Tokio Blues (5 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Tokio Blues
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—¡Como te has acostado conmigo, ya no te importo nada! —berreó la chica.

—No es verdad —le dije.

Lo único que quería era irme de la ciudad. Pero ella no lo entendió. Y nos separamos. En el tren, camino de Tokio, me acordé de sus cualidades, de sus virtudes, y me arrepentí pensando que había sido muy injusto. Pese a todo, no podía volver atrás. Decidí olvidarla.

Recién llegado a Tokio, cuando empecé una nueva vida en la residencia, tenía un único propósito: tratar de no tomarme las cosas a pecho, mantener la debida distancia con el mundo. Nada más. Y decidí olvidar por completo la mesa de billar forrada de fieltro verde, el N-360 rojo y las flores blancas sobre el pupitre, la columna de humo alzándose desde la alta chimenea del crematorio, el pisapapeles con forma achaparrada en la sala de interrogatorios. Al principio, pensé que iba a lograrlo. Sin embargo, por más que intentase olvidarlo, en mi interior permanecía una especie de masa de aire de contornos imprecisos. Con el paso del tiempo, esta masa empezó a definirse. Ahora puedo traducirla en las siguientes palabras: «La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella».

Expresado en palabras, suena a tópico, pero yo en ese momento lo sentía como una masa de aire en mi interior. La muerte estaba presente en el pisapapeles, en las cuatro bolas rojas y blancas alineadas sobre la mesa de billar. Y nosotros vivimos respirándola, y va adentrándose en nuestros pulmones como un polvo fino.

Hasta entonces había concebido la muerte como una existencia independiente, separada por completo de la vida. «Algún día la muerte nos tomará de la mano. Pero hasta el día en que nos atrape nos veremos libres de ella.» Yo pensaba así. Me parecía un razonamiento lógico. La vida está en esta orilla; la muerte, en la otra. Nosotros estamos aquí, y no allí.

A partir de la noche en que murió Kizuki, fui incapaz de concebir la muerte (y la vida) de una manera tan simple. La muerte no se contrapone a la vida. La muerte había estado implícita en mi ser desde un principio. Y éste era un hecho que, por más que lo intenté, no pude olvidar. Aquella noche de mayo, cuando la muerte se llevó a Kizuki a sus diecisiete años, se llevó una parte de mí.

Viví la primavera de mis dieciocho años sintiendo esta masa de aire en mi interior. Al mismo tiempo, intentaba no mostrarme serio, pues intuía que la seriedad no me acercaba a la verdad. Pero la muerte es un asunto grave. Quedé atrapado en este círculo vicioso, en esta asfixiante contradicción. Cuando miro hacia atrás, hoy pienso que fueron unos días extraños. Estaba en la plenitud de la vida y todo giraba en torno a la muerte.

3

Naoko me llamó el sábado y concertamos una cita para el domingo. Si es que a aquello puede llamarse una «cita». A mí no se me ocurre otra palabra.

Igual que la vez anterior, recorrimos las calles, entramos en una cafetería, tomamos una taza de café, reemprendimos la marcha, cenamos al atardecer, nos despedimos y nos separamos. Fiel a su costumbre, ella no soltó más que algunas frases sueltas, pero, como no parecía importarle, no me esforcé en mantener una conversación. Cuando nos apetecía, hablábamos de nuestras vidas cotidianas o de la universidad, pero siempre de una manera fragmentaria, sin hilvanarlo con nada. No mencionamos el pasado. Paseamos todo el tiempo. Es una suerte que Tokio sea una ciudad tan grande; por más que la recorras, siempre hay algún sitio adónde ir.

A partir de entonces, quedábamos casi todos los fines de semana, y siempre dábamos el mismo paseo. Ella iba delante, y yo la seguía unos pasos detrás. Naoko lucía pasadores en el pelo, pero siempre mostraba la oreja derecha. Puesto que siempre la veía de espaldas, ésta es la imagen que hoy mejor recuerdo. Cuando se sentía avergonzada, jugueteaba con el pasador. Y se secaba las comisuras de los labios antes de decir algo. Mirándola hacer estos gestos, poco a poco empezó a gustarme. Estudiaba en una pequeña universidad femenina en las afueras de Musashino, conocida por la enseñanza del inglés. Cerca de su apartamento discurría un canal de riego de aguas cristalinas por donde solíamos pasear.

Naoko me había invitado alguna vez a su apartamento y había cocinado para mí. No parecía sentirse incómoda estando a solas conmigo. Era una única estancia, sobria y desprovista de adornos. Si no fuera por las medias colgando en el rincón de la ventana, nadie hubiera dicho que allí vivía una chica. Llevaba una vida muy austera y sencilla, y apenas tenía amigos. Quien la conoció en el instituto no hubiera podido imaginarlo. Antes Naoko llevaba vestidos bonitos y siempre estaba rodeada de gente. Mirando su cuarto, me dio la impresión de que, al igual que yo, había querido alejarse de la ciudad y empezar una nueva vida en un lugar donde nadie la conociese.

—Elegí esta universidad porque nadie de la escuela pensaba venir aquí —me dijo Naoko sonriendo—. Todas nosotras íbamos a estudiar en universidades más elegantes.

No puede decirse que la relación entre Naoko y yo no progresara. Poco a poco, ella fue acostumbrándose a mí, y yo a ella. Cuando finalizaron las vacaciones de verano y empezó el nuevo curso, automáticamente Naoko reemprendió sus paseos a mi lado, como si fuera lo más natural del mundo. Lo interpreté como la señal de que me aceptaba como amigo; por mi parte, no puedo decir que me desagradara pasear con una chica tan guapa. Y seguimos deambulando por las calles de Tokio. Subiendo cuestas, cruzando ríos, atravesando las vías del tren… Caminamos sin rumbo, andando por andar, cual si fuera un rito para aliviar las ánimas en pena. Si llovía, paseábamos bajo el paraguas.

Llegó el otoño y el suelo del patio de la residencia se cubrió con las hojas del olmo. Al ponerme el primer jersey, me llegó el olor de la nueva estación. Gasté un par de zapatos y me compré otros de ante.

No logro recordar de qué charlábamos. Probablemente, de nada que valiera la pena. Seguimos sin mencionar el pasado. El nombre de Kizuki apenas salía en nuestras conversaciones. Hablábamos poco, pues entonces ya nos habíamos acostumbrado a estar sentados en una cafetería frente a frente en silencio.

Dado que a Naoko le gustaba oír las historias de Tropa-de-Asalto, yo se las contaba a menudo. Tropa-de-Asalto tuvo una cita con una chica (una compañera de clase de geografía, cómo no), pero regresó al atardecer con aire abatido. Sucedió en junio. «Wat-watanabe, cuando sales con una chi-chica, ¿de qué hablas?», me preguntó. No recuerdo qué le respondí. De todas formas, no era la persona más indicada para aconsejarle. En julio, mientras él no estaba, alguien arrancó la fotografía del canal de Ámsterdam y pegó otra del Golden Gate Bridge de San Francisco. He aquí la razón: querían averiguar si Tropa-de-Asalto sería capaz de masturbarse mirando el Golden Gate Bridge. Cuando les dije que «lo hizo encantado de la vida», alguien sugirió sustituirla por una de un iceberg. Cada cambio de fotografía provocaba en Tropa-de-Asalto un desconcierto terrible.

—¿Qui-quién diablos debe de hacer una co-cosa así? —dijo.

—¡Vete a saber! Pero no está mal, ¿no? Las fotos son bonitas. Sea quien sea, puedes estarle agradecido, ¿no te parece?

—Qui-quizá sí. Pero es desagradable —comentó.

Naoko se reía siempre que escuchaba las historias de Tropa-de-Asalto y, puesto que era poco frecuente verla reír, empecé a contárselas a menudo, aunque no me sentía a gusto utilizando a mi compañero como objeto de mofa. Era el tercer hijo, algo formal, de una familia que no podía calificarse de acomodada. Y hacer mapas era el único sueño que tenía en su vida. ¿Quién podía burlarse de eso?

Con todo, los chistes sobre Tropa-de-Asalto acabaron convirtiéndose en un tema de conversación indispensable en el dormitorio, y entonces, por mucho que hubiese intentado parar todo aquello, no hubiera podido. Ver a Naoko riéndose me hacía sentirme feliz. Así que seguí contándoles a todos sus historias.

Naoko me preguntó una sola vez si me gustaba alguna chica. Le hablé de la novia que había dejado. Le conté que era una buena chica, que me gustaba hacer el amor con ella y que todavía la echaba de menos, pero que jamás me había calado hondo.

—Tal vez mi corazón esté recubierto por una coraza y sea imposible atravesarla —le dije—. Por eso no puedo querer a nadie.

—¿No has estado nunca enamorado?

—No —le respondí.

No quiso saber nada más.

Al final del otoño, cuando el gélido viento barría la ciudad, ella a veces se arrimaba a mi brazo. Notaba su respiración a través de la gruesa tela del abrigo. Me tomaba del brazo, metía la mano en el bolsillo de mi abrigo o, si hacía mucho frío, se me agarraba al brazo temblando. Pero no era más que eso. No había que darle importancia. Yo continuaba andando con las manos metidas en los bolsillos, como siempre. Como los dos calzábamos zapatos de suela de goma, nuestros pasos apenas se oían. Sólo cuando pisábamos las grandes hojas caídas de los plátanos. Cada vez que oía este crujido seco, sentía compasión por Naoko. No era mi brazo lo que ella buscaba, sino el brazo de alguien. No era mi calor lo que ella necesitaba, sino el calor de alguien. Entonces sentía algo rayano en la culpabilidad por ser yo ese alguien.

Conforme iba avanzando el invierno, los ojos de Naoko parecían ir ganando en transparencia. Una transparencia ausente. Pronto, sin razón aparente, clavaba sus ojos en los míos como si buscara algo, y, cada vez que esto ocurría, me embargaba una extraña e insoportable sensación de soledad.

Me pregunté si trataba de decirme algo. Quizás era incapaz de expresarlo con palabras. No, antes de traducirlo al lenguaje hablado, tendría que haberlo comprendido ella misma. Por eso no hallaba las palabras. En esas ocasiones, Naoko jugueteaba con el pasador del pelo, se secaba las comisuras de los labios y me clavaba su mirada ausente. De haber podido, hubiese deseado abrazarla, pero siempre me quedé con la duda y desistí. Temía herirla. Seguimos paseando por las calles de Tokio, y ella seguía buscando las palabras en el vacío.

Los compañeros del dormitorio me tomaban el pelo cada vez que recibía una llamada de Naoko o salía los domingos por la mañana. En fin, puede que fuera lo más natural que supusieran que me había echado novia. No sabía cómo explicárselo, y tampoco había ninguna necesidad de hacerlo, así que dejé que pensaran lo que quisieran. Cuando volvía al atardecer, siempre había alguno que me preguntaba en qué postura lo habíamos hecho, cómo tenía el coño, de qué color llevaba la ropa interior y demás estupideces. Yo me los sacaba de encima diciéndoles cualquier tontería.

Así pasé de los dieciocho a los diecinueve años. El sol salía y se ponía; izaban la bandera y la arriaban. Y al llegar el domingo salía con la novia de mi amigo muerto. No tenía ni idea de qué estaba haciendo ni de qué vendría a continuación. En las clases de la universidad, leía a Claudel, a Racine y a Eisenstein, pero sus libros me interesaron muy poco. En clase no había hecho ningún amigo y en la residencia tenía simples conocidos. Como siempre me veían leyendo, los de la residencia pensaban que yo quería ser escritor, lo que jamás se me había ocurrido. A mí, en realidad, no se me había ocurrido ser nada.

Intenté explicarle mis sentimientos a Naoko. Tenía la sensación de que, con un grado mayor o menor de exactitud, ella podría entenderme. Pero no logré hallar las palabras. Pensé: «¡Qué extraño! ¿Se me habrá contagiado su manía de buscar las palabras?».

Los sábados por la noche me sentaba en el vestíbulo, al lado del teléfono, esperando la llamada de Naoko. Dado que los sábados por la noche casi todos salían a divertirse, el vestíbulo estaba más tranquilo que de costumbre. Analizaba mis sentimientos absorto en las motas de luz que brillaban suspendidas en el aire silencioso. ¿Qué quería la gente de mí? Pero no encontraba respuesta alguna. A veces alargaba la mano hacia las motas de luz que flotaban en el aire, pero mis dedos no tocaban nada.

Leía mucho, lo que no quiere decir que leyera muchos libros. Más bien prefería releer las obras que me habían gustado. En esa época mis escritores favoritos eran Truman Capote, John Updike, Scott Fitzgerald, Raymond Chandler, pero no había nadie en clase o en la residencia que disfrutara leyendo a este tipo de autores. Ellos preferían a Kazumi Takahashi, Kenzaburô Ôe, Yukio Mishima, o a novelistas franceses contemporáneos. Así pues, no tenía este punto en común con los demás, y leía mis libros a solas y en silencio. Los releía y cerraba los ojos y me llenaban de su aroma. Sólo aspirando la fragancia de un libro, tocando sus páginas, me sentía feliz.

A los dieciocho años, mi libro favorito era
El centauro,
de John Updike, pero cuando lo hube releído varias veces, perdió su chispa y cedió la primera posición a
El gran Gatsby,
de Fitzgerald, obra que continuó encabezando mi lista de favoritos durante mucho tiempo. Tomar
El gran Gatsby
de la estantería, abrirlo al azar y leer unos párrafos se convirtió en una costumbre, y jamás me decepcionó. No había una sola página de más. «¡Es una novela extraordinaria!», pensaba. Me hubiera gustado hacer partícipes a los otros chicos de tal maravilla. Pero a mi alrededor no había nadie que leyera
El gran Gatsby.
Dudo que lo hubieran apreciado. En 1968 leer
El gran Gatsby
no llegaba a ser un acto reaccionario, pero tampoco podía calificarse de encomiable.

Pese a todo, conocí a una persona que había leído
El gran Gatsby,
y nos hicimos amigos precisamente por ello. Se llamaba Nagasawa y estudiaba Derecho en la Universidad de Tokio, dos cursos por encima de mí. Nos conocíamos de vista, ya que vivíamos en la misma residencia, hasta que, un día en que yo estaba leyendo
El gran Gatsby
en un rincón soleado del comedor, él se sentó a mi lado y me preguntó qué leía.
«El gran Gatsby»,
le dije. «¿Es interesante?», me preguntó. Le respondí que lo había leído tres veces, pero que cuanto más lo releía más párrafos interesantes encontraba. «Un hombre que ha leído tres veces
El gran Gatsby
bien puede ser mi amigo», repuso como hablando para sí mismo. Y nos hicimos amigos. Corría el mes de octubre.

Cuanto más conocía a Nagasawa, más extraño me parecía. A lo largo de mi vida, me había cruzado, había encontrado o conocido a muchas personas extrañas, pero jamás a nadie que lo fuera tanto. Leía muchísimo más que yo, pero tenía por principio no adentrarse en una obra hasta que hubieran transcurrido treinta años de la muerte del autor. «Sólo me fío de estos libros», decía.

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