Todos los cuentos de los hermanos Grimm (22 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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—Pero es una mesita encantada —replicó el hijo—. Cuando la coloco en el suelo y le mando que se cubra, inmediatamente se llena de unos manjares tan sabrosos, con el correspondiente vino, que el corazón salta de gozo. Invitad a todos los parientes y amigos, que vengan a sacar el vientre de penas; veréis cuán satisfechos los dejará la mesa.

Reunida que estuvo la concurrencia, el mozo instaló la mesa en la habitación y dijo: «Mesita, cúbrete!». Pero la mesa no hizo caso y quedó tan vacía como una vulgar mesa de las que no atienden a razones. Entonces se dio cuenta el pobre muchacho de que le habían cambiado la mesa, y sintióse avergonzado de tener que pasar por embustero.

Los parientes se rieron en su cara, regresando tan hambrientos y sedientos como habían venido. El padre acudió de nuevo a sus retazos y a sus agujas, y el hijo colocóse como oficial en casa de un maestro ebanista.

El segundo hijo había ido a parar a un molino, donde aprendió la profesión de molinero. Terminado su aprendizaje, díjole su amo:

—Como te has portado bien, te regalo un asno muy especial, que ni tira de carros ni soporta cargas.

—¿Para qué sirve entonces? —preguntó el joven oficial.

—Escupe oro —respondióle el maestro—. No tienes más que extender un lienzo en el suelo y decir: «¡Briclebrit!». Y el animal empezará a echar piezas de oro por delante y por detrás.

—¡He aquí un animal maravilloso! —exclamó el joven.

Y, dando las gracias al molinero, se marchó a correr mundo. Cuando necesitaba dinero no tenía más que decir a su asno: «¡Briclebrit!», y en seguida llovían las monedas de oro, sin que él tuviese otra molestia que la de recogerlas del suelo. Dondequiera que fuese no se daba por satisfecho sino con lo mejor. ¡Qué importaba el precio, si tenía siempre el bolso lleno!

Cuando ya estuvo cansado de ver mundo, pensó: «Debo volver a casa de mi padre; cuando me presente con el asno de oro, se le pasará el enfado y me recibirá bien».

Sucedió que fue a parar a la misma hospedería donde su hermano había perdido la mesita encantada. Conducía él mismo el asno del cabestro; el posadero quiso cogerlo para ir a atarlo, pero no lo consintió el joven.

—No os molestéis, yo mismo llevaré mi rucio al establo y lo ataré, pues quiero saber dónde lo tengo.

Al posadero parecióle aquello algo raro, y pensó que un individuo que se cuidaba personalmente de su asno no sería un cliente muy rumboso; pero cuando vio que el forastero metía mano en el bolsillo y, sacando dos monedas de oro, le encaraba que le preparase lo mejor que hubiera, el hombre abrió unos ojos como naranjas y se apresuró a complacerlo.

Después de comer, al preguntar el joven cuánto debía, creyó el hostelero que podía cargar la mano y pidióle dos monedas más de oro. El viajero rebuscó en el bolsillo, pero estaba vacío.

—Aguardad un momento, señor fondista —dijo—, voy a buscar oro.

Y salió, llevándose el mantel. El otro, intrigado y curioso, escurrióse tras él, y como el forastero se encerrara en el establo y echara el cerrojo, miró por un agujero.

El forastero extendió el paño debajo del asno y exclamó: «¡Briclebrit!», e inmediatamente el animal se puso a soltar monedas de oro por delante y por detrás, que no parecía sino que lloviesen.

—¡Caramba! —dijo el posadero—. ¡Pronto se acuñan así los ducados! ¡No está mal un bolso como éste!

El huésped pagó la cuenta y se retiró a dormir, mientras el posadero bajaba al establo sigilosamente y se llevaba el asno monedero, para sustituirlo por otro.

A la madrugada siguiente partió el mozo con el jumento, creyendo que era el «del oro». Al llegar, a mediodía, a casa de su padre, recibiólo éste con gran alegría.

—¿Qué ha sido de ti, hijo mío?

—Pues que soy molinero, padre —respondió el muchacho.

—¿Y qué traes de tus andanzas por el mundo?

—Nada más que un asno.

—Asnos no faltan aquí; mejor hubiera sido una cabra —replicó el padre.

—Sí —observó el hijo—, pero es que mi asno no es como los demás, sino un «asno de oro»; basta con decirle: «¡Briclebrit!», y en seguida os suelta todo un talego de monedas de oro. Llamad a los parientes, voy a hacerlos ricos a todos.

—Esto ya me gusta más —dijo el sastre—; así no necesitaré seguir dándole a la aguja.

Y apresuróse a ir en busca de los parientes.

En cuanto se hallaron todos reunidos, el molinero los dispuso en círculo y, extendiendo un lienzo en el suelo, fue a buscar el asno.

—Ahora, atención —dijo primero.

Y luego: «¡Briclebrit!», pero lo que cayeron no eran precisamente ducados, con lo que quedó demostrado que el animal no sabía ni pizca en acuñar monedas, arte que no todos los asnos dominan.

El pobre molinero puso una cara de tres palmos; comprendió que le habían engañado y pidió perdón a los parientes, los cuales hubieron de marcharse tan pobres como habían venido. Al viejo no le quedó otro remedio que seguir manejando la aguja, y el muchacho se colocó de mozo en un molino.

El tercer hermano había entrado de aprendiz en el taller de un tornero y, como es oficio difícil, el aprendizaje fue mucho más largo. Sus hermanos le dieron cuenta, en una carta, de lo que les había sucedido y de cómo el posadero les había robado sus mágicos tesoros la víspera de su llegada a casa.

Cuando el muchacho hubo aprendido el oficio el maestro, en recompensa por su buen comportamiento, le regaló un saco diciéndole:

—Ahí dentro hay una estaca.

—El saco puedo colgármelo al hombro y me servirá —dijo el mozo— pero, ¿qué voy a hacer con el bastón? No es sino un peso más.

—Voy a explicártelo —respondióle el maestro—. Si alguien te maltrata o te busca camorra, no tienes más que decir: «¡Bastón, fuera del saco!». Y en seguida lo verás saltar y brincar sobre las espaldas de la gente, con tanto vigor y entusiasmo, que en ocho días no podrán moverse. Y no cesará el vapuleo hasta que le grites: «¡Bastón, al saco!».

Diole las gracias el joven y se marchó con el saco al hombro; y cada vez que alguien le buscaba el cuerpo, con decir él: «¡Bastón, fuera del saco!», ya estaba éste danzando y cascando las liendres al ofensor o a los ofensores, y no paraba hasta que no les quedaba casaca o jubón en la espalda, y con tal ligereza, que pasaba de uno a otro sin darles tiempo de apercibirse.

Un anochecer, el joven tornero entró en la hospedería donde sus hermanos habían sido víctimas del consabido engaño. Dejando el saco sobre la mesa, el joven se puso a explicar todas las maravillas que había visto en sus correrías.

—Sí —dijo—, ya sé que hay mesas encantadas, asnos de oro y otras cosas por el estilo, muy buenas todas ellas y que me guardaré muy bien de despreciar, pero nada son en comparación con el tesoro que yo me gané y que llevo en el saco.

El hostelero aguzó el oído. «¿Qué diablos podrá ser?», pensó. «De seguro que el saco estará lleno de piedras preciosas, tendré que pensar en la manera de hacerme con él, pues las cosas buenas van siempre de tres en tres».

Cuando le vino el sueño, el forastero se tendió sobre el banco, poniéndose el saco por almohada. El mesonero, en cuanto lo creyó dormido, se le acercó con sigilo y se puso a tirar cauta y suavemente del saco, con la idea de sacarlo y sustituirlo por otro. Pero aquello era lo que estaba esperando el tornero, y cuando el fondista tiró un poco más fuerte, gritó: «¡Bastón, fuera del saco!».

Inmediatamente salió la estaca y se puso a medir las costillas al posadero con tanto vigor que daba gusto verlo. El hombre pedía compasión, pero cuanto más gritaba, más recios y frecuentes caían los palos hasta que, al fin, dieron con él en tierra, extenuado.

Dijo entonces el tornero:

—Si no me entregas ahora la mesita mágica y el asno de oro, empezaremos de nuevo la danza.

—¡En seguida, en seguida! —exclamó el posadero con voz débil—; todo os lo daré, con tal de que encerréis este duende.

—Me portaré con clemencia —dijo el joven—; pero que te sirva de lección.

Y gritando: «¡Bastón, al saco!», lo dejó en paz.

El tornero se marchó a la mañana siguiente, en posesión de la mesita encantada y del asno de oro, y tomó la ruta de la casa paterna. Alegróse el sastre al verlo, y le preguntó qué había aprendido por el mundo.

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