Tokio Blues (41 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Tokio Blues
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—Pero yo te gusto y no quieres que me aleje de ti, ¿no es cierto?

—Sí.

Midori se separó de mí y me miró a los ojos, sonriendo.

—Te esperaré. Confío en ti —accedió—. Pero cuando me elijas, quiero ser la única. Cuando hagas el amor conmigo, piensa sólo en mí. ¿Entiendes lo que trato de decirte?

—Perfectamente.

—No me hagas daño. Bastante me han herido ya a lo largo de mi vida. No quiero que me hieran nunca más. Quiero ser feliz.

La atraje hacia mí y la besé.

—Suelta este estúpido paraguas y abrázame con fuerza, con los dos brazos —me ordenó Midori.

—Sin paraguas, nos quedaremos empapados.

—¡Qué más da! No importa. Ahora quiero que me abraces sin pensar en nada. He estado aguantando durante dos meses.

Dejé el paraguas a nuestros pies y la abracé con fuerza bajo la lluvia. Nos envolvía un rumor sordo parecido al de los neumáticos de un coche circulando por la autopista. La lluvia seguía cayendo en silencio, incansable, empapándonos el pelo, rodando por nuestras mejillas como lágrimas, tiñendo de oscuro la chaqueta tejana de Midori y mi chaqueta forrada de nailon amarillo.

—¿Vamos bajo cubierto? —dije.

—Ven a casa. No hay nadie. Si no, pillaremos un resfriado.

—Y que lo digas.

—Parece que hemos cruzado un río a nado. —Midori se rió—. ¡Ah! Estoy muy contenta.

Compramos una toalla grande en la sección de ropa del hogar y entramos por turno en los servicios a secarnos el pelo. Luego tomamos el metro y fuimos hasta su apartamento, en Myôgadani. Midori me hizo entrar en la ducha; a continuación se duchó ella. Mientras se secaba la ropa, me prestó un albornoz y ella se puso un polo y una falda. Tomamos una taza de café sentados a la mesa de la cocina.

—Háblame de ti —me pidió Midori.

—¿De qué quieres que te hable?

—No lo sé… Dime cosas que detestes.

—Detesto el pollo, las enfermedades venéreas y los barberos que hablan demasiado.

—¿Y qué más?

—Las noches solitarias de abril y las fundas de los teléfonos móviles con puntillas de encaje.

—¿Y qué más?

Sacudí la cabeza.

—No se me ocurre nada más.

—Mi novio, es decir, mi ex novio, no podía soportar un montón de cosas. Odiaba que yo llevara faldas demasiado cortas, que fumara, que me emborrachara, que dijera groserías, que criticara a sus amigos… Si hay algo de mí que no te guste, dímelo con franqueza. Y si puedo corregirlo, lo haré.

—No hay nada que no me guste. —Negué con la cabeza tras reflexionar unos instantes—. Nada.

—¿De verdad?

—Me gusta la ropa que llevas, me gusta lo que haces, lo que dices, cómo andas, cómo te emborrachas. Todo.

—¿Te gusta como soy?

—No sé cómo cambiarías, así que ya me va bien como eres.

—¿Cuánto te gusto?

—Como para convertir en mantequilla todos los tigres de las junglas del mundo entero.

—¡Ah! —Midori parecía satisfecha—. ¿Me abrazas otra vez?

Nos abrazamos sobre la cama de su dormitorio. Entre las sábanas, oyendo cómo caía la lluvia, unimos nuestros labios y hablamos de todo lo imaginable, desde la formación del universo hasta cómo nos gustaban los huevos duros.

—¿Qué deben de hacer las hormigas los días de lluvia? —preguntó Midori.

—No lo sé —dije—. Tal vez hagan la limpieza del hormiguero u ordenen la despensa. Porque las hormigas son muy trabajadoras.

—Si lo son tanto, ¿por qué no han evolucionado y se han quedado tal como estaban?

—Tal vez su estructura corporal no sea apta para la evolución. En comparación con los monos, por ejemplo.

—Vaya, me sorprendes. Hay un montón de cosas que no sabes —comentó Midori—. Creía que lo sabías todo de este mundo.

—El mundo es muy grande —repuse.

—Las montañas son altas; los océanos, profundos. —Midori metió la mano por debajo del albornoz y me agarró el pene erecto. Contuvo la respiración—. Watanabe, me sabe mal, pero esto no puede ser. Una cosa tan grande y tan dura no me cabe dentro. Imposible.

—¿Bromeas? —Suspiré.

—Sí. —Midori ahogó una risita—. No hay problema. Tranquilo. Creo que me cabe. ¿Puedo mirarlo?

—Haz lo que te plazca —dije.

Ella desapareció bajo las sábanas y estuvo un rato jugueteando con mi pene. Tirando de la piel, sopesando los testículos con la palma de su mano. Luego asomó la cabeza entre las sábanas y tomó aire.

—¡Me encanta! ¡Y no es un cumplido! —exclamó.

—Gracias —agradecí educadamente.

—Pero no quieres hacerlo hasta que tengas las cosas claras.

—No es que no quiera… Me muero de ganas de hacerlo. Pero creo que no debo.

—Eres un cabezota. Yo de ti lo haría, y punto. Y una vez hubiese terminado, pensaría.

—¿Hablas en serio?

—No —susurró Midori—. Yo, en tu lugar, no lo haría. Esto es lo que me gusta de ti. Me gusta mucho, muchísimo.

—¿Cuánto te gusto? —le pregunté.

Pero ella, en vez de responder, pegó su cuerpo al mío, posó sus labios sobre mis pezones y empezó a mover despacio la mano con que me asía el pene. Lo primero que noté fue que Midori y Naoko movían la mano de forma muy distinta. Los movimientos de ambas eran dulces, maravillosos, pero diferentes.

—Watanabe, ¿estás pensando en la otra chica?

—No, no estoy pensando en ella —mentí.

—¿De verdad?

—Sí.

—En momentos así, no pienses en otras mujeres, ¿vale?

—No podría —dije.

—¿Quieres acariciarme los pechos, o ahí abajo? —me preguntó Midori.

—Me encantaría, pero creo que es mejor que no lo haga. Tantos estímulos a la vez son excesivos para mí.

Midori asintió y, entre las sábanas, se quitó las bragas y las puso en la punta de mi pene.

—Puedes echarlo aquí.

—Se te ensuciarán.

—No digas chorradas. Se me saltarán las lágrimas… —Midori puso voz lacrimosa—. Bastará con lavarlas. Así que no te reprimas y suelta todo lo que quieras. Si tanto te preocupa, me regalas unas nuevas. O quizá no quieres porque son mías.

—¡Pero qué dices!

—Córrete. ¡Vamos! ¡Adelante!

Después de eyacular, estuvo estudiando mi semen.

—¡Has sacado mucho! —exclamó admirada.

—¿Demasiado?

—No importa. Está bien así. ¡Serás tonto! Tú echa tanto como quieras. —Midori se rió y me estampó un beso.

Al atardecer se fue de compras por allí cerca y preparó la cena. Sentados a la mesa de la cocina, bebimos cerveza y comimos
tempura
y arroz con guisantes.

—Watanabe, come mucho y produce montones de semen —dijo Midori—. Luego haré que lo expulses con cariño.

—Gracias.

—Conozco muchas técnicas. Cuando teníamos la tienda, las aprendí leyendo revistas femeninas. Resulta que las mujeres embarazadas no pueden hacerlo, y hay suplementos especiales que enseñan qué deben hacer durante el embarazo para que el marido no se acueste con otras. Hay muchas maneras distintas. ¿No te hace ilusión?

—Sí.

Tras despedirme de Midori, en el tren de vuelta a casa, desplegué la edición vespertina del periódico que había comprado en la estación, pero no me apetecía hojearlo. No comprendí las cuatro líneas que me esforcé en leer. Con la vista clavada en una misteriosa primera página, pensé en qué haría a partir de entonces y de qué modo cambiarían las cosas. Sentía cómo el mundo latía a mi alrededor. Exhalé un profundo suspiro y cerré los ojos. No me arrepentía de ninguno de mis actos de aquel día, y estaba convencido de que, aun suponiendo que hubiese podido volver atrás, no hubiera corregido nada de lo que había sucedido. Hubiera estrechado a Midori entre mis brazos en la azotea bañada por la lluvia, me hubiera quedado empapado y, dentro de su cama, sus dedos me hubieran hecho eyacular. No dudaba lo más mínimo sobre ello. Amaba a Midori y me hacía feliz que ella hubiese vuelto a mi lado. Era probable que juntos saliéramos adelante. Y Midori, tal como me había dicho ella misma, era una mujer de carne y hueso, y su cuerpo cálido se había abandonado entre mis brazos. A duras penas había podido reprimir el violento deseo que me empujaba a desnudarla, a penetrarla y hundirme en su cálido interior. Había sido incapaz de detener aquellos dedos que rodeaban mi pene, una vez había empezado a moverlos lentamente. Lo deseaba yo y ella también lo deseaba; nos amábamos desde hacía tiempo. ¿Quién podía evitarlo? Sí, amaba a Midori. Probablemente, antes ya debía de saberlo. Pero lo había ignorado durante mucho tiempo.

El problema residía en que no podía explicarle a Naoko estas nuevas circunstancias. En otro momento, tal vez lo hubiera probado, pero ahora era imposible decirle que me había enamorado de otra mujer. Aún amaba a Naoko. Por más que aquel amor se hubiera torcido de una manera extraña, yo la amaba todavía, sin duda, y el gran espacio que ella ocupaba en mi corazón permanecía intacto.

Lo único que podía hacer era escribir a Reiko y confesárselo todo con franqueza. Llegué a casa, me senté en el porche y, contemplando el jardín en una noche de lluvia, formulé varias frases dentro de mi cabeza. Después me senté al escritorio y me puse a escribir. «Tener que escribirte esta carta me produce una gran tristeza», empecé. Le hice un somero resumen de cuál había sido mi relación con Midori hasta entonces y le expliqué lo que había surgido aquel día entre nosotros.

«Siempre he amado a Naoko, y la amo todavía. Pero lo que existe entre Midori y yo es algo definitivo. Es una fuerza a la que me cuesta resistirme, y me da la impresión de que seguirá arrastrándome en el futuro. El amor que siento por Naoko es plácido, dulce y transparente, pero mis sentimientos por Midori son de una naturaleza muy distinta. Se levantan y andan, respiran y laten. Me sacuden de los pies a la cabeza. No sé qué hacer. Me siento confuso. No pretendo excusarme, pero, a mi manera, he intentado ser lo más sincero posible y no le he mentido nunca a nadie. Siempre he tenido cuidado de no herir a nadie. No tengo la menor idea de cómo he caído en este laberinto. ¿Qué debo hacer? Tú eres la única persona a quien puedo pedir consejo.»

Pegué un sello de correo urgente y envié la carta aquella misma noche.

La respuesta de Reiko llegó cinco días más tarde.

«Primero, las buenas noticias. Naoko está mejorando mucho más deprisa de lo que cabía esperar. Hablé con ella por teléfono y la noté muy lúcida. Quizá pueda volver pronto.

»A continuación, a lo tuyo.

»Creo que no deberías tomarte las cosas tan en serio. Amar a alguien es algo maravilloso y, si este sentimiento es sincero, no tiene por qué arrojar a nadie en un laberinto. Ten más confianza en ti mismo.

»Mi consejo es muy simple. En primer lugar, si Midori te atrae tanto, es lógico que te hayas enamorado de ella. Lo vuestro puede ir bien o puede ir mal. Pero el amor es así. Y cuando te enamoras, lo normal es abandonarte a este amor. Ésta es mi opinión. Creo que ésta puede ser una forma de honestidad.

»En segundo lugar, en cuanto a las relaciones sexuales con ella, disculpa que no quiera entrar en tus intimidades. Habla con Midori y sacad una conclusión que os satisfaga a los dos.

»En tercer lugar, no se lo cuentes a Naoko. Si fuera necesario decirle algo, llegado el momento ya pensaríamos la mejor manera de hacerlo. Pero, por ahora, no le cuentes nada. Déjamelo a mí.

»En cuarto lugar, hasta ahora has ayudado mucho a Naoko. En el futuro, aunque ya no estés enamorado de ella, todavía hay un montón de cosas que puedes hacer por ella. Así que intenta no tomártelo todo tan a pecho. Nosotros (con “nosotros” me refiero a la gente normal y a la que no lo somos tanto), todos nosotros somos seres imperfectos que vivimos en un mundo imperfecto. Y no debemos vivir de una manera tan rígida, midiendo la longitud con una regla y los ángulos con un transportador como si la vida fuera un depósito bancario. ¿No te parece?

»Midori me parece una chica fantástica. Leyendo tu carta, he comprendido por qué te sientes atraído por ella. También puedo entender que al mismo tiempo te sientas atraído por Naoko. Esto no es ningún pecado. Cosas así pasan todos los días en este mundo. Es igual que ir en bote por un lago en un día soleado y decir que el cielo es hermoso y que el lago es bello. Deja de atormentarte por esto. Las cosas fluyen hacia donde tienen que fluir, y por más que te esfuerces e intentes hacerlo lo mejor posible, cuando llega el momento de herir a alguien lo hieres. La vida es así. Parece que está aleccionándote, pero ya es hora de que aprendas a vivir de este modo. Constantemente intentas que la vida se adecúe a tu modo de hacer las cosas. Si no quieres acabar en un manicomio, abre tu corazón y abandónate al curso natural de la vida. Incluso una mujer débil e imperfecta como yo piensa lo maravilloso que es vivir. Intenta ser feliz. ¡Adelante!

»Por supuesto, siento mucho que lo vuestro, lo de Naoko y tú, no haya tenido un final feliz. Pero, a fin de cuentas, ¿quién puede decir lo que es mejor? No te reprimas por nadie y, cuando la felicidad llame a tu puerta, aprovecha la ocasión y sé feliz. Puedo decirte por experiencia que estas oportunidades aparecen dos o tres veces en la vida y, si las dejas escapar, te arrepentirás para siempre.

»Cada día toco la guitarra para mí misma. Es un poco aburrido, la verdad. Detesto las oscuras noches de lluvia. Me gustaría tocar alguna vez, comiendo uvas, en una habitación donde estuvierais Naoko y tú.

»Hasta entonces, pues.

»Reiko Ishida

»17 de junio.»

11

Reiko siguió escribiéndome incluso después de la muerte de Naoko. Me aseguraba que no había sido culpa mía, que no había sido culpa de nadie, que aquello era como la lluvia, que nadie pudo impedirlo. No quise responderle. ¿Qué podía decirle? ¿De qué serviría? Naoko ya no estaba en este mundo; se había convertido en un puñado de cenizas.

A finales de agosto, tras el silencioso funeral de Naoko, volví a Tokio y le anuncié a mi jefe que iba a estar fuera una temporada y no iría a trabajar. A Midori le escribí una carta diciéndole que no podía explicarle nada, pero que me esperara. Durante tres días fui al cine a diario y vi películas de la mañana a la noche. Cuando hube visto todas las películas de estreno, metí mis cosas dentro de la mochila, saqué todos mis ahorros del banco, me dirigí a la estación de Shinjuku y subí al primer expreso.

No recuerdo adónde fui, ni cómo. Recuerdo bien el paisaje, los olores, los sonidos, pero soy incapaz de recordar el nombre de los lugares. Tampoco recuerdo el itinerario. Iba de una ciudad a otra en tren, en autobús, sentado junto al conductor de un camión, extendía mi saco de dormir y dormía en cualquier descampado, estación, parque, a orillas de un río o en la playa. La policía me ofreció alojamiento en una ocasión; otro día dormí al lado de un cementerio. Dormía profundamente en cualquier lugar apartado del paso de los transeúntes, sin importarme dónde. Exhausto de andar, me metía dentro del saco, bebía whisky barato y caía rendido. En pueblos acogedores, la gente me traía comida o incienso contra los mosquitos; en pueblos poco acogedores, la gente llamaba a la policía y me echaba de los parques. A mí tanto me daba. Lo único que quería era dormir profundamente en un lugar desconocido.

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