—No es que no crea en la literatura contemporánea, pero no quiero perder un tiempo precioso leyendo libros que no hayan sido bautizados por el paso del tiempo. ¿Sabes?, la vida es corta.
—¿Y qué escritores te gustan? —le pregunté.
—Balzac, Dante, Joseph Conrad, Dickens —me respondió al instante.
—No son muy actuales que digamos.
—Si leyera lo mismo que los demás, acabaría pensando como ellos. ¡El mundo está lleno de mediocres! A la gente que vale la pena le daría vergüenza hacer lo que hacen ésos. ¿No te has dado cuenta, Watanabe? Los únicos medianamente decentes de toda la residencia somos tú y yo. El resto son basura.
—¿Por qué lo dices? —Me sorprendí.
—Porque lo sé. Lo llevan escrito en la cara. Basta con mirarlos. Además, nosotros dos leemos
El gran Gatsby.
Hice un cálculo mental: «Todavía no han pasado treinta años desde la muerte de Scott Fitzgerald».
—Y qué más da. ¡Por dos años! —exclamó—. A un escritor tan extraordinario como él lo adelanto, y no hay más que hablar.
Nadie en la residencia imaginaba que Nagasawa era un lector secreto de obras clásicas, aunque, de haberlo sabido, no les hubiera extrañado. Él era famoso por su inteligencia. Había entrado sin dificultad en la Universidad de Tokio, sacaba unas notas irreprochables y pensaba opositar al Ministerio de Asuntos Exteriores y ser diplomático. Su padre dirigía un importante hospital en Nagoya, y su hermano mayor se había licenciado en medicina, ¡cómo no!, por la Universidad de Tokio, y estaba destinado a suceder a su padre. Tenía una familia impecable. Siempre llevaba la cartera forrada y era distinguido. Así que todo el mundo lo respetaba; incluso el director de la residencia hacía con él una excepción y pensaba dos veces lo que le decía. Si Nagasawa pedía algo, se le obedecía sin rechistar. No podía ser de otro modo. Tenía un don innato para hechizar a los demás y lograr que le hicieran caso. Poseía la capacidad de proclamarse líder, evaluaba rápidamente una situación, daba las indicaciones precisas y conseguía que lo obedecieran dócilmente. Sobre su cabeza flotaba un aura que revelaba su poder, como la corona de un ángel. Al verlo, la gente pensaba: «Este chico es un ser excepcional», y se sentían intimidados. El que me eligiera a mí como amigo, es decir, a alguien sin nada en especial, dejó a todos boquiabiertos. Incluso me cobraron respeto personas a las que apenas conocía. Se les pasaba por alto que la razón de que me hubiera elegido era muy simple: Nagasawa me prefería a mí porque no sentía por él ni admiración ni respeto. Cierto es que me interesaba su aspecto peculiar, su complejidad, pero sentía una indiferencia absoluta hacia sus notas sobresalientes y su aura. A él esto debía de extrañarle sobremanera.
Nagasawa reunía polos opuestos. A veces era tan cariñoso que me conmovía; otras, en cambio, rebosaba mala intención. Poseía un espíritu muy noble, no exento de vulgaridad. Mientras avanzaba a paso ligero guiando a los demás, su corazón se debatía en soledad en el fondo de un sombrío cenagal. Desde el principio, percibí estas contradicciones con toda claridad sin entender por qué la gente no las veía. Aquel chico vivía llevando a cuestas su particular infierno.
En el fondo, creo que le tenía simpatía. Su principal virtud era la honestidad. No mentía jamás, siempre reconocía sus errores y sus faltas. Tampoco ocultaba lo que no le convenía. Conmigo siempre se mostraba amable. Y me ayudaba. De no ser por él, supongo que mi vida en la residencia hubiera sido mucho más complicada y desagradable. A pesar de ello, jamás le abrí mi corazón. En este sentido, nuestra relación era muy diferente de mi amistad con Kizuki. El día en que vi cómo Nagasawa, ebrio, molestaba a una chica, decidí que bajo ningún concepto confiaría en aquel individuo.
En el dormitorio circulaban muchas leyendas sobre Nagasawa. Una, que en una ocasión se había comido tres babosas. Otra, que tenía un pene enorme y se había acostado con cien mujeres.
La historia de las babosas era cierta. Al preguntárselo, me dijo:
—¡Ah, sí! Es verdad. Me tragué tres babosas enormes.
—¿Y por qué lo hiciste?
—Por varias razones —comentó—. Esto ocurrió el año en que entré aquí. Había mal rollo entre los novatos y los veteranos. Era septiembre. Yo, en nombre de los novatos, fui a hablar con los veteranos, unos tíos de derechas con espadas de madera y todo. Vamos, que no estaban por la labor. Les dije: «Muy bien. Haré lo que sea. Pero espero que quede zanjado el asunto». Y ellos me respondieron: «Entonces trágate unas babosas». «De acuerdo», dije. «Me las tragaré.» Por eso lo hice. Aquellos cerdos me trajeron tres babosas enormes.
—¿Y qué sentiste?
—¿Que qué sentí? Lo que siente uno al tragarse una babosa sólo puede saberlo el que se ha tragado una. Sientes la babosa deslizándose por la garganta hacia el estómago… ¡Aj! Es asqueroso. Repugnante. Está fría y te deja un regustillo en la boca que… Al recordarlo, se me ponen los pelos de punta. Me daban arcadas, pero me aguanté. Si las hubiera vomitado hubiera tenido que tragármelas igualmente. Al final me tragué las tres.
—¿Y qué hiciste después?
—Fui a mi habitación y me hinché de agua salada. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Sí, claro —admití.
—Nadie más se metió conmigo. Ni siquiera los mayores. Porque yo era el único capaz de hacer una cosa así.
—Ya lo creo.
Lo del tamaño del pene fue fácil de averiguar. Bastó con entrar juntos en el baño. En efecto, lo tenía bastante grande. En cambio, el asunto de las cien mujeres era una exageración. «Serán unas setenta y cinco», dijo él tras pensárselo unos instantes. «No me acuerdo bien, pero sin duda más de setenta.» Cuando le confesé que yo sólo me había acostado con una, exclamó:
—¡Pero si es lo más fácil del mundo! Un día de éstos saldremos tú y yo. Y ya verás como te acuestas con una.
No me lo creí, pero, viéndolo actuar, tuve que reconocer que tenía razón. Era tan fácil que casi carecía de interés. Entraba con él en algún bar de Shibuya o de Shinjuku (casi siempre en los mismos), buscábamos a un par de chicas que nos gustaran (el mundo está lleno de pares de chicas), hablábamos con ellas, bebíamos, íbamos a un hotel y nos acostábamos. Él era un buen conversador. Aunque no decía nada del otro mundo, las chicas caían rendidas ante sus palabras, quedaban atrapadas en la conversación, iban bebiendo sin darse cuenta, se emborrachaban y acababan acostándose con él.
Y, encima, era guapo, amable, inteligente; las chicas se sentían bien a su lado. Al parecer, a mí también me encontraban encantador por el simple hecho de acompañarlo. Cuando yo, instado por Nagasawa, contaba algo, las chicas se sentían fascinadas por mi charla y me reían las gracias igual que le sucedía a él. Todo gracias a los poderes mágicos de Nagasawa. No dejaba de sorprenderme: «¡Qué talento tiene!».
Comparado con Nagasawa, las dotes de Kizuki como conversador eran un juego de niños. Algo muy distinto. Aunque me impresionaran las malas artes de Nagasawa, añoraba a Kizuki. «Era un chico leal», me decía. «Reservaba sus habilidades para Naoko y para mí.» Por el contrario, Nagasawa derrochaba su talento abrumador a diestro y siniestro. No le apetecía acostarse con las chicas que tenía delante. Para él todo era un juego.
A mí no me gustaba demasiado acostarme con desconocidas. Era una forma cómoda de satisfacer el deseo sexual y, además, disfrutaba abrazando a una chica, acariciándola. Lo que odiaba era la mañana siguiente. Al despertarme, encontraba a una desconocida durmiendo a mi lado, con la habitación apestando a alcohol y la nota chillona característica de los
love hotels
sobre la cama, en las lamparitas, en las cortinas, en todas partes, y sentía la cabeza embotada por la resaca. Al rato, la chica, se despertaba y buscaba la ropa interior por la habitación. Luego, mientras se ponía las medias, decía: «¿Tomaste precauciones? Porque estaba en el día del mes más peligroso…». Después se dirigía al espejo y, rezongando que le dolía la cabeza o que el maquillaje no lo arreglaba aquella mañana, se pintaba los labios y se ponía las pestañas postizas. Lo odiaba. Hubiese preferido no quedarme hasta la mañana siguiente, pero no podía cortejar a una chica pensando que cerraban la residencia a las doce de la noche (era humanamente imposible), así que pedía permiso para pernoctar fuera. Y entonces tenía que quedarme en el hotel hasta la mañana siguiente y volvía a la residencia lleno de odio hacia mí mismo, odio y desilusión, cegado por la luz de la mañana, con la boca áspera, como si la cabeza perteneciera a otra persona.
Interrogué a Nagasawa tras acostarme con tres o cuatro chicas. ¿No se sentía vacío tras haber hecho aquello setenta veces?
—Que te sientas vacío demuestra que eres un tío decente. Esto es algo positivo —dijo—. No ganas nada acostándote con desconocidas. Sólo consigues cansarte y odiarte a ti mismo. A mí también me pasa.
—¿Y por qué no dejas de hacerlo?
—Me cuesta explicarlo. Se parece a lo que Dostoievski escribió sobre el juego. Es decir, cuando a tu alrededor todo son oportunidades, es muy difícil pasar de largo sin aprovecharlas, ¿entiendes?
—Más o menos —afirmé.
—Se pone el sol. Las chicas salen, dan una vuelta, beben. Quieren algo, y yo puedo dárselo. Es algo tan sencillo como abrir el grifo y beber agua. Esto es lo que ellas esperan. Pues bien, las posibilidades están al alcance de mi mano. ¿Debo dejarlas escapar? Tengo el talento y las circunstancias idóneas para valerme de él. ¿Tengo que cerrar la boca y pasar de largo?
—No lo sé. Nunca me he encontrado en esta situación. Ni siquiera puedo imaginármelo —le dije riendo.
—Según como lo mires, es una suerte —repuso Nagasawa.
Su afición a las mujeres había sido el motivo por el que Nagasawa, que pertenecía a una familia pudiente, había llegado a la residencia. El padre, temiendo que, si vivía solo, se pasara el día corriendo detrás de las faldas, le exigió que estuviera los cuatro años en la residencia. A Nagasawa le daba igual porque allí vivía a su aire, haciendo caso omiso de las normas. Cuando le apetecía, sacaba un pase de pernoctación y salía a ligar o pasaba la noche en el apartamento de su novia. Conseguir ese permiso no era fácil, pero, por lo visto, Nagasawa tenía paso franco, y yo, si él lo pedía, también.
Nagasawa tenía una novia formal desde el primer año de universidad. Se llamaba Hatsumi y tenía su misma edad. Yo la había visto algunas veces y me había parecido una chica muy agradable. No era una belleza, sino que su aspecto era más bien anodino. Al principio me extrañó que Nagasawa saliera con una chica tan poco vistosa, pero en cuanto crucé unas palabras con ella me gustó. Era tranquila, inteligente, considerada, tenía sentido del humor y vestía siempre con elegancia. A mí me encantaba Hatsumi y pensaba que, si tuviera una novia como ella, no iría acostándome con mujeres estúpidas. Yo a ella le caía bien, e insistía en presentarme a alguna chica más joven del club de estudiantes de su universidad para que saliéramos los cuatro, pero no quería repetir los errores del pasado y siempre me zafaba con alguna excusa. La universidad donde estudiaba Hatsumi era conocida por reunir a las hijas de las familias más ricas, con quienes no creía tener nada en común.
Ella intuía que Nagasawa se acostaba con otras chicas, pero jamás se lo reprochó. Lo amaba con locura y no quería presionarlo lo más mínimo.
—No me merezco una mujer así —decía Nagasawa.
Y yo estaba de acuerdo con él.
En invierno encontré un trabajo de media jornada en una tienda de discos de Shinjuku. No pagaban demasiado, pero el trabajo era ameno y no me suponía un gran esfuerzo pasar tres noches por semana en la tienda. Además, podía comprar discos con descuento. En Navidad le regalé a Naoko uno de Henry Mancini que incluía su adorada
Dear Heart.
Se lo envolví yo mismo y le puse una cinta roja. Naoko, por su parte, me obsequió con unos guantes de lana que había tricotado para mí. El dedo gordo era un poco corto pero, lo que es calentar, calentaban.
—Perdona. Soy muy torpe —se disculpó sonrojándose.
—No importa. Me van perfectos —le dije enseñándole los guantes puestos.
—Al menos no tendrás que meterte las manos en los bolsillos —añadió.
Naoko no volvió a Kôbe durante las vacaciones. Yo tenía trabajo en la tienda hasta fin de año y también me quedé en Tokio. En Kôbe no tenía ninguna perspectiva interesante ni a nadie a quien me apeteciera ver. El comedor cerraba en Año Nuevo, así que comí en el apartamento de Naoko. Cocinamos unos
mochi
y un
zôni
[6]
sencillo.
Entre enero y febrero de 1969 pasaron bastantes cosas.
A finales de enero, Tropa-de-Asalto cayó en cama con casi cuarenta grados de fiebre. Por esta razón tuve que anular una cita con Naoko. Había conseguido, con gran esfuerzo, dos invitaciones para un concierto y le propuse a Naoko que me acompañara. A ella le hacía mucha ilusión porque la orquesta interpretaba la
Cuarta sinfonía
de Brahms, su preferida. Pero Tropa-de-Asalto estaba retorciéndose de dolor en la cama, con aire de ir a morirse de un momento a otro, y no era cuestión de dejarlo en ese estado. No encontré ningún alma caritativa dispuesta a cuidarlo en mi ausencia. Total, que fui a comprar hielo, le hice una compresa apilando varias bolsas de plástico llenas, le enjugué el sudor con una toalla fría, le tomé la temperatura cada hora e incluso le cambié la camisa. La fiebre no bajó durante todo el día. Pero, a la mañana siguiente, se levantó de repente y empezó a hacer gimnasia como si nada hubiera sucedido. El termómetro marcaba treinta y seis grados y dos décimas. Era imposible creer que fuera un ser humano.
—¡Qué extraño! Jamás había tenido fiebre —me dijo como si fuese culpa mía.
—Pues ahora la has tenido —repliqué enfadado. Y le mostré las entradas desperdiciadas por culpa de su calentura.
—¡Menos mal que eran invitaciones!
Tuve el impulso de agarrar la radio y tirarla por la ventana, pero empezó a dolerme la cabeza, me metí en la cama y me dormí.
En febrero nevó en varias ocasiones.
A finales de mes tuve una pelea estúpida con uno de los alumnos mayores que vivía en la misma planta que yo. Le aticé y se golpeó la cabeza contra el muro de cemento. Por suerte, no fue grave y, además, Nagasawa intercedió por mí. De todas formas, el director de la residencia me llamó a su despacho y me soltó una reprimenda. A partir de entonces, jamás volví a sentirme a gusto en la residencia.