Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
—Padre —respondióle el muchacho—, he aprendido el oficio de tornero.
—Un oficio de mucho ingenio —declaró el padre—. Pero, ¿qué traes de tus andanzas?
—Algo de gran valor, padre —respondió el mozo—; una estaca en un saco.
—¡Qué! —exclamó el viejo—. ¡Una estaca! ¡Pues sí que valía la pena! Aquí puedes cortar una en cada árbol.
—Pero no como ésta, padre. Si le digo: «¡Bastón, fuera del saco!», salta de él y arma con el malintencionado una danza tal, que lo pone como nuevo, y no cesa hasta que el otro pide misericordia. Mirad, con esta estaca he recuperado la mesa encantada y el asno de oro que aquel ladrón de posadero robó a mis hermanos. Llamadlos a los dos e invitad a todos los parientes; les daré de comer y beber y les llenaré los bolsillos de ducados.
El viejo sastre convocó a los parientes, aunque no sentía gran confianza. Entonces, el tornero tendió una tela en el suelo de la habitación y, trayendo el asno de oro, dijo a su hermano segundo:
—Anda, hermano, entiéndete con él.
Dijo el molinero: «¡Briclebrit!», e inmediatamente empezó a caer un verdadero chaparrón de ducados, y el asno no cesó de soltarlos hasta que todos hubieron recogido tantos que ya no podían con ellos. (¡Ah, pillín, lo que te habría gustado estar allí!).
Después, el tornero instaló la mesa y dijo al carpintero:
—Hermano, ahora es tu turno.
Y no bien dijo el otro hermano: «¡Mesita, cúbrete!», cuando ésta viose llena de fuentes y platos magníficos. Celebraron entonces un banquete tal como el buen sastre jamás viera en su casa, y toda la parentela permaneció reunida hasta la noche, en plena fiesta y regocijo.
El sastre guardó en un armario agujas e hilos, varas y planchas, y vivió en adelante en compañía de sus hijos en paz y felicidad.
Pero, a todo esto, ¿qué se había hecho de la cabra que tuvo la culpa de que el sastre expulsara de casa a sus tres hijos? Pues voy a contároslo.
Avergonzada de su afeitada cabeza, fue a ocultarse en la madriguera de una zorra. Al regresar ésta a su casa vio que desde la oscuridad del cubil la miraban dos grandes ojos centelleantes, y huyó la mar de asustada.
Se topó con ella el oso que, al verla tan azorada, le preguntó:
—¿Qué te pasa, hermana zorra, que pones esta cara de susto?
—¡Ay! —respondió la zorra—, en mi madriguera se ha metido un monstruo y me ha asustado con sus ojos como ascuas.
—¡Bah!, pronto lo echaremos —dijo el oso.
Y acompañó a la zorra hasta su guarida; al llegar, miró al interior; pero al ver aquellos ojos de fuego, entróle a su vez el miedo y, no queriendo habérselas con el fiero animal, puso pies en polvorosa.
Topóse con la abeja la cual, observando que no las tenía todas consigo, dijo:
—Oso, pareces cariacontecido. ¿Dónde has dejado tu buen humor?
—Es muy fácil hablar —replicó el oso—. El caso es que en la cueva de la pelirroja hay un animal feroz, de ojos de fuego, y no sabemos cómo echarlo.
Dijo la abeja:
—Me das lástima, oso. Yo soy un pobre ser débil al que ni consideráis digno de vuestras miradas y, sin embargo, creo que podré ayudaros.
Y, volando a la madriguera de la zorra, posóse en la cabeza pelada de la cabra, y le clavó el aguijón con tanta furia, que ésta salió de un brinco, gritando: «¡beee, beee!», y echando a correr como loca. Y ésta es la hora en que nadie ha oído hablar más de ella.
H
ABÍA una vez un hombre y una mujer que vivían solos y desconsolados por no tener hijos; hasta que, por fin, la mujer concibió la esperanza de que Dios Nuestro Señor se disponía a satisfacer su anhelo.
La casa en que vivían tenía en la pared trasera una ventanita que daba a un magnífico jardín, en el que crecían espléndidas flores y plantas; pero estaba rodeado de un alto muro y nadie osaba entrar en él, ya que pertenecía a una bruja muy poderosa y temida de todo el mundo.
Un día asomóse la mujer a aquella ventana a contemplar el jardín, y vio un bancal plantado de hermosísimas verdezuelas, tan frescas y verdes, que despertaron en ella un violento antojo de comerlas.
El antojo fue en aumento cada día que pasaba, y como la mujer lo creía irrealizable, iba perdiendo la color y desmirriándose a ojos vistas. Viéndola tan desmejorada, le preguntó asustado su marido:
—¿Qué te ocurre, mujer?
—¡Ay! —exclamó ella—, me moriré si no puedo comer las verdezuelas del jardín que hay detrás de nuestra casa.
El hombre, que quería mucho a su esposa, pensó: «Antes que dejarla morir conseguiré las verdezuelas, cueste lo que cueste». Y, al anochecer, saltó el muro del jardín de la bruja, arrancó precipitadamente un puñado de verdezuelas y las llevó a su mujer.
Ésta se preparó en seguida una ensalada y se la comió muy a gusto; y tanto le gustaron que, al día siguiente, su afán era tres veces más intenso. Si quería gozar de paz, el marido debía saltar nuevamente al jardín.
Y así lo hizo, al anochecer. Pero apenas había puesto los pies en el suelo, tuvo un terrible sobresalto, pues vio surgir ante sí la bruja.
—¿Cómo te atreves —díjole ésta con mirada iracunda— a entrar cual un ladrón en mi jardín y robarme las verdezuelas? Lo pagarás muy caro.
—¡Ay! —respondió el hombre—, tened compasión de mí. Si lo he hecho, ha sido por una gran necesidad; mi esposa vio desde la ventana vuestras verdezuelas y sintió un antojo tan grande de comerlas, que si no las tuviera se moriría.
La hechicera se dejó ablandar y le dijo:
—Si es como dices, te dejaré coger cuantas verdezuelas quieras, con una sola condición: tienes que darme el hijo que os nazca. Estará bien y lo cuidaré como una madre.
Tan apurado estaba el hombre, que se avino a todo y, cuando nació el hijo, que era una niña, presentóse la bruja y, después de ponerle el nombre de Verdezuela, se la llevó.
Verdezuela era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había una diminuta ventana.
Cuando la bruja quería entrar, colocábase al pie y gritaba:
«¡Verdezuela, Verdezuela,
suéltame tu cabellera!»
Verdezuela tenía un cabello magnífico y larguísimo, fino como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera se soltaba las trenzas, las envolvía en torno a un gancho de la ventana y las dejaba colgantes; y como tenían veinte varas de longitud, la bruja trepaba por ellas.
Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del Rey, encontrándose en el bosque, acertó a pasar junto a la torre y oyó un canto tan melodioso, que hubo de detenerse a escucharlo. Era Verdezuela, que entretenía su soledad lanzando al aire su dulcísima voz.
El príncipe quiso subir hasta ella y buscó la puerta de la torre; pero, no encontrando ninguna, se volvió a palacio. No obstante, aquel canto lo había arrobado de tal modo, que todos los días iba al bosque a escucharlo.
Hallándose una vez oculto detrás de un árbol, vio que se acercaba la hechicera, y la oyó que gritaba dirigiéndose a lo alto:
«¡Verdezuela, Verdezuela,
suéltame tu cabellera!»
Verdezuela soltó sus trenzas, y la bruja se encaramó a lo alto de la torre.
—Si ésta es la escalera para subir hasta allí —se dijo el príncipe—, también yo probaré fortuna.
Y al día siguiente, cuando ya comenzaba a oscurecer, encaminóse al pie de la torre y dijo:
«¡Verdezuela, Verdezuela,
suéltame tu cabellera!»
En seguida descendió la trenza, y el príncipe subió.
En el primer momento, Verdezuela se asustó mucho al ver un hombre, pues jamás sus ojos habían visto ninguno. Pero el príncipe le dirigió la palabra con gran afabilidad y le explicó que su canto había impresionado de tal manera su corazón, que ya no había gozado de un momento de paz hasta hallar la manera de subir a verla.
Al escucharlo perdió Verdezuela el miedo, y raudo él le preguntó si lo quería por esposo; viendo la muchacha que era joven y apuesto, pensó: «Me querrá más que la vieja», y le respondió, poniendo la mano en la suya:
—Sí; mucho deseo irme contigo; pero no sé cómo bajar de aquí. Cada vez que vengas, tráete una madeja de seda; con ellas trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo.
Convinieron en que hasta entonces el príncipe acudiría todas las noches, ya que de día iba la vieja.
La hechicera nada sospechaba, hasta que un día Verdezuela le preguntó:
—Decidme, tía Gothel, ¿cómo es que me cuesta mucho más subiros a vos que al príncipe, que está arriba en un santiamén?
—¡Ah, malvada! —exclamó la bruja—, ¿qué es lo que oigo? Pensé que te había aislado de todo el mundo y, sin embargo, me has engañado.
Y, furiosa, cogió las hermosas trenzas de Verdezuela, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empuñando unas tijeras con la derecha, zis, zas, en un abrir y cerrar de ojos se las cortó, y tiró al suelo la espléndida cabellera. Y fue tan despiadada, que condujo a la pobre Verdezuela a un lugar desierto, condenándola a una vida de desolación y miseria.
El mismo día en que se había llevado a la muchacha, la bruja ató las trenzas cortadas al gancho de la ventana, y cuando se presentó el príncipe y dijo:
«¡Verdezuela, Verdezuela,
suéltame tu cabellera!»
La bruja las soltó, y por ellas subió el hijo del Rey. Pero en vez de encontrar a su adorada Verdezuela hallóse cara a cara con la hechicera, que lo miraba con ojos malignos y perversos:
—¡Ajá! —exclamó en tono de burla—, querías llevarte a la niña bonita; pero el pajarillo ya no está en el nido ni volverá a cantar. El gato lo ha cazado, y también a ti te sacará los ojos. Verdezuela está perdida para ti; jamás volverás a verla.
El príncipe, fuera de sí de dolor y desesperación, se arrojó desde lo alto de la torre. Salvó la vida, pero los espinos sobre los que fue a caer se le clavaron en los ojos, y el infeliz hubo de vagar errante por el bosque, ciego, alimentándose de raíces y bayas, y llorando sin cesar la pérdida de su amada mujercita.
Y así anduvo sin rumbo por espacio de varios años, mísero y triste hasta que, al fin, llegó al desierto en que vivía Verdezuela con los dos hijitos gemelos, un niño y una niña, a los que había dado a luz.
Oyó el príncipe una voz que le pareció conocida y, al acercarse, reconociólo Verdezuela y se le echó al cuello llorando. Dos de sus lágrimas le humedecieron los ojos, y en el mismo momento se le aclararon, volviendo a ver como antes.
Llevóla a su reino, donde fue recibido con gran alegría, y vivieron muchos años contentos y felices.
E
RASE un pobre campesino que estaba una noche junto al hogar atizando el fuego, mientras su mujer hilaba sentada a su lado.
Dijo el hombre:
—¡Qué triste es no tener hijos! ¡Qué silencio en esta casa, mientras en las otras todo es ruido y alegría!
—Sí —respondió la mujer, suspirando—. Aunque fuese uno sólo, y aunque fuese pequeño como el pulgar, me daría por satisfecha. Lo querríamos más que nuestra vida.
Sucedió que la mujer sintióse indispuesta, y al cabo de siete meses trajo al mundo un niño que, si bien perfectamente conformado en todos sus miembros, no era más largo que un dedo pulgar. Y dijeron los padres:
—Es tal como lo habíamos deseado, y lo querremos con toda el alma.
En consideración a su tamaño, le pusieron por nombre Pulgarcito. Lo alimentaban tan bien como podían, pero el niño no crecía, sino que seguía tan pequeño como al principio. De todos modos, su mirada era avispada y vivaracha, y pronto mostró ser listo como el que más, y muy capaz de salirse con la suya en cualquier cosa que emprendiera.
Un día en que el leñador se disponía a ir al bosque a buscar leña, dijo para sí hablando a media voz: «¡Si tuviese a alguien para llevarme el carro!».
—¡Padre! —exclamó Pulgarcito—, yo te llevaré el carro, puedes estar tranquilo; a la hora debida estará en el bosque.
Echóse el hombre a reír, diciendo:
—¿Cómo te las compondrás? ¿No ves que eres demasiado pequeño para manejar las riendas?
—No importa, padre. Sólo con que madre enganche, yo me instalaré en la oreja del caballo y lo conduciré adonde tú quieras.
«Bueno —pensó el hombre—, no se perderá nada con probarlo.»