella, de la suavidad o fuerza de su idioma y de otras particularidades de este género. Estos objetos contienen en sí una referencia al placer de los sentidos y son originalmente considerados como agradables para el tacto, gusto u oído. ¿Cómo es posible que lleguen a ser objetos de orgullo más que mediante la transición antes explicada?
Hay algunos que experimentan una vanidad pasional de un género opuesto y afectan despreciar su propia tierra en comparación con aquellas por las que han viajado. Estas personas notan, cuando se hallan en su hogar y rodeadas de sus compatriotas, que la relación íntima entre ellos y su propia nación es común a tantos, que en cierto modo se pierde para ellos, mientras que su relación distante con una comarca extraña, relación que se ha formado por haber visto aquélla y vivido en ella, es aumentada por la consideración de que hay muy pocos que hayan hecho lo mismo. Por esta razón admiran siempre más la belleza, utilidad y la rareza de lo extranjero que lo que hay en su propia casa.
Ya que podemos sentirnos vanidosos de nuestra tierra o de un objeto inanimado que posea alguna relación con nosotros, no es ninguna maravilla que nos sintamos vanidosos de las cualidades de aquellos que se hallan enlazados con nosotros por la sangre o la amistad. De acuerdo con esto, hallamos que las mismas cualidades que en nosotros producen orgullo producen, en grado menor, la misma afección cuando las descubrimos en personas relacionadas con nosotros. La belleza, habilidad, méo, crédito y honores de su estirpe son exhibidas calurosamente por el vanidoso y constituyen el manantial más considerable de su vanidad.
Si nosotros mismos somos vanidosos de nuestras riquezas para satisfacer nuestra vanidad, deseamos que todo el que tenga alguna relación con nosotros deba igualmente poseer riquezas y nos sentimos avergonzados del que es humilde o pobre entre nuestros amigos y relaciones. Por esta razón apartamos al pobre tan lejos de nosotros como es posible, y cuando no podemos evitar la pobreza en alguna distante rama colateral y sabemos que nuestros antepasados eran parientes cercanos sentimos, sin embargo, que somos de una buena familia y descendemos de una larga sucesión de antecesores ricos y honorables.