—De vez en cuando. —Ahora Reiko se estudiaba la mano izquierda—. Se excita, llora. Pero no pasa nada. Es sólo eso. Está exteriorizando sus emociones. Lo preocupante es cuando no logra sacarlas fuera. Se acumulan en su interior y se enquistan. Las emociones van petrificándose y muriendo dentro de uno. Eso sí es terrible.
—¿He dicho algo inoportuno?
—No. Tranquilo. No has cometido ningún error, así que no te preocupes. Di lo que sea con franqueza. Es lo mejor. Aunque os hiráis el uno al otro, o aunque, como ha sucedido antes, uno acabe alterando los nervios del otro. Viendo las cosas con perspectiva, es lo mejor que podéis hacer. Si deseas que Naoko se recupere, hazlo. Tal como te he dicho al principio, se trata no tanto de querer ayudarla como de desear curarte a ti mismo mientras la ayudas a curarse. Así es como funcionan aquí las cosas. En resumen, tienes que ser sincero. En el mundo exterior la gente no suele hablar con franqueza, ¿no es cierto?
—Sí —dije.
—Hace siete años que estoy aquí y he visto entrar y salir a mucha gente —siguió Reiko—. Quizás a demasiada. Por eso, viendo a alguien, sé instintivamente si se curará. En el caso de Naoko, no estoy segura. No puedo imaginarme qué será de ella. Tanto puede recuperarse el mes que viene como tardar muchos años. Así que, en cuanto a ella, no puedo darte ningún consejo. Sé sincero y ayudaos el uno al otro.
—¿Por qué su caso es una excepción y no sabes lo que sucederá?
—Porque le tengo afecto. Por eso no puedo juzgarla, porque entran en juego mis sentimientos. Además, y éste es otro asunto, en su caso hay muchos problemas que se entrelazan, como en un enrevesado amasijo de hilos, e ir soltando cada uno de estos hilos es un trabajo ímprobo. Desenredar todo esto puede llevarle muchos años, aunque también es posible que todos los hilos se desaten de golpe. Yo no puedo hacer nada. —Volvió a coger la pelota y, tras hacerla girar sobre la palma de su mano, la hizo botar—. Lo fundamental es no impacientarse. Éste es otro consejo que te doy. No te precipites. Aunque las cosas estén tan intrincadas que no sepas cómo salir del paso, no debes desesperarte, no debes perder la paciencia y tirar de un hilo antes de la cuenta. Hay que desenredarlos uno a uno, hay que tomarse todo el tiempo necesario.
—Eso haré.
—Pero quizá tarde mucho tiempo y es posible que no se recupere del todo. ¿Eres consciente de eso?
Asentí.
—Esperar es duro. —Reiko siguió botando la pelota—. Especialmente para una persona de tu edad. Esperar días y días a que ella se cure sin poder hacer nada… En esto no hay plazos ni garantías. ¿Crees que podrás hacerlo? ¿Tanto quieres a Naoko?
—No lo sé —reconocí honestamente—. La verdad es que no sé muy bien qué significa amar a alguien. Y mucho menos a Naoko. Pero quiero hacer todo lo que esté en mi mano. Si no, no sabré cómo vivir sin ella. Como has dicho hace un rato, Naoko y yo debemos ayudarnos, éste es el único camino para salvarnos.
—¿Y vas a seguir acostándote con otras mujeres?
—No sé qué tengo que hacer respecto a eso —añadí—. ¿Debo esperarla todo este tiempo masturbándome? No tengo ese control sobre mi cuerpo.
Reiko dejó la pelota en el suelo y me dio unos golpecitos en las rodillas.
—No te estoy diciendo que sea malo que te acuestes con mujeres. Si a ti te va bien así, adelante. Es tu vida. Eres tú quien debe decidirlo. Lo único que quería advertirte es que no te consumas de forma antinatural. ¿Me comprendes? Sería una lástima. Los diecinueve y veinte años son un periodo fundamental en la vida y, si adquieres deformaciones estúpidas, con el paso de los años lo pasarás mal. Hazme caso. Piensa bien en esto: si quieres cuidar de Naoko, cuídate antes a ti mismo.
Le contesté que lo pensaría.
—Yo también he tenido veinte años —dijo Reiko—. Pero hace mucho tiempo de eso. ¿Puedes creerlo?
—Por supuesto.
—¿Con el corazón?
—Lo creo con el corazón —afirmé sonriendo.
—Y yo en mi época también era guapa, no tanto como Naoko, pero lo era. Entonces no tenía tantas arrugas como ahora.
Le comenté que me encantaban sus arrugas. Ella agradeció el cumplido.
—Pero, en el futuro, no les digas a las chicas que sus arrugas son bonitas. Aunque a mí me gusta que me lo digan.
—Iré con cuidado —dije.
Ella se sacó un monedero del bolsillo del pantalón, extrajo una fotografía que guardaba en el portarretratos y me la enseñó. Era una foto en color de una niña preciosa de unos diez años. La niña, enfundada en un llamativo mono de esquí y con los esquíes puestos, sonreía sobre la nieve.
—¿Qué te parece? Una niña muy guapa, ¿eh? Es mi hija. Me envió esta foto a principios de año. Ahora está en cuarto de primaria.
—Tiene tu misma sonrisa. —Le devolví la fotografía. Ella volvió a meterse el monedero en el bolsillo, sorbió por la nariz, se puso un cigarrillo entre los labios.
—De joven, yo quería ser concertista de piano. Tenía talento y la gente lo reconocía. Crecí muy mimada. Había ganado algunos concursos, sacaba las mejores notas del conservatorio, y todo el mundo daba por hecho que iría a estudiar a Alemania en cuanto terminara la escuela. Viví una adolescencia sin una sola nube que la empañara. Todo me iba bien, y la gente que me rodeaba hacía que así fuera. Pero un día me sucedió algo extraño y todo se fue al traste. Fue en el cuarto año de conservatorio. Se acercaba un concurso importante y yo estaba ensayando noche y día para presentarme. De pronto, dejé de poder mover el dedo meñique de la mano izquierda. Se me quedó completamente tieso. Probé con masajes, baños de agua caliente, estuve dos o tres días sin tocar, pero no resultó. Aterrada, fui al hospital. Me hicieron varias pruebas, pero los médicos no lograron descubrir qué me ocurría. El dedo no presentaba ninguna anomalía, el nervio estaba bien, no había ninguna razón para que no pudiera moverse. Todo apuntaba a causas psicológicas. Y fui al psiquiatra.
»Tampoco él me aclaró gran cosa. Me dijo únicamente que debía de ser a causa del estrés de antes del concurso. Me aconsejó que dejara de tocar el piano durante un tiempo. —Reiko aspiró una bocanada de humo y lo expulsó. Flexionó varias veces el cuello—. Decidí ir a recuperarme a casa de mi abuela, en Izu. Desistí de presentarme al concurso y fui allí a descansar, a pasar dos semanas haciendo lo que me apeteciera. Pero no pude dejar de pensar en el piano. No me pasaba otra cosa por la cabeza. ¿Y si no recuperaba la movilidad del dedo meñique? ¿Cómo podría vivir? Estos pensamientos no me abandonaban nunca. No era de extrañar. Toda mi vida había girado en torno al piano. Había empezado a tocar a los cuatro años y, desde entonces, había pensado únicamente en él. Jamás había hecho ninguna tarea doméstica por temor a que se me estropearan las manos, todo el mundo me respetaba porque tenía talento tocando el piano. Si a una chica que ha crecido así le quitas el piano… ¿Qué le queda entonces?
»Me rompí por dentro. ¡Crac! Se me aflojó un tornillo en la cabeza. Mi mente se hundió en el caos, todo se tiñó de negro. —Reiko tiró la colilla al suelo, la apagó de un pisotón, volvió a flexionar el cuello varias veces—. Fue el fin de mi sueño de ser concertista de piano. Poco después de ingresar en el hospital psiquiátrico, recuperé la movilidad del dedo meñique, así que pude volver al conservatorio y terminar los estudios de música. Pero había perdido algo. Algo, una especie de masa de energía había desaparecido de mi interior. Los médicos me dijeron que tenía los nervios demasiado frágiles para convertirme en una concertista y que abandonara esa idea. Así pues, al terminar el colegio, empecé a dar clases en casa. ¡Pero era tan amargo! Tenía la sensación de que mi vida acababa ahí. Mi vida había terminado poco después de cumplir veinte años. Demasiado cruel, ¿no crees? Había tenido todas las posibilidades al alcance de mi mano y, en un abrir y cerrar de ojos, me había quedado sin nada. Ya nadie me aplaudía, nadie me mimaba, nadie me alababa. Sólo me quedaba permanecer en casa, día tras día, y enseñar a tocar a los niños del barrio ejercicios de Beyer y
Sonatinas.
Sufría, no paraba de llorar. Me sentía mortificada. Al oír que otras personas que tenían mucho menos talento que yo habían quedado segundas en un concurso o que daban un recital en una u otra sala de conciertos, rodaban por mis mejillas lágrimas de despecho.
»Mis padres me trataban con mucho tiento, pero yo sabía que se sentían decepcionados. Poco tiempo antes se enorgullecían de su hija, y ahora ésta acababa de salir de un hospital psiquiátrico. Así las cosas, ¿podrían casarla siquiera? Viviendo bajo el mismo techo, estos sentimientos se transmiten. Lo odiaba. Me daba miedo salir porque me parecía que los vecinos hablaban de mí. Y, de nuevo, ¡crac! Se me aflojó un tornillo, la madeja se enredó, mi mente se hundió en las tinieblas. Entonces tenía veinticuatro años. En aquella ocasión permanecí siete meses ingresada en un sanatorio. No aquí. En uno normal, rodeado por un alto muro y con las puertas cerradas. Sucio, sin piano… No sabía qué hacer. Pero me propuse salir lo antes posible, luché con todas mis fuerzas y logré curarme. Siete meses es mucho tiempo.
»Y así fue como el rostro se me llenó de arrugas. —Reiko sonrió tensando los labios—. Después de salir del hospital, conocí a mi marido y nos casamos. Era uno de mis alumnos de piano, un año menor que yo, que trabajaba como ingeniero en una empresa de construcción aeronáutica. Una buena persona. Callado, pero honesto y cariñoso. Después de tomar clases conmigo medio año, me pidió que me casara con él. Así, de repente, un día mientras estábamos tomando una taza de té después de la clase. ¿Te imaginas? Jamás habíamos salido juntos, ni siquiera nos habíamos tomado de la mano. Me quedé atónita. Y le dije que no podía casarme. Que pensaba que era una buena persona y sentía simpatía hacia él, pero, dadas las circunstancias, no podía ser su esposa. Él quiso saber cuáles eran esas circunstancias, así que se lo conté todo: que me había trastocado y que había estado hospitalizada dos veces. Se lo conté todo con pelos y señales. Cuál era la causa, en qué estado me encontraba, que había posibilidades de que se repitiera en el futuro. Él me pidió un poco de tiempo para reflexionar, y yo le respondí que se tomara todo el que necesitase. No tenía prisa. Una semana después vino y me repitió que quería casarse conmigo. Le pedí que nos diéramos tres meses para conocernos. Si entonces aún deseaba casarse conmigo, volveríamos a hablar del asunto.
»Durante esos tres meses salimos juntos una vez por semana. Fuimos a muchos sitios, hablamos de muchas cosas. Y empezó a gustarme. A su lado, tenía la sensación de que finalmente la vida volvía a pertenecerme. Cuando estaba con él, me tranquilizaba y olvidaba muchas angustias. Por ejemplo, que jamás podría ser concertista, que había estado ingresada en un hospital psiquiátrico… ¿Acaso iba a terminar mi vida por esto? La vida me reservaba un montón de cosas maravillosas que yo desconocía. Y sólo por hacerme sentir de esta manera, le estaba agradecida de todo corazón. A los tres meses volvió a pedirme que me casara con él. Le dije: “Si quieres acostarte conmigo, a mí no me importa. Jamás me he acostado con nadie, pero me gustas mucho, así que, si quieres hacer el amor conmigo, me parece bien. Pero casarnos es algo muy distinto. Eso sería más duro de lo que supones. ¿Lo entiendes?”.
»Él dijo que no le importaba. No buscaba acostarse conmigo. Quería casarse y compartir nuestras vidas. Y lo deseaba de todo corazón. Era de esas personas que dicen lo que piensan y que llevan a la práctica lo que dicen. “Casémonos”, accedí. ¡Qué otra cosa podía decirle! Por este motivo, él discutió con sus padres y dejaron de verse. Su familia procedía de la zona rural de Shikoku. Sus padres me investigaron a fondo, se enteraron de que había estado hospitalizada dos veces. Así que se opusieron a la boda y se pelearon. No les faltaban razones para oponerse. Por eso no hicimos celebración de boda. Sólo fuimos al ayuntamiento, nos inscribimos en el Registro Civil y nos marchamos dos días a Hakone. Pero fui muy feliz. Después de todo, llegué virgen al matrimonio. Me casé a los veinticinco años. —Reiko suspiró y volvió a tomar la pelota de baloncesto—. Creía que, mientras estuviese a su lado, no tendría problemas. Mientras estuviese a su lado, nada malo podría sucederme. En enfermedades como la mía es fundamental confiar en alguien. Pensaba que podía dejarlo todo en sus manos. Que si mi estado empeoraba, es decir, si los tornillos empezaban a aflojarse, él se daría cuenta enseguida y, con todo su cariño y toda su paciencia, apretaría los tornillos, desenredaría la madeja. Y con esta confianza no tenía por qué recaer. Aquel ¡crac! no tenía por qué producirse. ¡Estaba tan contenta! La vida me parecía maravillosa. Me sentía como si hubiese sido rescatada de un mar de aguas frías y agitadas y me hubiesen acostado en un lecho, cálidamente arropada entre mantas.
»Dos años después nació mi hija y, a partir de entonces, el cuidado del bebé ocupó todo mi tiempo. Conseguí olvidar mi enfermedad casi por completo. Me levantaba por las mañanas, hacía las tareas domésticas, cuidaba de la niña y, cuando él regresaba a casa, le servía la comida…, día tras día. Quizá fue la época más feliz de mi vida. ¿Cuántos años duró? Hasta los treinta y un años. Otra vez ¡crac!, y me derrumbé.
Reiko encendió un cigarrillo. El viento había cesado. El humo ascendía en línea recta, desvaneciéndose entre las tinieblas. Me fijé en que el cielo estaba surcado de incontables estrellas.
—¿Te ocurrió algo? —le pregunté.
—Sí —dijo Reiko—. Sucedió una cosa muy extraña. Sentí como si alguien me hubiera tendido una trampa y estuviera aguardando a que cayera en ella. Incluso ahora me dan escalofríos cuando lo pienso. —Se tocó la sien con la mano con la que no sostenía el cigarrillo—. Lo siento. Estoy hablando yo todo el rato. Y tú has venido a visitar a Naoko.
—Me gusta escucharte —dije—. ¿Te importaría seguir con la historia?
—Cuando mi hija entró en el jardín de infancia, volví a tocar el piano —continuó Reiko—. No tocaba para nadie, sólo para mí. Empecé con pequeñas piezas de Bach, Mozart, Scarlatti. Como había estado mucho tiempo sin tocar, mi sensibilidad musical se había resentido. Tampoco podía mover los dedos como antes. Pero estaba contenta. ¡Podía tocar el piano otra vez! Fue tocándolo como comprendí cuánto amaba aquel instrumento y cuánto lo había añorado. En fin, era maravilloso poder interpretar música para mí misma.
»Tal como te he dicho antes, tocaba el piano desde los cuatro años, pero jamás por placer. Siempre lo hacía para pasar un examen, porque era una asignatura, para impresionar a los demás. Eso es importante, claro que sí, para llegar a dominar un instrumento musical. Pero cuando una llega a cierta edad, tiene que interpretar la música para sí misma. Ése es el poder de la música. Y yo por fin lo comprendía después de salir del circuito de élite, a punto de cumplir treinta y dos años. Llevaba a mi hija al jardín de infancia, realizaba las tareas de la casa en un santiamén y después me pasaba una o dos horas interpretando mis melodías favoritas. Hasta aquí no hay problema, ¿verdad?