Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
He observado frecuentemente que los que se vanaglorian de la antigüedad de sus familias se alegran cuando pueden añadir la circunstancia de que sus antepasados, por muchas generaciones, han sido sin interrupción propietarios de la misma porción de tierra y que su familia jamás ha cambiado sus posesiones o ha sido ada a otra comarca o provincia. He observado también que es un motivo adicional de vanidad el poderse vanagloriar de que estas posesiones hayan sido transmitidas a través de una descendencia compuesta enteramente de varones y de que los honores y fortuna no hayan jamás pasado a través de alguna hembra. Expliquemos este fenómeno por el siguiente sistema.
Es evidente que cuando alguno se vanagloria de la antigüedad de su familia el motivo de su vanidad no es sólo el curso del tiempo o el número de antepasados, sino sus riquezas y crédito, que se supone les conceden un honor a causa de su relación con ellos. Primeramente, si se consideran estos objetos y se es afectado por ellos de un modo agradable, y después se vuelve sobre sí mismo y a través de la relación de padre a hijo, se siente uno elevado con la pasión del orgullo mediante la doble relación de impresiones e ideas. Puesto que, por consiguiente, la pasión depende de estas relaciones, el vigor de alguna de estas relaciones debe aumentar la pasión y la debilidad de las relaciones disminuirla. Ahora bien: es cierto que la identidad de la posesión fortalece la relación de las ideas que surgen de la sangre y la raza y lleva a la fantasía con mayor facilidad de una generación a otra, de los más remotos antecesores a su posteridad, que se forma al mismo tiempo de sus herederos y sus descendientes. Por esta facilidad la impresión se transmite más entera y excita un grado más alto de orgullo o vanidad.
El caso es el mismo en la transmisión de honores y fortuna a través de una sucesión de varones sin pasar a través de alguna hembra. Es una propiedad de la naturaleza humana, propiedad que debemos considerar después que la imaginación naturalmente se dirige a lo que es importante y considerable, y cuando dos objetos se presentan a ella, el uno pequeño y el otro grande, abandona usualmente el primero y se concentra enteramente en el último. Como en la sociedad del matrimonio, el sexo masculino tiene ventajas sobre el femenino; el marido es el primero que atrae nuestra atención, y ya lo consideremos directamente o lleguemos a él a través de objetos relacionados, el pensamiento se detiene en él con mayor satisfacción, llega a él con mayor facilidad, que a la consorte. Es fácil ver que esta propiedad debe fortalecer la relación de los hijos con el padre y debilitar su relación con la madre; pues como todas las relaciones no son sino la inclinación a pasar de una idea a otra, siempre que se refuerza la inclinación se refuerza la relación, y como tenemos una inclinación más marcada a pasar de la idea de los hijos a la del padre que de la misma idea a la de la madre, debemos considerar la primera relación como la más estrecha y más considerable. Esta es la razón de por qué los hijos exhiben comúnmente el nombre de los padres y se consideran ser de un nacimiento noble o bajo de acuerdo con su familia, y aunque la madre posea un espíritu y genio superior al del padre, como a menudo sucede, prevalece la regla general, a pesar de la excepción, de acuerdo con la doctrina antes explicada. Es más: cuando la superioridad, en cualquier género, es tan grande, o cuando otras razones tienen tal efecto que hacen que los hijos se representen más bien la familia de la madre que la del padre, la regla general obtiene de aquí tal eficacia, que se debilita la relación y se produce una ruptura en la línea de los antecesores. La imaginación no corre a través de ella con facilidad ni es capaz de transferir el honor y el crédito de los antecesores a su descendencia del mismo nombre y familia tan rápidamente como cuando la transición se conforma a la regla general y pasa de padres a hijos o de hermano a hermano.
Pero la relación que se estima más estrecha y que entre todos produce más únmente la pasión del orgullo es la de propiedad. Me será imposible explicar plenamente esta relación hasta que llegue a tratar de la justicia y otras virtudes morales.
Es suficiente hacer observar en esta ocasión que la propiedad puede ser definida como una relación entre una persona y un objeto de modo que permite a aquélla y prohíbe a otras la libre posesión y uso de algo sin violar las leyes de justicia y equidad moral. Si la justicia, por consiguiente, es una virtud que tiene una influencia original y natural sobre el espíritu humano, la propiedad puede ser considerada como una especie particular de causación, ya consideremos la libertad que al propietario concede de operar como le place sobre el objeto o las ventajas que obtiene de él.
Sucede lo mismo si la justicia, de acuerdo con el sistema de ciertos filósofos, se estima, una virtud artificial y no natural, pues el honor, costumbres y leyes civiles desempeñan el papel de la conciencia natural y producen en algún grado los mismos efectos. Es cierto, sea dicho de paso, que la mención de la propiedad lleva nuestro pensamiento al propietario y la del propietario a la propiedad, lo que, siendo una prueba de una perfecta relación de ideas, es todo lo que se requiere para nuestro presente propósito. Una relación de ideas, unida a la de las impresiones, produce siempre una transición de las afecciones, y, por consiguiente, siempre que un placer o pena surge de un objeto enlazado por nosotros por propiedad podemos estar ciertos que debe surgir de esta unión de relaciones u orgullo o humildad si el sistema precedente es sólido y satisfactorio. Y si es así o no podemos saberlo pronto por la más rápida ojeada de la vida humana.
Cualquier cosa que pertenece a un hombre vanidoso es lo mejor que puede existir. Su casa, sus coches, sus muebles, vestidos, caballos, perros, son superiores en todos conceptos a los de los otros, y es fácil de observar que de la menor superioridad en alguna de estas cosas obtiene un nuevo motivo de orgullo o vanidad. Su vino, si se le da crédito, tiene un sabor más fino que ningún otro; su cocina es más ita; su mesa, más ordenada; su servidumbre, más experta; el aire en que vive, más saludable; el suelo que cultiva, más fértil; sus frutos maduran más pronto y mejor; un objeto que posee es notable por su novedad, otro por su antigüedad; éste es la obra de un famoso artista que corresponde a un príncipe o gran hombre semejante; en una palabra: todos los objetos que son útiles, bellos o sorprendentes o relacionados con tales, pueden, mediante la propiedad, dar lugar a estas pasiones. Estos objetos convienen en producir placer y no convienen más que en esto. Esto sólo es ún a ello, y, por consiguiente, debe ser la cualidad que produce la pasión, que es su efecto común. Como todo nuevo ejemplo es un nuevo argumento y como los ejemplos son innumerables, puedo aventurarme a afirmar que ningún sistema fue jamás tan plenamente demostrado por la experiencia como el que yo he presentado aquí.
Si la propiedad de alguna cosa que produce placer por su utilidad, belleza o novedad produce también orgullo por una doble relación de impresiones e ideas, no debemos admirarnos de que la facultad de adquirir esta propiedad tenga el mismo efecto. Ahora bien: las riquezas deben ser consideradas como la facultad de adquirir lo que place, y sólo en este respecto influyen en estas pasiones. El papel podrá en muchas ocasiones ser considerado como riqueza, y esto sucede porque puede edernos la facultad de adquirir moneda, y la moneda tampoco es riqueza, sino un metal dotado de ciertas cualidades, como solidez, peso y solubilidad; pero sólo él tiene relación con los placeres y ventajas de la vida. Considerando esto como verdadero, que es tan evidente en sí mismo, podemos sacar de ello uno de los más poderosos argumentos que yo he empleado para probar la influencia de la doble relación sobre el orgullo y la humildad.
Se ha hecho observar, al tratar del entendimiento, que la distinción que a veces hacemos ante una facultad y su ejercicio es completamente fútil y que ni un hombre ni ningún otro ser puede ser pensado como poseyendo una capacidad, a menos que ésta no sea ejercitada y puesta en acción. Pero aunque esto sea estrictamente verdadero y justo en una manera filosófica de pensar, es cierto que no es la filosofía de nuestras pasiones, que suponen que muchas cosas operan sobre ellas mediante la idea y supuesto de una facultad independiente de su ejercicio actual. Nos sentimos agradados cuando descubrimos alguna capacidad de procurarnos placer, y nos desagrada que otros adquieran alguna capacidad que produzca dolor. Esto es, por experiencia, evidente; pero para dar una explicación precisa de la materia y explicar esta satisfacción y desagrado debemos considerar las siguientes reflexiones: Es evidente que el error de distinguir la facultad de su ejercicio no procede enteramente de la doctrina escolástica de la voluntad libre, que de hecho representa un papel insignificante en la vida corriente y tiene escaso influjo sobre nuestra manera popular y vulgar de pensar. Según esta doctrina, los motivos no nos privan de la voluntad libre ni nos despojan de nuestra facultad de realizar o no realizar una ión. Pero, según las ideas vulgares, el hombre no tiene este poder cuando existen motivos verdaderamente considerables entre él y la satisfacción de sus deseos y le determinan a no realizarlo que él desea hacer. Yo no pienso que he caído bajo el poder de mi enemigo cuando le veo pasar junto a mí en la calle con una espada al lado, mientras que yo me hallo desprovisto de arma alguna. Sé que el temor a los magistrados civiles es una defensa tan fuerte como un arma de acero y que yo me hallo tan seguro como si él estuviera encadenado o encarcelado. Pero cuando una persona adquiere tal autoridad sobre mí que no sólo no existe obstáculo externo para sus acciones, sino que también puede castigarme o premiarme como le plazca sin el menor miedo de castigo por su parte, yo le atribuyo un pleno poder y me considero yo mismo como súbdito o vasallo.
Ahora bien: si comparamos estos dos casos, el de una persona que tiene motivos verdaderamente poderosos de interés o seguridad para evitar una acción y el de una que no se halla bajo tal presión, hallaremos, de acuerdo con la filosofía explicada en el libro anterior, que la sola diferencia entre ellos está en que en el primer caso concluimos de la experiencia pasada que la persona no realiza la acción, y en el último, que es posible o probable que la realice. Nada es más inconstante y fluctuante en muchas ocasiones que la voluntad del hombre, y nada hay más que los motivos poderosos que puedan ofrecernos una certeza absoluta al pronunciarnos en lo concerniente a las acciones futuras. Cuando vemos una persona libre dominada por estos motivos, suponemos la posibilidad de su acción o inhibición de su acción, y aunque, en general, podemos concluir que se halla determinada por motivos y causas, sin embargo, esto no quita la incertidumbre de nuestro juicio en lo que concierne a estas causas ni la influencia de esta incertidumbre sobre las pasiones. Puesto que, por consiguiente, adscribimos la facultad de realizar una acción a todo el que no tiene motivos poderosos para reprimirla y se la negamos al que los tiene, se puede concluir justamente que la facultad incluye siempre una referencia a su ejercicio actual o probable y que consideramos a una persona como dotada con una capacidad cuando hallamos, por la experiencia pasada, que es probable, o por lo menos posible, que pueda ejercerla, y de hecho, como nuestras pasiones siempre se refieren a la existencia real de objetos y juzgamos siempre de esta realidad por las cosas pasadas, nada puede ser más fácil por sí mismo, sin ningún razonamiento ulterior, que la facultad consista en la posibilidad o probabilidad de una acción descubierta por la experiencia y práctica del mundo.
Ahora, es evidente que siempre que una persona se halla en tal situación con respecto a mí o que no hay un motivo poderoso para determinarla a que me dañe y, por consiguiente, es incierto que me dañe o no, yo me encontraré mal en tal situación, y no puedo considerar la posibilidad o probabilidad de este daño sin una sensible inquietud. Las pasiones no son sólo afectadas por sucesos que son ciertos e infalibles, sino también, en un grado inferior, por los posibles y contingentes. Y
aunque quizá yo no experimente nunca realmente ningún daño y descubra por las consecuencias que, filosóficamente hablando, la persona no posee ningún poder de dañarme, puesto que ella no ha ejercido ninguno, esto no evita mi malestar, que procede de mi anterior incertidumbre. Una pasión agradable puede operar aquí lo mismo que una desagradable y sugerir un placer cuando yo percibo ser posible o probable un bien por la posibilidad o probabilidad de que otro me lo conceda por la supresión de motivos poderosos que pueden haberlo impedido antes.
Pero podemos además observar que esta satisfacción aumenta cuando se aproxima algún bien de tal manera que se halla en el poder de uno tomarlo o dejarlo y no existe ningún obstáculo físico ni ningún motivo verdaderamente poderoso para impedir nuestro goce. Como todos los hombres desean el placer, nada puede ser más probable que su existencia cuando no hay un obstáculo externo para producirlo y los hombres no ven peligro ninguno en seguir sus inclinaciones. En este caso, su imaginación anticipa fácilmente la satisfacción y sugiere la misma alegría que si se hallasen persuadidos de su real y actual existencia.
Pero esto no da suficientemente razón de la satisfacción que acompaña a las riquezas. El avaro obtiene un placer de su dinero, esto es, del poder que le concede de procurarse todos los placeres y ventajas de la vida, aunque sabe que ha gozado de sus riquezas durante cuarenta años sin gozar de ellas, y, por consecuencia, no se puede concluir, por ninguna especie de razonamiento, que la existencia real de estos placeres está más cercana que si él se hallase enteramente privado de todo lo que posee. Pero aunque no puede llegar a una conclusión semejante mediante el razonamiento referente a la mayor proximidad del placer, es cierto que él imagina estar más cerca de aquél siempre que se apartan todos los objetos externos y también los más poderosos motivos de interés y peligro que se oponen a ello. Para mayor información sobre este asunto debo remitirme a mi explicación de la voluntad, donde yo explicaré la falsa sensación de libertad que nos hace imaginarnos que podemos realizar algo que no es ni muy poderoso ni muy destructivo. Siempre que otra persona no se halle obligada por algún interés a abstenerse de un placer, juzgamos por experiencia que el placer existirá y que ella lo obtendrá probablemente. Pero cuando somos nosotros mismos los que nos hallamos en esta situación, juzgamos, mediante una ilusión de la fantasía, que el placer es aún más próximo e inmediato. La voluntad parece moverse fácilmente en todas direcciones y lograr una imagen de sí misma aun en aquel aspecto en que no produce nada. Mediante esta imagen, el placer parece aproximarse más cerca de nosotros y nos da la misma satisfacción que si fuese perfectamente cierto y seguro.