—¿Eres Watanabe?
Levanté la cabeza y me quedé mirándola. No recordaba haberla visto jamás. Era una chica muy llamativa y, de habérmela encontrado en alguna parte, la hubiera reconocido de inmediato. Por otra parte, no podía haber mucha gente en la universidad que supiera cómo me llamaba.
—¿Puedo sentarme un momento? ¿O esperas a alguien?
Todavía sin terminar de entender, le dije que no con la cabeza.
—No, a nadie. Siéntate.
Arrastró una silla, se sentó frente a mí, me clavó los ojos a través de las gafas de sol y después echó un vistazo a mi plato.
—Tiene buena pinta.
—Es una tortilla de champiñones con ensalada de guisantes.
—¡Oh! —dijo ella—. La próxima vez comeré eso. Hoy ya he pedido otra cosa.
—¿Qué has pedido?
—Macarrones gratinados.
—Los macarrones tampoco están mal —comenté—. Por cierto, ¿de qué nos conocemos? No logro acordarme.
—Eurípides —dijo ella de manera lacónica—. Electra. «Los dioses no prestan oído a tu infortunio…» Ya sabes, la clase de hace un rato.
La miré de arriba abajo. Ella se quitó las gafas de sol. Entonces la reconocí. Era una estudiante de primero que había visto varias veces en Historia del Teatro II. El cambio de peinado era tan radical que al principio no la reconocí.
—¡Vaya! Antes de las vacaciones llevabas el pelo hasta aquí. —Señalé unos diez centímetros por debajo de los hombros.
—En verano me hice la permanente. ¡Fue horroroso! ¡Me sentaba fatal! Pensé en suicidarme. ¡Era horrible! Parecía un ahogado con un montón de algas enrolladas alrededor de la cabeza. Total, ya que pensaba morirme, en mi desesperación decidí raparme. Así estoy más fresca. —Se pasó la mano por su nuevo corte de pelo y después me sonrió.
—Te favorece —le dije mientras comía el resto de la tortilla—. A ver, mira hacia ese lado.
Ella se puso de perfil y permaneció inmóvil unos cinco segundos.
—Sí. Te sienta muy bien. Tienes la forma de la cabeza bonita. Y las orejas también.
—A mí también me lo parece, la verdad. Me dije: «¡Venga, rápate! No te sentará tan mal». Pero a los chicos no les gusta. Dicen que parezco un alumno de primaria, que es como si me hubiesen metido en un campo de concentración… y esas estupideces. ¿Por qué a los hombres os gustan tanto las mujeres con melena? ¡Sois unos fascistas! ¿Por qué pensáis que las chicas con el pelo largo son elegantes, dulces y femeninas? Yo conozco a unas doscientas cincuenta mujeres con el pelo largo que son de lo más vulgar.
—A mí me gustas más así —le dije.
No mentía. Por lo que recordaba, con el pelo largo era una chica muy normalita. En cambio, la que estaba sentada frente a mí destilaba vida y frescura por cada uno de sus poros, como si fuera un animalito que acabara de irrumpir en el mundo para recibir la primavera. Sus pupilas se movían como si tuvieran vida propia, riendo, enfadándose, asombrándose, conformándose. Hacía mucho tiempo que no veía un rostro tan expresivo, y me quedé unos instantes mirándola impresionado.
—¿De veras? —preguntó.
Asentí mientras comía la ensalada. Ella volvió a ponerse las gafas oscuras y me miró a través de ellas.
—¿Me estás mintiendo?
—Intento ser siempre lo más sincero posible —afirmé.
—¡Vaya!
—¿Por qué llevas gafas oscuras?
—Al verme de repente con el pelo tan corto, me sentí indefensa. Como si me hubieran arrojado desnuda entre la multitud. No logro sentirme cómoda. Por eso me pongo las gafas de sol.
—Entiendo. —Terminé la tortilla. Ella miraba con profundo interés cómo comía—. ¿No tendrías que volver con ellos? —Señalé a sus tres acompañantes.
—¡Qué más da! Ya iré cuando traigan la comida. No importa. Pero quizá te estorbo mientras comes.
—Para nada. Si ya he terminado…
Como no hizo ademán de volver a su mesa, pedí una taza de café de postre. La dueña me retiró el plato y, en su lugar, me trajo el azúcar y la leche.
—¿Por qué no has respondido hoy cuando han pasado lista? Te llamas Watanabe, ¿no? Tôru Watanabe.
—Sí.
—¿Y por qué no has respondido?
—Hoy no me apetecía responder.
Ella volvió a quitarse las gafas, las dejó sobre la mesa y me clavó la mirada con ojos de estar observando a un animal enjaulado.
—«Hoy no me apetecía responder» —repitió—. ¡Vaya! Pero si hablas como Humphrey Bogart… Impasible, duro…
—¡Qué dices! Yo soy un chico de lo más normal. De los que te encuentras por todas partes.
La dueña dejó la taza de café sobre la mesa. Tomé un sorbo sin leche ni azúcar.
—¡Lo ves! No te pones leche ni azúcar.
—No me gustan las cosas dulces —le expliqué cargándome de paciencia—. ¿Me estás confundiendo con alguien?
—¿Por qué estás tan bronceado?
—Porque me he pasado dos semanas andando de aquí para allá. Con la mochila y el saco de dormir a la espalda. Por eso estoy tan bronceado.
—¿Y adónde has ido?
—He recorrido la región que va de Kanazawa a la península de Nôtô. He llegado hasta Niigata.
—¿Solo?
—Sí —dije—. A trechos, me ha acompañado gente que he conocido por el camino.
—¿Y has tenido muchos romances? Conoces inesperadamente a una chica y…
—¿Romances? —exclamé sorprendido—. Decididamente, no das una. A ver, un tío que da vueltas por ahí con un saco de dormir a la espalda, sin afeitar… ¿Dónde y cómo vive un romance?
—¿Y siempre viajas solo?
—Sí.
—¿Te gusta la soledad? —Apoyó la mejilla sobre la palma de su mano—. ¿Te gusta viajar solo, comer solo, sentarte en las clases solo, apartado de la gente?
—A nadie le gusta la soledad. Pero no me interesa hacer amigos a cualquier precio. No estoy dispuesto a desilusionarme —aclaré.
Con una patilla de las gafas metida en la boca, la chica murmuró:
—A nadie le gusta la soledad. Pero detesto que me decepcionen. Si te decides a escribir tu autobiografía, puedes incluir estas líneas.
—Gracias.
—¿Te gusta el color verde?
—¿Por qué?
—Porque llevas un polo verde. Por eso te lo pregunto.
—No especialmente. Me pongo cualquier cosa.
—«No especialmente. Me pongo cualquier cosa» —repitió—. Me encanta cómo hablas. Como si estuvieras estucando la pared. Limpio. Fino. ¿Te lo habían dicho alguna vez?
Le respondí que no.
—Me llamo
Midori
[7]
. Pero el color verde me sienta fatal. Es extraño. ¿No te parece terrible? Es como una maldición. Mi hermana mayor se llama
Momoko
[8]
.
—¿Y le favorece el color rosa?
—Muchísimo. Parece que ha nacido para ir vestida con prendas de color rosa. Es una gran injusticia.
Le llevaron el almuerzo a la mesa y un chico con una chaqueta de colorines la llamó:
—¡Eh, Midori! ¡La comida!
Ella se volvió y levantó una mano como diciendo: «¡Ya voy!».
—Watanabe, ¿tomas apuntes en clase? ¿En la de Historia del Teatro II?
—Sí, tomo apuntes —dije.
—Siento pedírtelos, pero ¿te importaría dejármelos? He faltado dos veces. Y de esa clase no conozco a nadie.
—Claro —dije. Saqué mi cuaderno de la cartera, comprobé que no había escrito nada de más y se lo entregué a Midori.
—Gracias. ¿Vendrás a clase pasado mañana?
—Sí.
—¿Quieres quedar aquí a las doce? Así te devuelvo el cuaderno y te invito a comer. Supongo que no tendrás una indigestión si no comes solo.
—¡No seas tonta! Pero no hace falta que me lo agradezcas. Total, sólo te presto los apuntes…
—No es ninguna molestia. A mí me gusta agradecer las cosas. No hay problema, ¿verdad? ¿No te olvidarás? Aunque no lo apuntes en la agenda…
—No me olvidaré. Nos encontraremos aquí, pasado mañana, a las doce.
Volvió a llegar una voz desde su mesa:
—¡Eh, Midori! ¡Se te está enfriando la comida!
—Watanabe, ¿hace tiempo que hablas de este modo? —me preguntó Midori ignorando la voz.
—Creo que sí. Aunque nunca había tenido conciencia de ello —respondí. En realidad, aquélla era la primera vez que me decían que hablaba de una manera extraña.
Ella estuvo rumiando algo durante unos instantes, hasta que al final se levantó esbozando una sonrisa y regresó a su mesa. Cuando pasé por su lado, se volvió hacia mí y levantó la mano. Los otros tres se limitaron a dirigirme una breve mirada.
El miércoles, a las doce, Midori no apareció por el restaurante. Yo pensaba esperarla tomando una cerveza, pero el local empezó a llenarse y no tuve más remedio que encargar la comida y almorzar solo. Terminé a las 12:35. Midori aún no había hecho acto de presencia. Pagué la cuenta y me senté en la escalera de piedra de un pequeño templo que había al otro lado de la calle, donde esperé hasta la una mientras, de paso, se me despejaba la cabeza del alcohol. Fue inútil. Volví, resignado, a la universidad y estuve leyendo un libro en la biblioteca. A las dos fui a clase de alemán.
Después de la clase, me dirigí a la asociación de alumnos, consulté la lista de alumnos matriculados y busqué su nombre en la clase de Historia del Teatro II. Sólo había una Midori: una tal Midori Kobayashi. A continuación, al hojear las fichas de los alumnos, encontré la de Midori Kobayashi entre las de los alumnos ingresados en la universidad en el año 1969. Anoté su dirección y número de teléfono. Vivía en una casa del distrito de Toshima. Entré en una cabina telefónica y marqué su número.
—Librería Kobayashi, dígame —dijo una voz masculina.
«¿Librería Kobayashi?», pensé.
—Perdone, ¿está Midori, por favor? —pregunté.
—Midori ahora no está —respondió mi interlocutor.
—¿Ha ido a la universidad?
—No lo sé. Querrás decir al hospital. ¿Quién llama?
Sin decirle mi nombre, le di las gracias y colgué. ¿Al hospital? ¿Se había hecho daño? ¿Estaba enferma? Sin embargo, en la voz del hombre no se apreciaba la menor tensión ante una urgencia de este tipo. Había dicho: «Querrás decir al hospital». Como si el hospital formara parte de su vida cotidiana. Como quien dice: «Ha ido a la pescadería». Estuve un rato dándole vueltas a la frase, pero acabé hartándome y volví a la residencia, me eché sobre la cama y acabé de leer
Lord Jim,
de Joseph Conrad, que me había prestado Nagasawa. Luego fui a su habitación a devolvérselo.
Nagasawa se disponía a ir a cenar, así que lo acompañé al comedor y comí con él.
Le pregunté cómo le habían ido los exámenes del Ministerio de Asuntos Exteriores. En agosto había tenido lugar la segunda convocatoria de exámenes del nivel superior.
—Lo normal —respondió como si nada—. Tú vas, haces lo mismo de siempre y apruebas. Debates, entrevistas… Es como ligarse a una chica. No hay ninguna diferencia.
—O sea, que han sido fáciles —dije—. ¿Cuándo te darán los resultados?
—A principios de octubre. Si apruebo te invitaré a una buena comida.
—¿Y cómo son esos exámenes? ¿Sólo se presentan personas como tú?
—¡No jodas! La mayoría son unos cretinos. Imbéciles o chalados. De la gente que aspira a burócrata, el noventa y cinco por ciento es basura. No te miento. Tíos que apenas saben leer.
—¿Entonces por qué quieres entrar en el Ministerio de Asuntos Exteriores?
—Por varias razones —comentó Nagasawa—. Por una parte, me apetece trabajar en el extranjero. Sobre todo porque allí podré medir mis fuerzas en el ámbito más amplio posible, es decir, en el Estado. Quiero ver hasta dónde puedo llegar, cuánto poder puedo detentar dentro de ese estúpido y enorme sistema burocrático.
—Suena como si fuese un juego.
—Exacto. No ambiciono el poder o el dinero. Tal vez sea un egoísta, pero es increíble lo poco que me interesan. En eso parezco un santo. Es más que nada curiosidad. Quiero medir mis fuerzas en el mundo cruel.
—Supongo que no tienes ideales…
—Claro que no. La vida no los necesita. Lo que hace falta son pautas de conducta, no ideales.
—Pero también hay otras formas de vida, ¿no crees? —le pregunté.
—¿No te gustaría tener una vida como la mía?
—Dejémoslo correr. Ni me gusta ni me disgusta. No puedo entrar en la Universidad de Tokio, ni puedo acostarme con quien quiera cuando quiera. Tampoco tengo el don de la palabra. La gente no me trata con respeto. No tengo novia, ni perspectivas de futuro cuando me haya licenciado en literatura por una universidad privada de segunda categoría. ¿Qué puedo decir?
—¿Envidias mi vida?
—No, no la quiero para mí —añadí—. Estoy demasiado acostumbrado a ser yo. Y, a decir verdad, no siento el menor interés por la Universidad de Tokio o por el Ministerio de Asuntos Exteriores. Pero sí te envidio por tener una novia tan maravillosa como Hatsumi.
Nagasawa comió en silencio durante un rato.
—Watanabe —dijo una vez terminó de cenar—, tengo la sensación de que, dentro de diez o veinte años, volveremos a encontrarnos. Intuyo que estaremos conectados de una u otra manera.
—Pareces salido de una novela de Dickens. —Me reí.
—Lo que tú digas. —Soltó una carcajada—. Pero suelo acertar en mis predicciones.
Después de la cena fuimos a un bar que había por allí cerca a tomar unas copas. Estuvimos bebiendo hasta pasadas las nueve.
—Nagasawa, ¿cuáles son tus principios? —pregunté.
—Te vas a reír —dijo.
—No me reiré.
—Ser un caballero.
No me reí, pero estuve a punto de caerme de la silla.
—¿Lo que se entiende por un caballero?
—Sí, un caballero de ésos.
—¿Y qué quiere decir ser un caballero? Dame una definición, por favor.
—Un caballero es quien hace, no lo que quiere, sino lo que debe hacer.
—Te aseguro que eres el tío más raro que jamás he conocido —le solté.
—Y tú eres la persona más honesta que jamás he conocido —dijo a su vez. Y pagó las consumiciones de ambos.
El lunes siguiente, Midori Kobayashi siguió sin aparecer por la clase de Historia del Teatro II. Tras comprobar de una ojeada que no estaba en el aula, me senté como siempre en la primera fila y, mientras el profesor llegaba, empecé a escribirle una carta a Naoko. Le hablé de mi viaje durante las vacaciones de verano. Le hablé de los caminos que había recorrido, de los pueblos por dónde había pasado, de la gente que había conocido.
«Por la noche siempre pensaba en ti. Al dejar de verte, he comprendido cuánto te necesito. La universidad es insoportablemente aburrida, pero asisto a todas las clases y estudiar es una disciplina. Desde que tú no estás, todo me parece insignificante, absurdo. Quiero verte alguna vez y hablar contigo. Si fuera posible, me gustaría ir a visitarte al sanatorio y pasar unas horas contigo. Si fuera posible, me gustaría andar a tu lado como antes. Quizá te moleste, pero respóndeme, por favor, aunque sólo sean unas líneas.»