—Lo sé —le dije.
Durante la comida nos mostramos nuestras matrículas y descubrimos que iríamos a dos clases juntos. Es decir, la vería dos veces por semana. Luego me contó cosas de su vida. Tanto a ella como a su hermana, al principio les costó acostumbrarse a vivir en el apartamento. Porque aquella vida, me contó Midori, comparada con la que habían llevado hasta entonces, era demasiado cómoda. Estaban habituadas a correr todo el día de acá para allá, cuidando a enfermos y ayudando en la tienda.
—Últimamente, ya nos hemos hecho a la idea de que ésta va a ser nuestra vida. No tendremos que privarnos de nada por nadie y podremos movernos con toda libertad. Pero esta idea, a nosotras, nos inquietaba. Nos sentíamos como si estuviéramos flotando a dos o tres centímetros del suelo. No sé, nos daba la impresión de que era mentira, de que una vida tan fácil no podía ser real. Y las dos estábamos tensas, esperando que la situación cambiara de un momento a otro.
—¡Las hermanas sufridoras! —Me reí.
—Hasta ahora, todo ha sido tan cruel… —continuó Midori—. Pero de aquí en adelante vamos a recuperar el tiempo perdido.
—Conociéndote, seguro que lo lograréis —comenté—. ¿Qué hace ahora tu hermana?
—Una amiga suya acaba de abrir una tienda de accesorios en Omotesandô, y ella la ayuda tres veces por semana. Además, aprende cocina, sale con su novio, va al cine, hace el vago. Disfruta de la vida.
Midori me preguntó por mi nueva vida y yo le hablé de la distribución de las habitaciones, de lo amplio que era el jardín, de
Gaviota,
mi gata, y de mi casero.
—¿Te diviertes? —me preguntó.
—No lo paso mal —dije.
—Pues a mí no me lo parece, la verdad.
—Pese a estar en primavera…
—Pese a llevar este precioso jersey que te ha hecho tu novia.
Sorprendido, miré el jersey morado que llevaba puesto.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Eran simples suposiciones, hombre! —Midori se sorprendió—. No estás bien, ¿me equivoco?
—Al menos intento animarme.
—Piensa que la vida es como una caja de galletas.
Negué varias veces con un gesto de la cabeza y me quedé mirándola.
—Quizá sea un poco tonto, pero a veces no te entiendo.
—En una caja de galletas hay muchas clases distintas de galletas. Algunas te gustan y otras no. Al principio te comes las que te gustan, y al final sólo quedan las que no te gustan. Pues yo, cuando lo estoy pasando mal, siempre pienso: «Tengo que acabar con esto cuanto antes y ya vendrán tiempos mejores. Porque la vida es como una caja de galletas».
—Eso es filosofía.
—Pero es cierto. Yo lo he aprendido de manera empírica —dijo Midori.
Mientras tomábamos una taza de café, entraron en la cafetería dos chicas, al parecer compañeras de clase de Midori, y las tres se mostraron las matrículas y estuvieron un rato charlando de todo lo imaginable: de las notas que habían sacado el día anterior en alemán, de que habían oído que una de ellas se había hecho daño, de lo bonitos que eran los zapatos de la otra, de dónde los había comprado… Yo escuchaba distraído aquella cháchara que parecía llegarme del otro extremo del planeta. Tomaba sorbos de café y miraba al otro lado del ventanal. Veía el habitual panorama de la universidad en primavera. El cielo velado por una ligera bruma, los cerezos en flor, unos estudiantes a todas luces novatos andando con libros nuevos bajo el brazo… Mientras contemplaba este paisaje, volví a quedarme absorto. Pensé en Naoko, que tampoco aquel año podría volver a la universidad. En la repisa del ventanal había un pequeño jarrón con anémonas.
Cuando las dos chicas se fueron a su mesa tras un «Hasta luego», Midori y yo abandonamos el local y paseamos por el barrio. Recorrimos las librerías de viejo y compramos varios libros, entramos en otra cafetería y tomamos otra taza de café, jugamos a la máquina del millón en un salón recreativo, nos sentamos en el parque y charlamos. En general, ella era la que hablaba; yo me limitaba a asentir. Midori me dijo que estaba sedienta y fui a una pastelería del barrio a comprar dos Coca-Colas. Mientras tanto, ella garabateó algo con un bolígrafo en un bloc. Al preguntarle de qué se trataba, me respondió que no era nada importante.
A las tres y media me dijo que tenía que irse, que había quedado con su hermana en Ginza. Los dos caminamos hasta la estación del metro y allí nos despedimos. En el instante de separarnos, ella me introdujo una hoja de papel doblada en cuatro en el bolsillo del abrigo. Me dijo que la leyera al regresar a casa. La leí en el tren.
«Te estoy escribiendo esta carta aprovechando que has ido a comprar unas Coca-Colas. Es la primera vez en mi vida que le escribo una carta a alguien que está sentado en un banco a mi lado. Pero es la única manera que he encontrado para comunicarme contigo. Porque apenas escuchas lo que digo, ¿no es cierto?
»Hoy me has hecho algo terrible. No te has dado cuenta siquiera de que me he cambiado el peinado, ¿verdad? Después del tiempo que he tardado en dejarme crecer el pelo, a finales de la semana pasada por fin logré hacerme un peinado más o menos femenino. Pero tú no te has dado cuenta. Y yo que pensaba que estaba bastante mona y que, después de estar tanto tiempo sin vernos, te sorprenderías…, pero no te has fijado. Esto es el colmo, ¿no crees? Quizá no recuerdes qué ropa llevaba puesta. Yo soy una chica. Por más cosas que tengas en la cabeza, ¡podrías prestarme un poco más de atención! Hubiera bastado con una frase del estilo: “Te sienta bien este peinado”. Te hubiera perdonado que fueras a la tuya, que pensaras en qué sé yo.
»Por esto, te he dicho una mentira. No es cierto que haya quedado con mi hermana en Ginza. Hoy pensaba pasar la noche en tu casa. Dentro del bolso llevo el pijama y el cepillo de dientes. ¡Ja, ja, ja! Parezco idiota. Si no me has invitado… En fin, te importo un rábano y, por lo visto, quieres estar solo, así que te dejaré en paz. Quémate las cejas pensando en lo que te dé la gana.
»No creas que estoy enfadada contigo. Sólo estoy triste. Porque tú has sido muy amable conmigo y, a cambio, no he sabido ayudarte. Tú siempre estás encerrado en tu propio mundo y, cuando llamo a la puerta, “toc, toc”, te limitas a levantar la cabeza antes de volver a encerrarte.
»Ahora te acercas con las Coca-Colas. Parece que tienes la cabeza en las nubes. He deseado que tropezaras, pero no te has caído. Ahora acabas de sentarte a mi lado, te estás bebiendo la Coca-Cola a sorbos. Deseaba que al volver hubieras caído en la cuenta y al fin me dijeras: “¡Anda, pero si te has cambiado de peinado!”. Pero no ha habido suerte. Si te hubieras fijado, hubiera roto esta carta y hubiera dicho: “Vámonos a tu casa. Te haré una buena cena. Y luego nos iremos a la cama los dos muy juntitos”. Pero eres tan insensible como una plancha de hierro.
»Adiós.
»P.D. A partir de ahora, aunque me veas en clase, haz el favor de no dirigirme la palabra.»
La llamé por teléfono desde la estación de Kichijôji, pero no respondió nadie. Como no tenía nada que hacer, recorrí el barrio buscando algún trabajo que pudiera compaginar con las clases de la universidad. Los sábados y domingos tenía el día libre; los lunes, miércoles y jueves podía trabajar a partir de las cinco de la tarde. Sin embargo, no me fue fácil encontrar un trabajo que se adecuara a mi agenda. Desistí y regresé a casa, y cuando fui a hacer la compra para la cena, volví a telefonear a Midori. Se puso su hermana y me dijo que Midori todavía no había vuelto y que no sabía cuándo regresaría. Le di las gracias y colgué el auricular.
Después de cenar me dispuse a escribirle una carta, pero, tras intentarlo varias veces sin éxito, acabé escribiendo a Naoko.
Le conté que había llegado la primavera y que, con ella, empezaba un nuevo curso. Le dije lo mucho que la echaba de menos y que hubiera querido verla y hablar con ella. Pero había decidido ser fuerte. Éste era el único camino que se abría ante mí.
«Además, tal vez sea un problema mío y a ti te dé lo mismo, pero ya no me acuesto con nadie. Porque no quiero olvidar el tacto de tu piel. Para mí, aquellos instantes son mucho más preciosos de lo que puedas imaginarte. Siempre pienso en ellos.»
Metí la carta en el sobre, le pegué un sello, me senté a la mesa y permanecí un rato con la mirada clavada en ella. La carta era mucho más breve que de costumbre, pero me dio la impresión de que, de este modo, lograría transmitirle mejor mis sentimientos a Naoko. Me serví unos tres centímetros de whisky, que bebí de dos tragos, y me dormí.
Al día siguiente encontré un trabajo para los sábados y domingos, cerca de la estación de Kichijôji. Era un trabajo de camarero en un restaurante italiano y el sueldo no era nada del otro mundo, pero el almuerzo y los desplazamientos estaban incluidos. Los lunes, miércoles y jueves, sustituiría a los camareros del turno de noche que libraban —cosa que sucedía con frecuencia—. El encargado me prometió que pasados los tres primeros meses me subiría el sueldo y que podía empezar a trabajar el sábado de la semana siguiente. Aquel hombre parecía mucho más honesto y cabal que el estúpido encargado de la tienda de discos.
Cuando telefoneé al apartamento de Midori, volvió a ponerse su hermana, y esta vez me dijo que Midori no había aparecido desde el día anterior y me preguntó si yo tenía idea de dónde podía estar. Lo único que yo sabía era que llevaba un pijama y un cepillo de dientes en el bolso.
La vi en la clase del miércoles. Vestía un jersey del color de la artemisa y las gafas oscuras que solía llevar en verano. Estaba sentada en la última fila, hablando con una chica bajita con gafas que había visto antes. Me acerqué y le dije que, después de la clase, quería hablar con ella. La chica de las gafas me miró y a continuación la miró a ella. Efectivamente, el peinado de Midori era mucho más femenino que tiempo atrás.
—He quedado. —Negó con la cabeza.
—No te entretendré mucho. Sólo serán cinco minutos —dije.
Midori se quitó las gafas y entornó los ojos. Parecía estar mirando una casa en ruinas a cien metros de distancia.
—No quiero hablar contigo. Lo siento.
La chica de las gafas me miró como diciendo: «No quiere hablar contigo. Lo siente».
Me senté en el extremo derecho de la primera fila, atendí las explicaciones del profesor (generalidades sobre la obra de Tennessee Williams y su importancia en la literatura americana) y, una vez terminó la clase, conté despacio hasta tres y me volví hacia atrás. Pero Midori ya había desaparecido.
Sin duda, abril es el peor mes para estar solo. En abril, a mi alrededor todo el mundo parecía feliz. La gente se quitaba los abrigos y charlaba en los rincones soleados, jugaba con la pelota, se enamoraba. Yo estaba completamente solo. Naoko, Midori, Nagasawa: todos se habían alejado de mí. No tenía a quien decirle «Buenos días» u «Hola». Incluso echaba de menos a Tropa-de-Asalto. Pasé el mes de abril en esta triste soledad. Intenté hablar con Midori varias veces, pero la respuesta fue siempre la misma: «Ahora no quiero hablar contigo», y, por el tono de su voz, comprendí que lo decía en serio. Casi siempre la encontraba con la chica de las gafas o, si no, con un chico alto con el pelo corto. El chico tenía las piernas muy largas y llevaba siempre botas blancas de baloncesto.
Cuando terminó abril llegó el mes de mayo; mayo fue mucho peor que abril. En mayo, en plena primavera, ya no pude evitar sentir cómo se estremecía y temblaba mi corazón. Solía ocurrirme al atardecer. En la pálida oscuridad, impregnada del suave aroma de las magnolias, mi corazón, sin previo aviso, empezaba a henchirse, a estremecerse, a temblar, atravesado por un pinchazo. En estos momentos, cerraba los ojos y apretaba los dientes con fuerza. Y esperaba a que pasara. Poco a poco, despacio, este dolor se alejaba, dejando tras de sí un dolor sordo.
Cuando esto sucedía escribía a Naoko. Le hablaba de cosas maravillosas, placenteras, hermosas. Del olor de la hierba, del agradable aire de primavera, de la luz de la luna, de las películas que había visto, de las canciones que me gustaban, de los libros que me habían emocionado. Y, al releer estas cartas, me sentía reconfortado. Creía que vivía en un mundo maravilloso. Escribí muchas cartas como ésta. Naoko y Reiko jamás respondieron.
En el restaurante donde trabajaba conocí a un chico de mi edad llamado Itô. Era un chico tranquilo y callado, estudiaba pintura al óleo en la facultad de bellas artes. Pasó bastante tiempo antes de que empezáramos a hablar, pero a partir de cierto día adoptamos la costumbre de ir, después del trabajo, a un bar del barrio a tomar una cerveza y charlar. A él también le gustaba leer y escuchar música; nuestra conversación giraba alrededor de estos dos temas. Era un chico delgado y alto, con el pelo más corto y el aspecto más pulcro de lo que en aquella época solían tener los estudiantes de bellas artes. No era muy comunicativo, pero tenía las ideas y los gustos muy claros. Le gustaban las novelas francesas, leía a Georges Bataille y a Boris Vian; solía escuchar a Mozart y a Ravel. Al igual que yo, buscaba a un amigo con quien hablar de sus aficiones.
En una ocasión me invitó a su apartamento. Era una casa de una planta, de construcción peculiar, situada detrás del parque de Inokashira, llena de útiles de pintura y de lienzos. Le pedí que me enseñara algún cuadro suyo, pero se negó diciendo que le daba vergüenza. Bebimos el Chivas Regal que había sisado de casa de su padre y asamos pescado seco en un horno de tierra, que comimos escuchando un
Concierto para piano y orquesta
de Mozart interpretado por Robert Casadesus.
Itô era de Nagasaki, donde había dejado a una novia. Me dijo que se acostaba con ella cada vez que volvía a su casa. Pero que últimamente las cosas no iban demasiado bien entre ellos.
—Ya sabes cómo son las chicas —me comentó—. Cuando cumplen veinte o veintiún años, de repente empiezan a pensar de una manera muy concreta. Se vuelven realistas. Todo lo que antes tenían de adorable empieza a parecerte vulgar y deprimente. Mi novia, después de hacerlo, me pregunta a qué quiero dedicarme cuando termine la universidad.
—¿Y qué vas a hacer? —le pregunté a mi vez.
Con un trozo de pescado en la boca, sacudió la cabeza.
—¿Qué crees que puedo hacer? Los pintores de óleos no tienen nada que hacer. De eso no se come. Entonces mi novia me dice que vuelva a Nagasaki, que trabaje como profesor de arte. Porque ella piensa ser profesora de inglés… ¡Ostras!