Tokio Blues (10 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Tokio Blues
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Cuando terminé de escribir la carta, doblé con cuidado las cuatro hojas de papel, las metí en el sobre que tenía preparado y escribí en él la dirección de la casa paterna de Naoko.

Poco después llegó el profesor, un hombre de baja estatura y expresión melancólica. Pasó lista y se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo. El profesor era cojo y se apoyaba en un bastón metálico al andar. Aunque no podía calificarse de divertida, Historia del Teatro II era una asignatura interesante a la que valía la pena asistir. Tras el comentario «Sigue haciendo calor, ¿no creen?», el profesor empezó a hablar de la función del
deus ex machina
en el teatro de Eurípides. Nos explicó la diferencia entre los dioses en las obras de Eurípides y en las de Esquilo y Sófocles. Al cabo de unos diez minutos se abrió la puerta y entró Midori. Vestía una camisa deportiva azul marino y unos pantalones de algodón color crema, y llevaba gafas oscuras como la vez anterior. Se sentó a mi lado después de dirigir una sonrisa al profesor como diciendo: «Siento llegar tarde». Y sacó un cuaderno de su bolso, que me entregó. En él había escrita una nota: «Perdón por lo del miércoles. ¿Estás enfadado?». A media clase, cuando el profesor estaba dibujando en la pizarra el escenario del teatro griego, volvió a abrirse la puerta y entraron dos estudiantes con casco. Parecían una pareja de
Manzai
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. Uno era alto y pálido de tez; el otro, bajito, con la cara redondeada y la piel morena, y llevaba una barba que no le sentaba bien. El alto llevaba octavillas en los brazos. El bajo se dirigió al profesor, le pidió su consentimiento para dedicar la segunda mitad de la clase al debate político. Dijo que el mundo actual estaba lleno de problemas mucho más graves que la tragedia griega. No fue una petición sino un anuncio. «Yo no creo que el mundo actual esté lleno de problemas mucho más graves que la tragedia griega, pero nada de lo que diga servirá para convenceros, así que haced lo que queráis», claudicó el profesor. Y, agarrándose al borde de la mesa, apoyó los pies en el suelo, tomó el bastón y salió del aula cojeando.

Mientras el chico alto repartía los panfletos, el de la cara redonda se subió a la tarima y nos soltó un discurso. Las octavillas estaban escritas con el estilo simplista característico: «¡Hundamos las elecciones fraudulentas al rectorado! ¡Unamos nuestras fuerzas en una nueva huelga general en la universidad! ¡Demos un golpe decisivo a la conjunción poder industrial + poder académico = imperialismo japonés!». La teoría era magnífica, nada podía reprochársele al contenido, pero el texto carecía de poder de convicción. No inspiraba confianza ni movía los corazones. Otro tanto sucedía con el discurso del chico de la cara redonda. La misma canción de siempre. La melodía era idéntica, sólo diferían algunas comas. «El auténtico enemigo de estos tíos no es el poder estatal, es la falta de imaginación», pensé.

—¡Vámonos! —me susurró Midori.

Asentí y nos levantamos. Al salir del aula, el chico de la cara redonda me abordó, pero no entendí sus palabras. Midori le dirigió un «¡Hasta luego!» y le dijo adiós con la mano.

—¿Crees que tú y yo somos unos contrarrevolucionarios? —me preguntó Midori una vez fuera del aula—. Si triunfa la revolución, nos colgarán de un poste de la electricidad, el uno al lado del otro.

—Antes de que me cuelguen, me gustaría comer —comenté.

—¡Es verdad! Me apetece llevarte a un sitio, pero está lejos. ¿Tienes tiempo?

—Tengo tiempo hasta la clase de las dos.

Subimos al autobús y fuimos hasta Yotsuya. El lugar adónde Midori quería llevarme era una tienda de
bentô
[10]
que estaba detrás de la estación de Yotsuya. Cuando nos sentamos a la mesa, nos trajeron una caja cuadrada, lacada en rojo, con el almuerzo del día y un bol con la sopa. Había valido la pena ir en autobús hasta allí.

—¡Qué bueno! —exclamé.

—Sí. Y además está bien de precio. Vengo a comer aquí de vez en cuando desde que iba al instituto. Mi escuela estaba muy cerca de aquí. Había unas normas muy estrictas y nosotras veníamos a comer a escondidas. Era la clásica escuela donde te expulsan temporalmente sólo por escaparte a comer fuera.

Al quitarse las gafas de sol, me pareció que Midori tenía los ojos más somnolientos que la vez anterior. Jugueteaba con un brazalete de plata que llevaba en la muñeca izquierda o se rascaba el rabillo del ojo con la yema del dedo meñique.

—¿Tienes sueño? —le pregunté.

—Un poco. No duermo bien —dijo—. Entre una cosa y otra, no tengo tiempo. Pero no pasa nada. No te preocupes. ¡Ah! Y perdona por lo del otro día. Me surgió uno de esos compromisos ineludibles. Fue por la mañana, de repente, y no pude arreglarlo. Pensé en llamarte al restaurante, pero no recordaba el nombre. Tampoco sabía tu número de teléfono. ¿Me esperaste mucho rato?

—No importa. A mí me sobra tiempo.

—¿Tanto tiempo tienes?

—Tengo tanto tiempo que hasta puedo darte un poco para que duermas.

Midori me sonrió con una mejilla apoyada en la palma de la mano y me miró a los ojos.

—¡Qué amable eres!

—No soy amable; tengo mucho tiempo libre —expliqué—. Por cierto, el otro día, cuando te llamé a casa, me dijeron que habías ido al hospital. ¿Te pasaba algo?

—¿A casa? —Arqueó las cejas—. ¿Y cómo averiguaste mi número de teléfono?

—Lo busqué en la asociación de alumnos. Cualquiera puede hacerlo.

Ella asintió con dos o tres movimientos de cabeza como diciendo «¡Claro!», y volvió a juguetear con el brazalete.

—No se me había ocurrido. Yo también hubiera podido averiguar tu número de esta manera. Del hospital ya te hablaré otro día. Ahora no me apetece. Perdona.

—No importa. Me parece que he preguntado demasiado.

—¡No, qué va! Pero estoy cansada. Como un mono mojado bajo la lluvia…

—¿No deberías volver a casa y dormir un poco? —dije.

—Ahora no tengo sueño. Paseemos.

Me llevó hasta su antigua escuela, que se hallaba muy cerca de la estación de Yotsuya.

Al pasar por delante de la estación, me acordé de Naoko y de nuestros interminables paseos. Todo empezó en aquel lugar. Pensé: «¡Qué diferente sería ahora mi vida si no me hubiese encontrado con Naoko aquel domingo de mayo en el tren de la línea Chûô!». Pero me corregí de inmediato diciéndome que, aunque no hubiera sido así, el resultado hubiera sido el mismo. Quizás aquel día nos encontramos porque así tenía que ser y, aunque no nos hubiésemos encontrado entonces, hubiese ocurrido en otra ocasión. No tenía ninguna razón para creerlo, pero me daba esa impresión.

Midori Kobayashi y yo nos sentamos en un banco del parque y contemplamos la escuela donde ella había estudiado. La hiedra se encaramaba por los muros y, en los balcones, unas palomas recobraban fuerzas antes de alzar el vuelo. Era un edificio vetusto. En el jardín había un roble muy alto y, junto a él, ascendía una columna de humo blanco. La luz del verano lo oscurecía y empañaba.

—Watanabe, ¿sabes qué es este humo? —me preguntó Midori.

Le respondí que no.

—Compresas quemadas.

—¿Ah, sí? —repuse. No se me ocurrió otra cosa que decir.

—Compresas, tampones —dijo Midori sonriendo—. Todo eso se tira al cubo de la basura de los lavabos. Piensa que ésta es una escuela de niñas. El viejo conserje lo recoge de los cubos y lo quema en el incinerador. De ahí el humo.

—Da una sensación de amenaza… —comenté.

—Sí, eso es lo que yo pensaba cada vez que lo veía a través de las ventanas de la clase: «¡Qué amenazador!». Entre todos los cursos, en la escuela habrá unas mil niñas. Restando las que aún no menstrúan, quedarán unas novecientas. De éstas, una de cada cinco tiene la regla a la vez, lo que representa unas ciento ochenta niñas. Es decir que, en un día, se tiran al cubo de la basura las compresas usadas por esas ciento ochenta niñas.

—No sé cuánto será exactamente…

—Una cantidad considerable. Las compresas de ciento ochenta chicas. ¿Qué debe de sentirse al ir recogiendo y quemando todo eso?

—No tengo ni idea —dije.

¿Cómo iba a saberlo yo? Ambos permanecimos unos instantes contemplando el humo blanco.

—En realidad, a mí no me gustaba venir aquí. —Midori ladeó la cabeza—. Yo quería ingresar en una escuela pública. Ser una persona corriente que va a una escuela normal y vivir una adolescencia divertida y relajada. Pero a mis padres se les ocurrió meterme aquí. Por las apariencias. A veces ocurre. Cuando una niña es buena estudiante en primaria, los maestros dicen: «Con las notas que saca esta niña, deberían llevarla a ese colegio». Y eso es lo que me pasó. Estudié seis años en esta escuela, pero jamás llegó a gustarme. Venía a clase con una única idea en la cabeza: ¡salir de aquí cuanto antes! Incluso recibí el premio de puntualidad y asistencia. ¡Pese a lo mucho que detestaba la escuela! ¿Y sabes por qué?

—No.

—Porque la odiaba a muerte. Por eso no falté un solo día. No quería que la escuela me venciese. Conque me hubiera derrotado una vez, hubiese sido el fin. Tenía miedo de que, si me vencía una vez, empezaría a deslizarme pendiente abajo. He ido a la escuela a rastras, con treinta y nueve grados de temperatura, y al preguntarme el profesor: «Kobayashi, ¿te encuentras mal?», mentía diciendo que estaba bien. Así me dieron el premio de puntualidad y asistencia, junto con un diccionario de francés. Por eso en la universidad elegí estudiar alemán. Porque no quería deberle nada a este colegio. No es broma.

—¿Y por qué lo odiabas tanto?

—¿A ti te gustaba el tuyo?

—Yo fui a una escuela pública de lo más normal. Jamás me lo planteé.

—En este colegio se reúne la élite —dijo Midori—. Aquí se juntan casi mil niñas de buena familia. De buena familia y que, encima, sacan buenas notas. Todas eran niñas ricas. Hay que serlo. La matrícula es cara, hay muchas contribuciones, en los viajes de estudios se alojan en hoteles de lujo de Kioto y toman manjares selectos en bandejas lacadas, y una vez al año dan, en el comedor del hotel Okura, clase de modales en la mesa. Vamos, que no es una escuela normal. ¿Sabes que, de las ciento sesenta alumnas del curso, yo era la única que vivía en Toshima? Una vez miré la lista de alumnas matriculadas. Me preguntaba dónde vivían. ¡Increíble! En Chiyoda-ku Sanban-chô, Minato-ku Moto-Azabu, Ôta-ku Denenchôfu, Setagaya-ku Seijô
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… Todas en sitios así. Sólo había una que vivía en Chiba-ken
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. Intenté hacerme amiga suya. Era una buena chica. Me dijo: «¿Quieres venir a mi casa?». «Está lejos. Me sabe mal», respondí, pero no me importaba y fui. ¡Me quedé atónita! ¡Qué casa! Tardabas quince minutos en dar la vuelta al recinto. Un jardín increíble con dos perros enormes comiendo pedazos de carne de ternera. Con todo, aquella niña se sentía acomplejada por vivir en Chiba. Era una niña a la que, cuando se le hacía tarde, la llevaban a la escuela en Mercedes. Con chófer. Un chófer con gorra y guantes blancos, como salido de
Green Hornet
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. Sin embargo, esta niña se avergonzaba de sí misma. ¿Puedes creerlo?

Sacudí la cabeza.

—Miré las listas de toda la escuela, pero yo era la única que vivía en Toshima-ku Kita-Ôtsuka. Por si fuera poco, en la columna donde se especificaba la profesión de los padres, ponía: «Propietarios de una librería». Gracias a eso, yo, a las de mi clase, les parecía un ejemplar de lo más exótico. «¡Qué suerte tienes! ¡Puedes leer todos los libros que quieras!» Todas pensaban en una librería enorme como Kinokuniya. Ésa era la única imagen que les venía a la cabeza al oír la palabra «librería». Pero la librería Kobayashi es patética. ¡Pobre! La puerta se abre con un sonido de campanillas y, ante tus ojos, se extiende un gran despliegue de revistas. Las de venta segura son las revistas femeninas, esas que tienen un suplemento sobre nuevas técnicas sexuales con ilustraciones de cuarenta y ocho posturas. Las amas de casa del vecindario las compran, devoran sus páginas sentadas a la mesa de la cocina mientras esperan que lleguen sus maridos para ponerlas en práctica. ¡Hay cada cosa! No sé en qué deben de estar pensando en la vida estas mujeres. Las revistas manga también se venden bien:
Magazine, Sunday, Jump…
Y, por supuesto, las revistas del corazón. En fin, casi todo son revistas. También tenemos algún libro de bolsillo, pero ninguno que valga la pena. Novelas de misterio, libros viejos, novelitas: eso es lo único que la gente compra. Y manuales. Cómo jugar al
go,
cómo cuidar un
bonsai,
discursos de boda. Todo lo que debes saber sobre la vida sexual, cómo dejar de fumar, etcétera. ¡Ah! Además vendemos artículos de papelería. Al lado de la caja registradora hay apilados cuadernos, bolígrafos y lápices. Nada más que eso. No encontrarás
Guerra y paz,
ni
Sei-teki Ningen
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ni tampoco
El guardián entre el centeno.
Así es la librería Kobayashi. ¿Qué podían envidiar de ella? ¿A ti te da envidia?

—La estoy viendo.

—Los vecinos vienen a comprar desde siempre. Hacemos repartos a domicilio. Toda la vida hemos tenido muchos clientes y la librería nos ha dado de comer a los cuatro. No tenemos deudas. Las dos hijas hemos podido ir a la universidad. Pero no da para más. En casa no hay dinero para caprichos. Por eso jamás debieron llevarme a esa escuela. Eso únicamente nos hizo desgraciados. Cada vez que había un gasto extra, mis padres rezongaban; cuando salía con mis amigas del colegio e íbamos a tomar algo a un sitio caro, yo temía que no me alcanzase el dinero. Una manera miserable de vivir. ¿Tu familia es rica?

—No. Somos una familia trabajadora, ni rica ni pobre. Supongo que mis padres hacen un esfuerzo por enviar a su hijo a una universidad privada de Tokio, pero, como sólo me tienen a mí, no es tan grave. No me mandan mucho dinero, así que trabajo a media jornada. Somos una familia de lo más normal. Tenemos un pequeño jardín, un Toyota Corolla…

—¿Y de qué trabajas?

—Trabajo tres noches por semana en una tienda de discos de Shinjuku. Es un trabajo sencillo. Tengo que vigilar la tienda.

—¡Vaya! —dijo Midori—. Yo pensaba que nunca habías tenido problemas de dinero. No sé por qué. Por la pinta, supongo.

—De hecho, nunca he pasado estrecheces. Pero no me sobra el dinero. Como a la mayoría de la gente.

—En mi escuela la mayoría de la gente era rica. —Posó las manos sobre su regazo con las palmas vueltas hacia arriba—. Ése era el problema.

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