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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (21 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Llegó, finalmente, a un lugar donde había unas sillas preciosísimas y, en el centro, un trono todo de oro adornado de reluciente pedrería, mucho más alto que las sillas, que tenía delante un escabel también de oro. Era el sillón donde se sienta Nuestro Señor cuando está en casa, y desde el cual puede ver cuanto ocurre en la Tierra. El sastre contempló atónito aquel sillón durante un buen rato, pues le gustaba mucho más que todo lo que había visto.

Al fin, impertinente como era, no pudo dominarse más: se subió al trono y se sentó. Entonces vio todo lo que estaba ocurriendo en la Tierra y, así, pudo observar cómo una vieja muy fea que lavaba en un arroyo, apartaba disimuladamente dos pañuelos.

El sastre, al verlo, se enfureció de tal modo que empuñó el escabel de oro y lo arrojó, cielo a través, contra la vieja ladrona. Pero luego se dio cuenta de que no podría recuperar el escabel, y se bajó con disimulo del trono y volvió a su sitio detrás de la puerta, con el aire de quien nunca ha roto un plato.

Al regresar Nuestro Señor con su séquito celestial, no reparó en el sastre sentado en la portería; pero al querer ocupar su asiento habitual, echó a faltar el escabel. Preguntó a San Pedro dónde lo había metido, mas el santo no le supo responder. Volvióle a preguntar entonces si había permitido entrar a alguien.

—No sé de nadie que haya estado aquí —contestó San Pedro—, excepto un sastre cojo que está sentado detrás de la puerta.

Nuestro Señor mandó comparecer al sastre, y le preguntó si se había llevado el escabel y qué había hecho con él.

—¡Oh, Señor! —respondió el sastre, alborozado—. Me he enfadado mucho, porque en la Tierra he visto a una vieja lavandera que robaba dos pañuelos, y le arrojé el escabel a la cabeza.

—¡Gran pícaro! —increpólo Nuestro Señor—. Si yo juzgase como tú haces, ¿qué sería de ti hace mucho tiempo? No tendría ni sillas, ni bancos, ni trono, ni siquiera atizador del horno, porque todo lo habría arrojado contra los pecadores. Desde este momento no seguirás en el Cielo, sino que te quedarás afuera, en la puerta. ¡Así que, mira adónde vas! Aquí nadie debe castigar sino yo, el Señor.

San Pedro hubo de echar del Cielo al sastre el cual, como tenía rotos los zapatos y los pies llenos de ampollas, empuñando un bastón se dirigió al limbo, donde residen los soldados piadosos y lo pasan lo mejor posible.

La mesa, el asno y el bastón maravillosos

E
RASE una vez un sastre que tenía tres hijos y una sola cabra. Como la cabra alimentaba con su leche a toda la familia, necesitaba buen pienso, y todos los días había que llevarla a pacer. De esto se encargaban los hijos, por turno.

Un día, el mayor la condujo al cementerio, donde la hierba crecía muy lozana, y la dejó hartarse y saltar a sus anchas. Al anochecer, cuando fue la hora de volverse, le preguntó:

—Cabra, ¿estás satisfecha?

A lo que respondió el animal:

«Tan harta me encuentro,

que otra hoja no me cabe dentro.

¡Beee, beee!»

—Entonces vámonos a casita —dijo el muchacho y, cogiéndola por la soga, la llevó al establo donde la dejó bien amarrada.

—¿Qué —preguntó el viejo sastre—, ha comido bien la cabra?

—¡Ya lo creo! —respondió el chico—. Tan harta está, que no le cabe ni una hoja más.

Pero el padre, queriendo cerciorarse, bajó al establo y acariciando al animalito, le preguntó:

—Cabrita, ¿estás ahíta?

A lo que replicó la cabra:

«¿Cómo voy a estar ahíta?

Sólo estuve en la zanjita

sin encontrar ni una hojita.

«¡Beee, beee!»

—¡Qué me dices! —exclamó el sastre y, volviendo arriba precipitadamente, puso a su hijo de vuelta y media—. ¡Embustero! Me dijiste que la cabra estaba harta, cuando le has hecho pasar hambre.

Y, encolerizado, midióle la espalda con la vara, y a palos lo echó de casa.

Al día siguiente le tocó al hijo segundo, el cual buscó un buen lugarcito en un rincón del huerto, lleno de jugosa hierba, donde la cabra se hinchó de comer dejándolo todo pelado. Al anochecer, a la hora de regresar le preguntó:

—Cabrita, ¿estás harta?

«Tan harta me encuentro,

que otra hoja no me cabe dentro.

¡Beee, beee!»

—¡Vámonos, pues! —dijo el muchacho y, llegados a casa, la ató al establo.

—¿Qué —dijo el viejo sastre—, ha comido bien la cabra?

—¡Ya lo creo! —respondió el chico—. Tan harta está, que no le cabe una hoja más.

Pero el sastre, no fiándose de las palabras del mozo, bajó al establo y preguntó:

—Cabrita, ¿estás ahíta?

Y contestó la cabra:

«¿Cómo voy a estar ahíta?

Sólo estuve en la zanjita

sin encontrar ni una hojita.

¡Beee, beee!»

—¡Truhán! ¡Desalmado! —exclamó el sastre—. ¡Mira que hacer pasar hambre a un animal tan manso!

Y, subiendo las escaleras de dos en dos, echó a palos al segundo hijo.

Tocóle luego el turno al tercero el cual, queriendo hacer bien las cosas, buscó un sitio de maleza espesa y frondosa y dejó la cabra pacer a sus anchas. Al atardecer, a la hora de volverse, preguntó:

—Cabrita, ¿estás ahíta?

A lo que respondió la cabra:

«Tan harta me encuentro,

que otra hoja no me cabe dentro.

¡Beee, beee!»

—¡Pues andando, a casa! —dijo el mocito y, conduciéndola al establo, la ató sólidamente.

—¿Qué —dijo el viejo sastre—, ha comido bien la cabra?

—¡Ya lo creo! —respondió el muchacho—. Tan harta está que no le cabe una hoja.

Pero el hombre, desconfiado, bajó a preguntar:

—Cabrita, ¿estás ahíta?

Y el bellaco animal respondió:

«¿Cómo voy a estar ahíta?

Sólo estuve en la zanjita

sin encontrar ni una hojita.

¡Beee, beee!»

—¡Pandilla de embusteros! —gritó el sastre—. ¡Tan mala pieza y tan desagradecido es el uno como los otros! ¡Lo que es de mí, no volveréis a burlaros!

Y, fuera de sí por la ira, subió y le dio al pequeño una paliza tal, que el pobre chico escapó de casa como alma que lleva el diablo.

Y el viejo sastre se quedó solo con su cabra.

A la mañana siguiente bajó al establo y, acariciándola, le dijo:

—Vamos, animalito mío, yo te llevaré a pacer.

Y, cogiéndola de la cuerda, condújola a unos setos verdes donde abundaba el llantén y otras hierbas muy del gusto de las cabras.

—Aquí podrás llenarte la tripa hasta reventar —le dijo, y la dejó pacer hasta la puesta del sol.

Entonces le preguntó:

—Cabrita, ¿estás ahíta?

Y ella respondió:

«Tan harta me encuentro,

que otra hoja no me cabe dentro.

¡Beee, beee!»

—Pues vámonos a casa —dijo el sastre y, llevándola al establo, la dejó bien sujeta.

Pero, al marcharse, volvióse aún para preguntarle:

—¿Has quedado ahíta esta vez?

La cabra, empero, repitió incorregible:

«¿Cómo voy a estar ahíta?

Sólo estuve en la zanjita

sin encontrar ni una hojita.

¡Beee, beee!»

Al oír esto, el sastre quedóse turulato, dándose entonces cuenta de que había echado de casa a sus tres hijos sin motivo.

—¡Aguarda un poco —vociferó—, ingrata criatura! Echarte poco. ¡Voy a señalarte de modo que jamás puedas volver a presentarte en casa de un sastre honrado!

Y, subiendo al piso alto, cogió su navaja de afeitar y, después de enjabonar la cabeza a la cabra, se la afeitó hasta dejársela lisa uno la palma de la mano. Y pensando que la vara de medir sería un instrumento demasiado honroso, acudió al látigo y le propinó tal vapuleo que, no bien pudo soltarse, la bestia echó a correr como alma que lleva el diablo.

El sastre, ya completamente solo en su casa, sintió una gran tristeza. Echaba de menos a sus hijos; pero nadie sabía su paradero.

El mayor había entrado de aprendiz en casa de un ebanista, y trabajó con tanta aplicación y diligencia que, al terminar el aprendizaje y sonar la hora de irse por el mundo, su maestro le regaló una mesita, de aspecto ordinario y de madera común, pero que poseía una propiedad muy singular y ventajosa. Cuando la ponían en el suelo y le decían: «¡Mesita, cúbrete!», inmediatamente quedaba cubierta con un mantel blanco y limpio y, sobre él, un plato, cuchillo y tenedor; además, con tantas fuentes como en ella cabían, llenas de manjares cocidos y asados, y con un gran vaso de vino tinto, que alegraba el corazón.

El joven oficial pensó: «Con esto me basta para comer bien durante toda mi vida», y emprendió su camino, muy animado y contento, sin inquietarse jamás por si las posadas estaban o no bien provistas. Si así se le antojaba, quedábase en un descampado, en un bosque o en un prado, donde mejor le parecía, descolgábase la mesita de la espalda y, colocándola delante de sí, decía: «¡Mesita, cúbrete!», y en un momento tenía a su alcance cuanto pudiera apetecer.

Al fin, pensó en volver a casa de su padre; seguramente se le habría aplacado la cólera, y lo acogería de buen grado al presentarle él la prodigiosa mesita. Y he aquí que una noche, de camino hacia su pueblo, entró en una posada que estaba llena de huéspedes. Lo recibieron muy bien y lo invitaron a cenar con ellos, diciéndole que de otro modo sería difícil que el posadero le sirviese de comer.

—No —respondió el ebanista—, no quiero privaros de vuestra escasa cena; antes, al contrario, soy yo quien os invita.

Los demás se echaron a reír, pensando que quería gastarles una broma; pero él instaló su mesita de madera en el centro de la sala, y dijo: «¡Mesita, cúbrete!», e inmediatamente quedó llena de manjares, tan apetitosos, que jamás el fondista hubiera sido capaz de prepararlos, y despidiendo un olorcillo capaz de deleitar el olfato más reacio.

—¡A servirse, amigos! —exclamó el ebanista.

Y los invitados, al ver que la cosa iba en serio, sin hacérselo repetir, acercáronse y, armados de sus respectivos cuchillos, arremetieron a las viandas. Lo que más les admiraba era que, en cuanto se vaciaba una fuente, inmediatamente era sustituida por otra igual y repleta.

El posadero lo contemplaba todo desde un rincón, sin saber qué decir, aunque para sus adentros pensaba: «¡Un cocinero así te haría buen servicio en la posada!».

El carpintero y sus invitados prolongaron su jolgorio hasta muy avanzada la noche hasta que, al fin, se fueron a dormir, y el joven artesano se retiró también, dejando la mesa prodigiosa contra la pared. Pero el posadero seguía en sus cavilaciones, que no le dejaban un momento de reposo, hasta que recordó que tenía en el desván una mesita vieja muy parecida a la mágica y así, bonitamente, fue callandito a buscarla y la trocó por la otra.

A la mañana siguiente, el carpintero pagó el importe del hospedaje y, cargándose a cuestas la mesita sin reparar en que no era la auténtica, reemprendió su camino.

A mediodía llegó a casa de su padre, quien lo recibió con los brazos abiertos.

—Y bien, hijo, ¿qué has aprendido? —preguntóle.

—Padre, me hice ebanista.

—Buen oficio —respondió el viejo—. ¿Y qué has traído de tus andanzas por el mundo?

—Padre, lo mejor que traigo es esta mesita.

El sastre la miró por todos lados, y luego dijo:

—Pues no parece ninguna cosa del otro jueves; es una vulgar mesita, vieja y mala.

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